Gabriel tenía 54 años cuando le anunciaron que el banco quería prejubilar a las personas de su edad.
Aunque había visto a muchos compañeros en esas circunstancias, inge- nuamente pensó que con él harían una excepción, dado que ocupaba un puesto de cierta relevancia.
Cuando vio que entraba en el mismo “lote” que los demás, al principio aún pensaba que era un error, pero pronto se dio cuenta de la realidad. Durante un par de días barajó la posibilidad de plantar batalla y no acogerse a la prejubilación, pero esa opción era casi un “suicidio”. Tuvo claro que le harían la vida imposible, y que no le compensaba esa resistencia numantina.
Las condiciones de prejubilación eran claras. Si quería conservar todos sus de- rechos y las prestaciones que tenía, no podría trabajar en lo que hacía, o en un puesto similar, en ninguna institución o empresa del sector. Su mujer era dos años más joven y tenía un trabajo con jornada partida, por lo que no llegaba a casa hasta las 18.30 horas.
Gabriel tenía dos hijos de veintiséis y veintidós años. Su hija mayor ya estaba trabajando y el pequeño aún estudiaba, o decía que estudiaba, pues llevaba dos cur- sos casi perdidos. Los dos estaban acostumbrados a ir a su aire, aunque vivían con sus padres. Hacía tiempo que Gabriel les había perdido mucho la “pista” a sus hijos. […]
La realidad es que la madre era la única conexión entre los cuatro. A pesar de que trabajaban ambos cónyuges, el peso fundamental de la casa y de los hijos lo había llevado hasta ahora Cristina, su mujer. Gabriel estaba muy mal acostumbrado, y normalmente solo recogía los platos del lavavajillas y acompa- ñaba un día a la semana a su mujer, para hacer la compra “grande”.
Pronto empezaron los conflictos; primero, con sus hijos, y después, con su mujer. Al principio, Gabriel se había planteado que, puesto que no tenía grandes aficiones, salvo ver los partidos de fútbol y las carreras de motos, diariamente iría a comprar la prensa, el pan y las cosas que hacían falta para la casa, y a la vuelta se daría un pequeño paseo.
Con esas premisas, aún no habían transcurrido quince días cuando tuvo el primer enfrentamiento fuerte con Cristina. Como ahora él comía todos los días en casa, pretendía que Cristina le dejase hecha la comida por las noches, pero su mujer decidió que bastante tenía con todo lo que llevaba, para encima tener el trabajito “extra” de hacer todos los días la comida al “señor”.
Gabriel, lejos de reconducir la situación, se puso muy inflexible. Como al estar en casa fue consciente de todo el trabajo que hacía Cristina, decidió que los que tenían que cambiar sus costumbres eran sus hijos. Así que un día, en que coincidieron todos a la hora de la cena, les dijo que las cosas en casa iban a cambiar drásticamente, que a partir de ahora cada uno iba a recoger su cuarto, limpiar el baño que compartían los dos, lavarse su ropa y planchársela y… ¡no le dejaron terminar! Sus hijos, increíblemente unidos en esta ocasión, le plantaron cara y le dijeron que ellos no iban a pagar los platos rotos de su mal humor, y que si se aburría ahora al estar todo el día en casa, tenía dos opciones: largarse y sentarse en el parque –como hacían los jubilados–, o hacer las cosas de la casa, ¡que ya era hora de que no actuase como un machista! Le dejaron clarísimo que no iban a ceder en sus planteamientos, y ¡que les dejase tranquilos!
