Fátima era una persona estupenda. Siempre había sido muy sensible y hu- mana, y desde pequeña intentaba hacer la vida fácil a todos los que tenía a su alrededor. Mostraba una sonrisa permanente, y su voz y sus gestos eran cálidos y cercanos. En el trabajo era una gran compañera y la colaboradora con la que todo directivo sueña. No se concedía un minuto de descanso al día. Gracias a su actividad permanente había podido compaginar su trabajo con su marido y sus hijos. Pero desde hacía unos meses se sentía muy débil, desengañada, desilusionada, sin fuerzas para luchar y muy insatisfecha consigo misma. Había leído La inutilidad del sufrimiento, y vino un poco a la desesperada, como último recurso. Llevaba varias semanas intentando encontrar una solución a su problema actual, y se encontraba en un callejón sin salida.
Fátima se sentía entre la espada y la pared. En el trabajo siempre se había entregado al máximo. Le gustaba lo que hacía y además tenía un alto sentido de la responsabilidad. La relación con sus compañeros y con sus jefes había sido buenísima. Nunca había escatimado tiempo ni esfuerzos para que todo marchase bien. Era de las que salían más tarde y de las que llegaban más pronto.
Cuando sus hijos eran pequeños había cogido reducción de jornada, pues le parecía que tenían unas edades en que ellos la necesitaban. Ahora ya tenían dieciocho y veintidós años y eran dos chicos muy diferentes entre sí, pero estupendos ambos. Salvo las lógicas tensiones con sus estudios y con las salidas nocturnas, las relaciones familiares eran buenas. Su marido era un padre bastante dialogante, al que le gustaba hablar e intercambiar experiencias con sus hijos.
El problema surgió cuando un compañero, al que su mujer había dejado unos meses atrás, empezó a querer intimar con Fátima. Al principio, ella se lo tomó un poco a broma, pero había llegado un momento en que se sentía literalmente acosada. Todos los días rechazaba sus insinuaciones, pero lo hacía a su estilo, con palabras que no le resultasen hirientes.
La situación no experimentó mejoría y él no cesaba, cada vez la ponía en mayores aprietos, no entendía o no aceptaba las negativas de Fátima.
Después de dos veces en que llegó a arrinconarla contra la pared, para intentar besarla, nuestra amiga se encontraba como en una cárcel, con la mesa de su compañero a dos metros de la suya, y con una tensión constante durante toda la jornada. Cuando vino a vernos vivía en una ansiedad permanente. El compañero pensó que Fátima se quejaría al director, que era el jefe de ambos, así que había decidido “adelantarse” y, con ese cinismo que a veces muestran determinadas personas, le dijo que estaba muy descontento de cómo trabajaba últimamente Fátima, que sin duda debía tener algún problema familiar, porque estaba muy tensa y dispersa. Según él, había intentado ayudarla y hacer parte de su trabajo, pero la situación se había vuelto muy difícil; especialmente desde hacía unos días, en que se mostraba muy extraña, y muy suspicaz. Él –siguió contando– había intentado calmarla, y, como muestra de su amistad, había querido abrazarla para que se tranquilizase, pero ella, lejos de interpretarlo como un gesto cercano de un amigo, había reaccionado como si la estuviera violando.
El director, que apreciaba mucho a Fátima, no había notado nada en su trabajo, pero, preocupado por lo que le decía su compañero, la llamó y le preguntó si tenía algún problema personal.
Ella se quedó sorprendida y [..] respondió haciendo un gesto negativo con la cabeza, pero como vio que su jefe insistía y le decía que contase con él para cualquier problema, le preguntó directamente por la razón de su interés.
Al final, no podía creer lo que estaba escuchando: su compañero había dado la vuelta a todo lo que había pasado y parecía que era ella quien se había puesto agresiva con él. Entonces se vino abajo, todo empezó a darle vueltas en la cabeza y salió llorando del despacho del director.
Al llegar a casa, le contó la situación a su marido. Antes no le había dicho nada, para que no se preocupase. Él se quedó perplejo y, como era de esperar, en un primer momento quiso tener unas palabras con el impresentable compañero de su mujer. Fátima se lo impidió, pero se sentía tan débil, tan frágil y tan indefensa, que tuvo otra crisis de ansiedad fortísima.
Al día siguiente, empujada por su marido, había ido al médico en busca de ayuda. Este se mostró muy sorprendido al verla en ese estado e inmediatamente le prescribió ansiolíticos y le dio la baja.
