Gabriela había trabajado en un comercio hasta que nació su primer hijo. Al principio, una vez terminada la baja maternal, intentó seguir trabajando, pero parecía que todo se ponía en contra. El niño se había incorporado a una escuela infantil con casi cuatro meses, pero no pasaban dos días sin que se pusiera enfermo.
La situación era complicada. La familia de la pareja, los abuelos y los tíos, vivían en otra ciudad, por lo que no podían ayudarles en estos casos. Optaron por contratar a una señora que se quedase en casa con el niño, mientras ellos estuviesen trabajando.
No había pasado un mes cuando tuvieron que cambiar de cuidadora. Ambos se sentían muy incómodos con la segunda niñera; además, el horario de comercio hacía que Gabriela llegase a casa muy tarde, por lo que decidieron que ella pidiese reducción de jornada.
La reacción de los jefes ante la petición había sido muy negativa. Prácticamente, le dijeron que era mejor que llegasen a un acuerdo y se fuera al paro, pues a ellos una persona con la mitad de jornada les creaba un problema importante.
Llegó un momento en que Gabriela se planteó si le merecían la pena tantos esfuerzos. Finalmente, nuestra amiga dejó de trabajar y se dedicó enteramente al niño y a la casa. Al principio, se sintió privilegiada. Podía dedicarse a su hijo. Podía disfrutar cada día viendo cómo progresaba. Su marido también estaba más contento, pues, aun- que tuvieron que apretarse el cinturón, sobre todo cuando se terminó el paro, ambos coincidían en que la experiencia previa había sido una locura.
Cuando su hijo tenía catorce meses Gabriela volvió a quedarse embarazada, por lo que los dos dieron por hecho que continuaría en la casa hasta que el pequeño tuviera aproximadamente dos años.
En esa época, al marido de Gabriela le fueron bien las cosas a nivel profesional. Le salió la oportunidad de cambiarse a otro trabajo de mayor responsabilidad y categoría profesional. El aumento salarial fue importante, aunque a cambio debía viajar con frecuencia y tener un horario muy amplio. Lo aceptó sin dudarlo, pues el hecho de que Gabriela estuviera en casa “le liberaba” a él de todas las preocupaciones del área familiar.
Actualmente, los niños tenían seis y cuatro años. Hacía tiempo que Gabriela deseaba incorporarse al mundo laboral, pero en el comercio los horarios eran muy extensos y su marido insistía en que no podía contar con él. Gabriela era una persona muy activa, y aunque en una casa con dos niños siempre hay trabajo, empezaba a sentirse enclaustrada. Cuando definitivamente decidió que así no podía seguir, intentó buscar un trabajo que fuese compatible con el horario de los niños. Tardó varios meses en encontrarlo, pero finalmente lo consiguió. No iba a trabajar en lo suyo, pero su nueva actividad le permitía estar en casa a las seis de la tarde, hora en la que llegaban los niños del colegio.
Cuando se lo comunicó a su marido, este no mostró ningún entusiasmo y de nuevo le dijo que él no iba a sufrir las consecuencias, que no entendía su actitud, que tenía el privilegio de poderse quedar en su casa, y se empeñaba en complicarse la vida absurdamente: “No comprendo por qué ahora tienes la necesidad de trastocarlo todo. Lo entendería si tu salario fuese como el mío, pero para lo que vas a ganar, mejor nos iría dejar las cosas como están”. Si a Gabriela le quedaba alguna duda, después de esta conversación se le acabaron todos los interrogantes y decidió seguir adelante. Además, el hecho de no tener autonomía económica pesaba mucho en su ánimo desde hacía tiempo.
Su marido se empeñaba en que ella le justificase los gastos, y cuando Gabriela quería comprarse ropa –siempre había tenido un gusto exquisito para vestir– él le decía que gastaba mucho, que se diese cuenta que en la casa sólo entraba su sueldo. Gabriela había empezado con muchas ganas, pero pronto vio que el camino no iba a ser fácil. Volvía a casa corriendo todas las tardes, con el miedo permanente de que los niños hubiesen llegado antes en la ruta, y estuvieran solos en la calle. Por la noche, cuando regresaba su marido, estaban aún en el momento de los baños o de la cena. A pesar de que Gabriela estaba desbordada, en ningún momento se le ocurría echar una mano.
Una noche, nuestra amiga se plantó y le preguntó si no pensaba ayudarla: “No –respondió él–, no tengo ninguna intención de llegar a casa y ponerme a bañar a los niños o darles de cenar. Ya te lo advertí. Tú tomaste tu decisión en contra de mi voluntad. Ahora, asume las consecuencias”.
