El caso de Beatriz y Borja

Problemas en la pareja. Incomunicación

Beatriz tenía 35 años y Borja 39 cuando vinieron a consulta. Como casi siempre, la persona que había puesto más empeño en solicitar la ayuda de un psicólogo había sido la mujer.

Tenían una hija de seis años y un niño de dos. A Borja no le gustaban especialmente los niños, y se sentía bastante perdido cuando estos eran bebés, pues no sabía qué hacer con ellos, pero, a su manera, quería mucho a sus hijos y trataba de intervenir al máximo en su educación.

Beatriz pensaba que Borja no sabía comunicarse y que con los niños cometía la misma equivocación que con ella: no les escuchaba, no acertaba a ver qué necesitaban, no sabía observarles, “no tenía un mínimo de sensibilidad” para entenderles.

Había llegado un momento en que Beatriz, que confesaba que llevaba años sintiéndome incomprendida y sin comunicación con su pareja, no estaba dispuesta a seguir así. “Yo lo puedo pasar mal, y es mi problema, pero no voy a consentir que Borja machaque a los niños”.

Con estos antecedentes, nos preparamos para afrontar un caso complicado. Llevaban ocho años juntos y, según Borja, durante este periodo no había pasado un solo día en que Beatriz no le hubiese hecho responsable de las dificultades de comunicación que había entre ellos. Borja estaba harto del asunto; no entendía esa queja permanente de su pareja: “Pero si todo va normal –decía–, si en realidad no tenemos grandes problemas; lo que ocurre es que todos los días, a todas horas, te viene con la misma cantinela, y, ¡claro!, llega un momento en que yo me harto de tanta gili… y tanta bronca por su parte…”. “Lo que tiene que hacer es dejarse de tonterías, apoyarme con los niños, no quitarme la razón e intentar disfrutar y no complicarse la vida”.

Ni que decir tiene que para Beatriz, los argumentos de Borja eran como proyectiles lanzados por el enemigo: “¡Cómo puede ser una persona tan insensible! ¡Pero es que no se da cuenta de que así no hay quien viva, que yo no puedo ser feliz con una persona que no te entiende, no te escucha, que cuando se dirige a ti es para decirte que no digas tonterías!…, y, para colmo, trata a los niños como si fueran Personas mayores, les habla como si tuvieran cuarenta años y todo lo arregla castigándolos. ¡Hay que tener valor para decir que no me complique la vida!”.

Cuando el conflicto es tan patente, conviene seleccionar muy bien por dónde empezar, porque en una situación tan frágil uno o ambos miembros de la pareja puede sentirse incomprendido o injustamente tratado y abandonar cualquier tentativa de entendimiento. Afortunadamente, había un tema que a los dos les preocupaba, y que estaba por encima de sus diferencias: sus hijos. Ambos se sentían insatisfechos de la imagen que ofrecían a los niños, por lo que no fue difícil convencerles de que debíamos empezar por ahí.

Acordamos un programa de prioridades, donde abordaríamos los temas más complejos, pero con la secuencia que nosotros determináramos, como expertos en la materia. Este principio es importante, pues cuando la pareja tiene tantos puntos “de desencuentro”, rápidamente quieren abordar los conflictos más significativos, y no hay nada más contraproducente, desde el punto de vista de la psicología, que afrontar los temas más sensibles sin la preparación y el entrenamiento previo adecuado. El primer propósito estaba claro. No se trataba de decir quién lo hacía bien o mal, sino de qué es lo que necesitaban los niños, cómo nos los transmitían, cómo nos expresaban sus emociones, sus carencias, cómo la pareja podía llegar al mismo análisis y actuar entonces de forma coordinada.

Les mandamos hacer registros sobre qué hacían los niños, en qué circunstancias, y cómo respondían ellos.

Cuando volvieron al cabo de la semana, cada uno albergaba la esperanza de que le echásemos la bronca al otro miembro de la pareja, pero nosotros no hicimos nada de eso; por el contrario, empezamos felicitándoles a los dos, pues ambos habían hecho bien los registros y pasamos a analizar, punto por punto, la conducta de los niños y sus reacciones.

Aquí pudimos emplearnos a fondo, y les comentamos la importancia de conocer las distin- tas fases por las que todos vamos atravesando en nuestro crecimiento. En concreto, les dije: “Los dos años es una etapa muy típica, donde los pequeños tienen muchas rabietas, y no aparecen porque estén muy deprimidos al ver que sus padres se llevan mal, o porque se nos quieran subir a la chepa; aparecen porque están llenos de pulsiones que no controlan, y necesitan imperiosamente que nosotros les ayudemos y les ofrezcamos una serie de pautas que les permitan superar esas tensiones”.

“En estos momentos, lo mejor es que no le prestemos atención, que al cabo de un rato le sorprendamos con cualquier tema, como si no escuchásemos sus gritos, que no cedamos si nos están pidiendo algo, para que no aprendan a conseguir las cosas a base de rabietas, y que, por en- cima de todo, nos vean tranquilos y relajados; de esta forma, las rabietas pasarán y vosotros habréis cumplido una de vuestras misiones como padres, la de ayudar a vuestros hijos a resolver sus conflictos, no a perpetuarlos”.