Una vez que nos hubo relatado los hechos, su pregunta fue: “¿Qué puedo hacer ahora? Lo he fastidiado todo. Además, al estar de baja, mi jefe pensará que Paco –su compañero de trabajo– tenía razón. Esto me pasa por ser débil, por no haberle cortado de raíz a la primera insinuación, por no haberme quejado al director, por no querer crear tensiones, por tragarme siempre todo, por intentar que los demás no se inquieten…”.
Era lógico que Fátima se sintiese tan mal. Llevaba siete años trabajando mesa con mesa con Paco, y durante todo ese tiempo lo único que le había hecho eran favores.
Cuando vemos que alguien nos responde de esa manera, se nos rompen todos los esquemas; pero lo importante es actuar desde la inteligencia emocional, no desde el impulso o la debilidad, pues en ese terreno las personas manipuladoras nos ganan siempre.
En primer lugar, intentamos que Fátima se distanciase un poco de su problema, para que cogiera fuerzas y pudiera afrontarlo con la estrategia que la situación merecía. En esta fase nos centramos en su recuperación emocional. Aprovechamos la situación para hacer un balance de todas las áreas en las que ella destacaba positivamente, de todas las facetas de su vida en las que ella se sentía satisfecha, de todas las personas que le habían demostrado su cariño, su amor y su amistad…
El balance terminó con una descripción personal de cómo era ella y de cómo le gustaría ser. Fátima era una persona muy responsable y exigente consigo misma, por lo que apenas dos semanas después pidió el alta y se incorporó a su trabajo. Tal y como la habíamos entrenado, se fue inmediatamente a ver a su director, para aclarar la situación. Le preguntó si alguna vez, en todos los años que llevaban juntos, la había visto “histérica”. Ante la negativa de su jefe, cogió fuerza y le preguntó si creía que ella era una persona agresiva, que podía perder fácilmente los papeles. De nuevo, su jefe respondió negativamente. En este punto Fátima decidió “terminar la faena” y expuso con detalle, y de forma tranquila y pausada, todo lo que había pasado: la actitud de Paco, su respuesta para no herirle y no crear tensiones en el trabajo, el contraataque que este hizo… Su jefe no paraba de hacer signos afirmativos con la cabeza. No tenía duda de que Fátima decía la verdad, así que cuando terminó le dijo:
“No te preocupes, haré que se disculpe y le cambiaré de sitio inmediatamente, pero si quieres que haga algo más, ¡dímelo! Me pone enfermo que alguien sea tan ruin y tan cínico, ¡y encima con una persona como tú!”.
Al final, Fátima le dijo a su jefe que con eso sería suficiente, que le agradecía que le cambiase de sitio, pues no quería tenerle cerca, pero que se encontraba suficientemente fuerte como para pararle los pies, a la mínima provocación.
De hecho, cuando Paco terminó de disculparse, y aún en presencia del director, le miró fijamente a los ojos, con tal fuerza y tal determinación, que este se sintió profundamente turbado y sorprendido por su entereza, y salió del despacho tropezando con los muebles.
“Tenías que haberle visto –me contaba Fátima, riendo–, no daba crédito a sus ojos. Nada compensa el dolor y el abatimiento que he tenido, pero te aseguro que en aquel momento me sentí muy orgullosa de mí”.
Fátima pudo superar esa situación en la que se sintió tan débil y tan injustamente tratada. Sin duda, su director supo estar a la altura de las circunstancias, pero fue ella quien tuvo el coraje suficiente para enfrentarse a los hechos y contar lo que había pasado. Lo hizo sin buscar venganza, pero sí justicia. Lo logró porque creyó en ella misma y decidió sacar toda la fuerza que tenía en su interior.
Sin duda, una persona como su compañero no merecía su sufrimiento y menos su amistad. Fátima aprendió que no podemos tratar a todos por igual. Cuando hicimos el balance de lo que había sucedido, las conclusiones fundamentales a las que llegó Fátima fueron:
• Podemos ser sensibles, pero la sensibilidad no significa debilidad.
• Si nos ven débiles, habrá quien intente aprovecharse de nosotros.
• Las personas no son iguales. Las hay mejores, peores y regulares. Es importante que las sepamos distinguir, y que nuestro trato se ajuste a la singularidad de cada cual.
• Reservemos nuestras sonrisas y nuestra simpatía para las personas que lo merecen, y opongamos nuestra fuerza, nuestra lejanía y nuestra indiferencia a los que actúan desde el egoísmo, la mentira y la provocación.
Fátima siguió siendo una persona encantadora, pero aprendió que nuestras fuerzas son limitadas y que con algunas personas no conviene bajar la guardia.