Gabriel acusó el golpe, sobre todo cuando al día siguiente intentó, a las once de la mañana, que su hijo se levantase de la cama –cosa que no estaba habituado a hacer, pues se quedaba trasnochando hasta altas horas con internet–. Se encontró que este no solamente le opuso resistencia, sino que le advirtió que no se metiera en su vida, que si hasta ahora había pasado olímpicamente de sus hijos, ya era tarde para jugar al padre preocupado. […]
Con estos precedentes, no es de extrañar que a los ocho meses de su baja en el banco Gabriel hubiera entrado en una crisis de imprevisibles consecuencias. Durante ocho semanas él, que nunca había bebido, se había empeñado en tomar vino en las comidas y un par de copas por la noche, antes de acostarse. El alcohol le sentaba como un tiro. Cuando vino a vernos ya había dejado de beber, pues un día se puso malísimo […]. Decididamente, Gabriel no era la mejor compañía para los que le rodeaban, pero tampoco era un buen amigo para sí mismo. Como suele ocurrir en estas situaciones […], llegó empujado por su mujer. Cristina le había dicho que así no podía seguir, que le daba mucha pena verle sufrir de esa manera, y que necesitaba ayuda urgente. Como él se negaba, su mujer había llegado a insinuarle que si él no se esforzaba por salir de esa situación, tendría que plantearse otras opciones.
Era la primera vez que Gabriel iba al psicólogo y tenía muchas reticencias. Creía que nos íbamos a pasar años rebuscando en su vida, analizando sus sueños y descubriendo sus fantasías sexuales. Se tranquilizó cuando le dijimos que nuestra forma de trabajar en nada coincidía con sus expectativas, que nuestras intervenciones eran cortas en el tiempo, que lo primero que haría- mos sería ayudarle, para que analizase lo que estaba pasando; posteriormente, le proporcionaríamos los recursos, las estrategias y las habilidades que le permitirían superar tanto esta crisis como las que pudiera tener en un futuro.
Como siempre, para realizar la evaluación del caso, le pedimos que empezara a registrar lo que ocurría y los pensamientos que tenía cada vez que se sentía mal. Le facilitamos hojas de registro, para poder empezar a trabajar con él de forma inmediata. En la siguiente sesión, Gabriel trajo los registros que había hecho cuando se sentía mal. La media había sido de 3 a 4 registros cada día, lo que nos indicaba el estado de permanente decaimiento en que se encontraba.
Pronto vimos que sus pensamientos se nutrían de una serie de creencias irracionales, que entran dentro de lo que denominamos los pensamientos condicionales, que están saturados de “debería, tendría, habría sido necesario…”. ¡Cuidado con las frases donde nos encontramos esas expresiones típicas! Los pensamientos que una y otra vez venían a la mente de Gabriel eran:
“El banco debería haber actuado conmigo de otra forma”.
“Mis hijos tendrían que cambiar su forma de ser, deberían obedecerme y respetarme. Es su obligación, para eso soy su padre”.
“Si hubiera podido seguir trabajando, ahora no estaría pasándolo tan mal”.
Ese tipo de afirmaciones le generaban mucha ansiedad a Gabriel, por lo que empezamos a trabajar su confrontación con la realidad.
También había muchos pensamientos acientíficos, llenos de términos como “siempre, nunca, todos, nadie, nada, necesito, no puedo (soportar)…”. En este apartado, los pensamientos que más se repetía Gabriel eran:
“Siempre ocurre lo mismo. Todos en esta casa están contra mí”.
“Yo siempre fui un trabajador leal; me dejé la piel y me lo pagan dándome una patada. Nunca podré superar lo que me han hecho estos c…”
“Todo el mundo es igual. Al final van a lo suyo. No le importas a nadie”.
Estos pensamientos tienden a la sobregeneralización. Los trabajamos mucho con Gabriel. Aprendió a sustituirlos por otras expresiones más adecuadas, como: “a veces”, “ocasionalmente”, “de vez en cuando”…
Finalmente, y como no podía ser de otro modo en el estado en que se encontraba, tenía muchos pensamientos “catastrofizantes”. Para él, todo era “horrible, terrible, espantoso, horro- roso, catastrófico, fatal…”.
En este apartado, los pensamientos que más repetía Gabriel eran: “Lo que me ha sucedido ha sido terrible”.
“Es espantoso que yo me encuentre como estoy”.
“Es horrible que te paguen tanto esfuerzo de esta manera”.
Gabriel todo lo veía como irremediable, insuperable, espantoso… Empezamos a reemplazar estos términos por otros más racionales: “No es fácil sentirse bien en mis circunstancias, pero tampoco es imposible”; “No es terrible lo que me han hecho, sino doloroso”.