Enseguida, les ofrecí unas pautas muy claras de actuación para los dos, ante las siguientes rabietas que presentase el niño, y además les pedí un ejercicio muy concreto entre ellos, como pareja. El ejercicio consistía en que cuando Beatriz le comentase que algo la preocupaba, Borja iba a escuchar, y lo haría de forma activa, preguntando cómo se sentía ella en esa situación, pidiendo más detalles sobre el tema, dejando que Beatriz hablase todo lo que necesitaba. Él no le daría soluciones ni consejos, por mucho que viera claro lo que Beatriz debía hacer, pero sí se mostraría cercano y afectivo.

A continuación, Beatriz escribiría en un papel cómo se había sentido, y si se había sentido bien, se lo diría a Borja en ese momento; si algo no le había gustado, a pesar de todo le sonreiría y el próximo día analizaríamos con calma lo que ella había pensado, a raíz de la actuación de Borja. Poco a poco, ambos vieron que en realidad, si se esforzaban, terminaban interpretando bien lo que el otro podía sentir en cada momento.

La intervención con los niños fue un excelente entrenamiento, pero sin duda lo mejor fue comprobar que ambos, a pesar de todas sus diferencias, podían llegar a entenderse razonablemente bien.

Por supuesto que las relaciones con los niños mejoraron, y que, a pesar de todo, entre ellos aún se produce algún desencuentro, pero cada vez son menos, y los resuelven pronto y con buen sentido del humor.

Una de las áreas que también experimentaron un cambio importante fue la de las relaciones sexuales. No fue necesario trabajar directamente sobre ello. En cuanto mejoraron la comunicación y la afectividad en la pareja, automáticamente su vida sexual se hizo más rica, más variada y más placentera para los dos.

Al final, el último día les pedí que hicieran un resumen de aquellos aspectos que, a partir de ahora, no debían olvidar en su relación de pareja. Hicieron una lista con 32 principios básicos o, como ellos dijeron, 32 puntos de alerta. Les pedí que los repasaran de vez en cuanto, al menos una vez a la semana, para mantenerlos activos […], y no volver a caer en una situación parecida.

Entre las pautas y los principios que trabajamos a lo largo de nuestra intervención con Beatriz y Borja, destacaríamos:
• Cada persona es única, y por ello no podemos esperar que sienta lo mismo que nosotros.
• Además de las diferencias individuales, las mujeres y los hombres analizan, actúan y sienten de forma distinta.
• Unos no son mejores que otros, mujeres y hombres se complementan y se enriquecen mutuamente.
• Si aprendemos a observar y ponernos de verdad en la piel del otro, nos resultará más sencillo entender lo que sienten y lo que necesitan.
• Los niños son como un libro abierto; a través de sus conductas nos expresan sus emociones.
• Los adultos reflejamos menos nuestras emociones, especialmente los hombres; por eso las mujeres tienen más intuición y más capacidad de observación para analizar la conducta no verbal del hombre.
• Las mujeres hablan más desde la emoción, y eso no debe confundirnos; debemos realizar el análisis sobre el mensaje global que nos mandan, y no solamente sobre la base de las palabras que pueden pronunciar en un momento de crisis.
• Los hombres necesitan hablar menos y actuar más; pero eso no quiere decir que sean más simples o más operativos.
• Todos necesitamos que nos escuchen, pero no debemos forzar la conversación cuando no surge espontáneamente.
• Las mujeres hablamos más a través del lenguaje. Los hombres emplean más la comunicación no verbal.
• Si queremos conseguir que algo cambie en nuestra relación de pareja, no castiguemos, actuemos como personas maduras. Intentemos esforzarnos por alcanzar acuerdos razonables.
• Para que la comunicación y la convivencia sean más relajadas, conviene que cada uno respete un espacio de intimidad y un tiempo personal del otro.
• Los sentimientos se facilitan, no se imponen. Si alguien ha dejado de sentir amor o afecto, ni debe obligarse a sentirlo, ni podemos exigirle que tenga manifestaciones que no le surgen espontáneamente.
• Las personas no nos podemos encadenar a una relación que, lejos de enriquecernos, nos llena de tristeza y ansiedad.
• No podemos tolerar la esclavitud de las personas, como tampoco podemos tolerar la esclavitud de los sentimientos.
• Para que haya comunicación [debe haber] voluntad de comunicarse, sensibilidad, objetividad, voluntad de escuchar, comprensión mutua desde el respeto y el afecto.
• Si la comunicación es irrecuperable, recordemos que podemos vivir sin la comunicación de la otra persona, pero no sin la comunicación con nosotros mismos.

No somos responsables de lo que el otro hace, pero sí somos responsables de poder liberar nuestros sentimientos, para alcanzar la autonomía y la seguridad, que nos permitirán tomar las decisiones más aconsejables para nuestro equilibrio emocional.

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