Alberto nunca se había esforzado demasiado en los estudios, pero, hasta este año, había logrado aprobar los cursos sin dificultad. En la familia había sido un niño muy querido, pero desde hace unos meses todo pareció cambiar en su vida. Según sus padres, de la noche a la mañana empezó a organizar broncas por cualquier cosa; nada parecía satisfacerle, todo eran exigencias por su parte (nuevo móvil, nuevo iPad, nuevos juegos, más paga…). Nada parecía saciarlo y buscaba constantemente la confrontación con su madre.
Ella había sido la primera en dar la voz de alarma, pero el padre pensó que exageraba y que sería una pequeña crisis, que se le pasaría. Finalmente, ante la presión de Alberto, sus padres relajaron tanto las normas que, cuando quisieron darse cuenta, con 15 años Alberto era el amo y señor de la casa, hacía literalmente lo que le daba la gana y no había límite que no intentase saltar.
Como suele ser habitual en estos casos, los padres se echaban mutuamente la culpa, y el hermano mayor, de 19 años, les decía que no sabían entender a Alberto, que estaba desquiciado y que ellos habían cedido demasiado. La información que nos facilitó el hermano fue crucial: los padres estaban pasando una mala racha, y Alberto le había confesado que creía que su madre estaba teniendo una relación de infidelidad, y por eso estaba tan beligerante en casa. Su hermano pequeño estaba intentando que su madre saltase y confesara su aventura, y que su padre abriese los ojos y se diera cuenta de que su mujer le engañaba.
Después de trabajar varias sesiones con los padres, vimos que les costaba mucho mantenerse firmes con Alberto, que ambos se sentían culpables y responsables de la crisis de su muchacho, pues los dos estaban agotados, físicamente al límite, tenían mala conciencia porque pensaban que pasaban poco tiempo con él y que cuando lo hacían todo eran broncas, por lo que terminaban cediendo ante la presión y el chantaje a que les sometía su hijo pequeño.
Hablé a solas con la madre y vi que la suposición de su hijo no tenía ningún fundamento. En realidad, ella se había volcado en ayudar a su mejor amiga, que tenía una grave enfermedad, a la par que trataba de darle apoyo al marido de esta, que estaba pasándolo fatal.
Cuando por fin vimos a Alberto, él estaba en teoría muy enfadado con venir al psicólogo (en teoría, pues pronto vimos que, en realidad, estaba aliviado), y se mostró muy retador en la primera sesión (como suele ser habitual en estos casos), negándose a admitir cualquier responsabilidad ante las conductas que había presentado en los últimos meses…, pero vimos que sus provocaciones constantes eran una llamada continua de atención. Alberto lo estaba pasando mal, a su revolución hormonal, al desengaño que había tenido con una chica que le gustaba y que al final se “lio” con un “amigo” de su grupo, se unió el hecho de que había escuchado una noche a su madre hablar con el marido de su mejor amiga diciéndole que contaba con todo su cariño, y había deducido que tenía una aventura, que era una impresentable, y su padre, un ingenuo.
Finalmente, abordamos este tema tan espinoso en una de las sesiones que tuvimos con los tres. A los padres les costó situarse y darse cuenta que, en realidad, la actitud de su hijo significaba, en el fondo, que le importaba mucho su familia, que les quería, que consideraba que su padre no se merecía que su madre le engañase y que no entendía cómo su madre podía “ponerle los cuernos” a su padre con el marido de su mejor amiga.
Una vez deshecha la hipótesis de Alberto (él no sabía nada de la grave enfermedad de la mejor amiga de su madre), nuestro adolescente entendió rápidamente lo que le había pasado; se dio cuenta de que al sentirse engañado por la chica que a él le gustaba había empezado a convencerse que las mujeres son poco fiables y había confundido una conversación de amistad, apoyo y afecto en momentos difíciles con una infidelidad por parte de su madre.
Los adolescentes son muy tajantes, drásticos y exigentes cuando piensan que un adulto está cometiendo un engaño. En esos casos, no parecen conmoverse ante el dolor ajeno y buscan, por encima de todo, que los trapos sucios se aireen y se haga “justicia” –su justicia– y se defienda la verdad –su verdad–. Bastó con oír que su madre se mostraba cariñosa con el marido de su amiga, para montar en su cabeza una historia de terrible infidelidad, en la que su progenitora estaba siendo desleal con su marido y con su amiga, y les estaba fallando y traicionando a ellos, a sus hijos…
Alberto se dio cuenta de su error y trató de subsanarlo, como hacen los adolescentes, yéndose al otro extremo. Intentó apoyar al máximo a su madre, fue consciente de que lo estaba pasando fatal con la enfermedad de su mejor amiga, y se volvió bastante obsesivo con la posibilidad de que su madre pudiera caer enferma. De repente, para él todo eran síntomas de mala salud: veía a su madre muy cansada, desmejorada, con ojeras, sin apetito…
Alberto, en la última sesión sentenció: “Yo soy adolescente, y seguramente me he pasado un montón (en realidad dijo un taco importante), pero entre las hormonas y la decepción con la chica que me gustaba, todo se me vino abajo. Lo siento, siento haber pensado que mi madre era una p… y que le estaba poniendo los cuernos al ingenuo de mi padre, pero yo sólo quería que se descubriese la verdad y que todo saltase por los aires y se organizara una tragedia, pues yo me sentía fatal por dentro”.