Al desechar los pensamientos irracionales conseguía generar emociones y comportamientos más ajustados a la realidad.
En una última fase, para que Gabriel pudiera enfrentarse a sus pensamientos negativos, utilizamos una serie de preguntas, que intentan evaluar la evidencia, la consistencia lógica y la claridad semántica. Son preguntas que nos ayudan a recapacitar y analizar a qué nos conduce pensar de esa forma:
“¿Me es rentable pensar como pienso?”.
“¿Qué consecuencias tiene para mí pensar de esta manera?”.
“Si pienso así, ¿soluciono mis problemas?”.
Llegó un momento en que Gabriel “cazaba” perfectamente todas sus ideas irracionales; aunque al principio, lógicamente, manifestó una “resistencia natural” a aceptar que se estaba equivocando.
Cuando comprobamos que había superado esta fase de quejas permanentes, donde creía que para sentirse bien eran los demás los que tendrían que cambiar (el banco, su mujer, sus hijos, la humanidad…), pudimos fortalecer su control emocional. Se dio cuenta de que podía sentirse bien, aunque las cosas no habían sucedido como él habría deseado. Posteriormente, trabajamos algunas técnicas de relajación y de visualización positiva. Finalmente, cuando ya era capaz de reír otra vez, de utilizar su sentido del humor, de desdramatizar lo que sucedía a su alrededor, fue el momento de decidir qué quería hacer con su vida. Aquí no vale “apuntarse” a lo que hace la mayoría de la gente. Cada persona tiene que ser capaz de confeccionar su “traje a medida”, para que pueda ilusionarse de nuevo, llenarse de objetivos, metas y actividades que le resulten gratificantes.
Después de dos sesiones en las que trabajamos todas sus expectativas pasadas, presentes y futuras, Gabriel decidió que había llegado la hora de dedicar parte de su tiempo a las siguientes acciones:
• Ayudaría a llevar la contabilidad y los trámites burocráticos de una serie de proyectos de una ONG, que conocía a través de un amigo.
• Llevaría las inversiones de la familia. A través de internet, haría operaciones en bolsa, y empezaría a estudiar en profundidad otras opciones de inversión.
• Andaría por la mañana un mínimo de 6 kilómetros (él se puso esa distancia), normalmente en compañía de unos antiguos compañeros, también prejubilados.
• Haría un curso de cocina, especialmente dirigido a hombres. A partir de ahí, sería él quien habitualmente preparase la comida y las cenas en casa.
• Un día a la semana iría con su mujer a clases de baile (a los dos les encantaba bailar).
• Todos los días, si le quedaba tiempo, intentaría dedicar una hora a la lectura (tenía trece libros seleccionados para leer en los próximos meses).
Sin duda, las actividades ayudaron a Gabriel a reencontrarse consigo mismo, pero el punto crucial, como él había reconocido en diferentes momentos, fue comprender que no ganaba nada quejándose el resto de su vida, que sus pensamientos estaban llenos de ideas irracionales y “frases trampa”, de las que tenía que huir; que en realidad el que su prejubilación fuese un privilegio o un calvario dependía de él, no de lo que hicieran o dejaran de hacer los demás.
Al cabo de unos meses, en la última sesión de seguimiento, con una sonrisa de oreja a oreja, Gabriel me comentó: “Estoy muy satisfecho de mi vida. Además, al poder dedicarme con calma a las inversiones, tenemos unos ingresos extra que nos vienen muy bien, y me dan mucha tranquilidad. En el fondo, aunque no lo había dicho en casa, yo tenía miedo de que con el tiempo perdiésemos poder adquisitivo. Solo nos queda que prejubilen a Cristina, ¡cómo nos lo vamos a pasar entonces!”. “Me parece perfecto –le dije–, pero, mientras tanto, disfruta del privilegio que tienes y, en la medida en que puedas, actúa como lo estás haciendo, para que Cristina y los tuyos lo disfruten contigo”.
Por fin, para Gabriel su prejubilación había sido el mejor premio a su vida de trabajo.