Gabriela pensó que él cambiaría. Pero las cosas siguieron igual, con tensiones todos los días y con ella al borde del agotamiento.
Cuando vino a vernos acababan de hacerle una propuesta para desarrollar un trabajo de más nivel. Ella dijo que no podía trabajar más horas, por lo que rechazó esta posibilidad. Definitivamente, se estaba planteando dejar de trabajar. Le costaba asumirlo, pero no veía otra salida: “No me compensa tanto esfuerzo y tanta tensión. Pensé que se daría cuenta de que en casa me sentía enclaustrada, pero sigue muy intolerante. Alguien se tiene que sacrificar y está claro que me toca a mí. Él gana el doble que yo”.
Pero una cosa es lo que nos decimos, y otra lo que sentimos. Evidentemente, si Gabriela venía a vernos es porque en el fondo sabía que esa no era buena salida, que pronto se sentiría otra vez “prisionera” en casa; así que le dijimos que antes de tomar una decisión definitiva, parecía adecuado que trabajásemos con ella su recuperación emocional. Gabriela era una persona entusiasta, y por encima de todo quería recuperar su buen ánimo y su buen humor. Una vez que consiguió volver a encontrarse bien consigo misma, se sintió con fuerza para resolver el dilema que tenía desde hacía tiempo.
Decidió que les iba a pedir a sus padres que vinieran para quedarse con los niños un fin de semana largo, en que el viernes coincidía que era fiesta. Le dijo a su marido que se merecían hacer un pequeño viaje los dos juntos. Él estaba gratamente sorprendido ante su cambio de actitud de las últimas semanas. Se la veía de nuevo más contenta, más alegre, por lo con- testó que le parecía muy bien.
En ese viaje, durante la primera noche le pidió a su marido que recordara qué es lo que más le había enamorado de ella. Él, divertido, empezó a pensar y finalmente dijo que lo que más le había atraído era su buen humor, su constante alegría, su vitalidad, su determinación, sus ganas de pasárselo siempre bien, su creatividad, su buen gusto a la hora de vestir y la fuerza y la pasión que ponía en todo lo que hacía.
No había terminado de decirlo cuando Gabriela le preguntó: “¿Tú, que me conoces tan bien, crees que esa alegría, ese humor, esa vitalidad… las puedo seguir teniendo sintiéndome encerrada cada día en casa?”. Su marido no contestó –sintió en cierta medida que había caído en una trampa–, pero Gabriela inmediatamente volvió a sonreír y le propuso un pacto: “No te preocupes, no quiero que me contestes. De hecho, no quiero que volvamos a hablar de ello durante este fin de semana. Hacía mucho tiempo que no estábamos solos, ¡así que vamos a pasárnoslo bien!”.
A la vuelta, Gabriela había decidido que no dejaría de trabajar, que contrataría a una chica dos o tres horas por las tardes, para no tener que llegar con la soga al cuello, y para que le ayudase con los niños. Pero cuál no fue su sorpresa cuando su marido llegó al tercer día después del viaje, con la misma solución. Cuando le contó a Gabriela lo que había pensado, ella no podía creérselo de alegría: “Me he dado cuenta –le dijo él– de que a todos nos irá mejor si tú no te sientes prisionera”. “De acuerdo –contestó ella–. Veo que estamos otra vez en el mismo equipo”.
Nuestra pareja comprendió que todo esfuerzo merece una recompensa, y que si hay un trabajo que desgasta como ninguno, es el de la casa. Comprendieron que uno no puede estar bien a costa del sacrificio del otro, y que cuando las dificultades se comparten, se encuentran soluciones.
A partir de ahí, Gabriela pudo seguir con su trabajo fuera de casa. Los dos se sintieron con más ánimos para disfrutar de sus hijos, no para vivirlos como una carga.
Dentro de las nuevas costumbres y hábitos sanos que implantaron, había algo que les satisfacía a los dos plenamente: era el tiempo que pasaban a solas, sin prisas, sin interrupciones y sin niños reclamando su atención. Por eso decidieron regalarse todas las semanas una cena fuera de casa. Un día, su marido le dijo: “¡Qué razón tenías; es mucho más divertido ser amigos que sentirnos como dos enemigos que luchan en solitario, cada uno por su parte, para que el otro no le amargue la vida! ¿Qué nos pasó?” “Lo que pasó –respondió ella– es que las circunstancias nos fueron empujando a una vida que a mí no me llenaba, que yo sentía que había una parte muy importante mía que no estaba viviendo. Era como si estuviese debajo del agua, y tú no me dejabas salir a la superficie. Pero tranquilo, por- que de nuevo remamos juntos, en la misma dirección”.