En este caso, gran parte de la insatisfacción del Alberto había sido provocada por sus miedos a que su familia se desmoronase, a que los adultos se engañasen y se pusieran los cuernos…, pero en la mayoría de los casos, la raíz o el origen de las conductas problemáticas de los adolescentes suelen ser otras: sus propias insatisfacciones, sus expectativas no cumplidas, la revolución hormonal que les dificulta ser dueños de sus emociones, fracasos o peleas con sus amigos, desengaños, la poca resistencia a la frustración que presentan…
Muchas causas pueden estar en el origen de sus insatisfacciones y de sus conductas problemáticas, pero si tuviéramos que resumir cómo podemos ayudar a los adolescentes a situarse, a madurar, a creer en sí mismos para ganar seguridad, no para realizar conductas temerarias, ni tomarse la justicia por su mano; cómo ayudarles a sentir la estabilidad y la confianza que tanto necesitan, señalaríamos los siguientes puntos, tal y como nos indicaba Ángel Peralbo en El adolescente indomable:
• Ante su inestabilidad, démosles referencias claras y pautas precisas, que les ayudarán en sus momentos de descontrol.
• Ante los problemas que puedan surgir, marcaremos objetivos realistas, resaltando siempre lo que funciona, lo que está bien, y aislando adecuadamente lo que resulta problemático; de esta forma, crearemos las condiciones para resolverlos.
• Trabajemos por alcanzar objetivos también a largo plazo. Normalmente es más fácil conseguir una conducta inmediata que algo permanente en el tiempo; pero mientras la primera nos produce una satisfacción rápida, lo importante serán los hábitos que estamos intentando inculcar en el adolescente. Por ejemplo, si queremos que tenga control sobre la bebida, las drogas, las nuevas tecnologías…, podremos conseguirlo un día que estamos nosotros encima, pero lo valioso, lo realmente positivo es que trabajemos su autonomía y su seguridad personal de tal forma que sea capaz de controlar esos impulsos y esas conductas en las situaciones futuras que tendrá para beber, consumir drogas, engancharse a las nuevas tecnologías… Con el adolescente no perdamos nunca la perspectiva, esa que nos animará ante determinadas recaídas, pero que le proporcionará a él los recursos que necesita ante la vida.
• Seremos previsibles y concretos, que sepan qué objetivos nos proponemos, en qué se traduce eso, qué pasará si muestran los conductas que les pedimos, pero también qué consecuencias tendrá la falta de cumplimiento de determinadas normas.
• Les ayudaremos a mejorar su confianza, su seguridad y su autoestima. Para ello, recordemos que los adolescentes que tienen una autoestima baja tienden a ser perfeccionistas en exceso, se muestran demasiado críticos con ellos mismos, tienen miedo a cometer errores, evitan situaciones en las que puedan fracasar, quieren agradar en exceso a los demás, muestran retraimiento social y manifiestan conductas extremas cuando se les cuestionan actuaciones suyas.
• Si queremos ayudarles a elevar su autoestima, les prestaremos especialmente atención cuando su comportamiento sea el adecuado. Por supuesto, será importante que sepan y distingan cuando algo no lo han hecho bien, para que lo puedan mejorar, y les llamaremos la atención sobre los comportamientos negativos, pero nos fijaremos más en sus esfuerzos y en sus logros que en sus fracasos.
• Les enseñaremos una serie de técnicas y recursos para mejorar el control de sus emociones negativas. Aquí, cuando las situaciones sean especialmente problemáticas o resistentes, es posible que necesitemos ayuda profesional.
Los jóvenes, con algo más de control, seguirán embarcados en esa búsqueda incesante que les proporcione la credibilidad en sí mismos; podrán conseguir éxitos en sus estudios, en su vida social y en sus primeros trabajos, pero si no terminan de “creer en sí mismos”, todo se derrumbará como un “castillo de naipes”.
Finalmente, cuando el adolescente va llegando al final de la etapa, que coincide con el inicio de la juventud, va consolidando su carácter y se va definiendo e identificando con una forma de ser. Sus respuestas se van estabilizando y se parecen más a las típicamente adultas.
Pero cuando trabajamos con los adolescentes para que tengan más control sobre sus emociones negativas, para que saquen lo mejor de sí mismos, sean más seguros y sepan defender sus criterios; resulta curioso que, con frecuencia, se nos quejen de:
• Que los adultos son hipócritas.
• Que sus padres son poco seguros.
• Que con frecuencia estos ceden a sus chantajes y no son capaces de mostrarse firmes en el cumplimiento de las normas y los límites acordados.
• Que difícilmente manifiestan unidad de criterios entre ellos.
• Que pronto se desaniman ante las dificultades.
• Que no sienten que sus padres disfruten demasiado de la vida.
• Que cada día les ven más agobiados, menos tranquilos, más impacientes.
• Que no les gusta la vida que llevan sus padres (“para vivir como ellos, mejor no llegar a ser adultos”).