Antonio vino a vernos para solucionar un problema profesional; le costaba hablar en público, incluso aunque el público fuera restringido. En las reuniones de trabajo, en las que estaban entre seis y doce personas, no se encontraba cómodo, y era consciente de que no conseguía transmitir sus mensajes de forma efectiva y ordenada.
Últimamente, su incomodidad, lejos de mejorar, parecía extenderse a otros ámbitos y situaciones: cuando hablaba con su jefe, cuando estaba con per- sonas con las que se encontraba un poco inquieto, cuando debía decir a algún compañero que algo no estaba bien hecho… Incluso en casa cada vez hablaba menos; tenía la impresión de que no le comprendían bien y se estaba encerrando en una especie de mutismo preocupante.
En la primera sesión, Antonio nos confesó que él creía que era un buen pro- fesional, y en principio no parecía tener serios problemas en su área personal y familiar; sin embargo, desde hacía meses casi todo el mundo le preguntaba qué le pasaba, y él cada vez se sentía más incómodo e inseguro.
Su mujer le había dicho que fuera a un psicólogo y, aunque al principio consideró una tontería su sugerencia, había llegado un momento en que había dado el paso, pues según él se encontraba perdido y bastante deprimido. Inmediatamente, observamos como Antonio mostraba serias dificultades a la hora de comunicarse; tenía muy claro lo que quería decirnos, pero costaba seguirle; mezclaba ejemplos y situaciones diferentes; se mostraba algo acelerado, repetía las mismas frases y prácticamente no nos miraba a los ojos; parecía estar absorto en sus propios pensamientos. A las personas que tuviera enfrente no les facilitaba nada la comunicación y, con frecuencia, les produciría cierta incomodidad.
Aunque a él lo que más le preocupaba era la incidencia que estos hechos estaban teniendo en su ambiente laboral, nos comentó que su mujer quería venir a vernos, para contarnos su actuación en casa y con los amigos más cercanos.
Como siempre, lo primero que le pedimos a Antonio es que nos hiciera regis- tros los próximos días; es decir, que nos apuntase los momentos en que se sintiera mejor o peor; dónde estaba, con quién; qué hacia; qué pensaba; cómo se sentía físicamente en esos instantes… Le dijimos que a su mujer la veríamos en un par de semanas. Primero necesitábamos hacer el análisis basándonos en sus emociones, sus pensamientos, sus conductas… Como nos temíamos, a la semana siguiente Antonio vino con los “deberes” poco hechos; argumentaba que en realidad estaba mal casi todo el rato y no sabía qué apuntar; por otra parte, le daba “corte” que alguien le pudiera ver escribiendo esas cosas.
Antonio pensaba que lo importante era que le diésemos unas técnicas muy concretas, a ser posible milagrosas, para resolver rápidamente esos problemas de comunicación; porque en el fondo tampoco creía que le pasara nada serio, aunque su desánimo y su inseguridad eran patentes.
¿Qué hacer en estos momentos? No forzar la situación, adaptarnos a lo que en esos instantes le preocupa a la otra persona y, aunque nos cueste, cambiar nuestra orientación y hablar de lo que le inquieta o perturba a nuestro interlocutor. Además de hablar, en estas circunstancias lo que conviene es escuchar. Nos mostraremos especialmente receptivos, atentos y pacientes; de tal forma que sólo intervendremos cuando el otro espere nuestra opinión.
Como Antonio solo se mostraba receptivo a que le enseñásemos técnicas y recursos casi milagrosos, empezamos a trabajar con él, ese mismo día, algunas claves para mejorar su comunicación. Le propusimos una especie de “pacto”: primero, trabajaríamos sus dificultades a la hora de expresarse de forma efectiva, y más adelante nos adentraríamos en los problemas o el origen de sus inseguridades.
Antonio empezó a sentirse encantado al ver los primeros avances. Para que fuera consciente de su situación y de cómo lo percibían los demás, lo graba- mos en diferentes momentos: cuando estaba contándonos algo y no se acordaba de que la cámara lo enfocaba; cuando simulábamos situaciones de trabajo; cuando vino su mujer y ambos mostraron sus diferentes puntos de vista; cuando ensayábamos sus intervenciones ante un grupo numeroso de compañeros…
No puedo sino sonreír cuando recuerdo la cara que ponía Antonio al verse en la pantalla; no se reconocía en absoluto; le parecía que estaba viendo a un extraño, miraba con ojos llenos de asombro. Para él fue un auténtico golpe comprobar su falta de habilidades en la comunicación. Evidentemente, no le enseñé las grabaciones hasta que ya habíamos hecho varias tomas, pues si nada más hacer la primera las hubiese visto, a partir de ahí habría experimentado un bloqueo que nos habría impedido verle de forma espontánea en el resto de las situaciones. Los psicólogos sabemos cuáles son las cosas que resultan más visibles para el exterior, y más fáciles de entrenar; así que empecé por enseñarle a mirar a la cámara sonriendo; iluminando sus ojos; haciendo que brillaran, como si estuviera en medio de una conquista amorosa; en plena fase de seducción.
Como Antonio tenía una comunicación no verbal terrible, le pedí que se sentara cómodamente y cogiera un bolígrafo entre sus manos, para relajar sus movimientos y eliminar tensión. Inmediatamente, le enseñé tres trucos para controlar la respiración y mejorar su fluidez verbal, a la vez que disminuía su excesiva velocidad.
Cuando nuestro amigo vio la siguiente grabación, me miró perplejo, pero feliz, diciendo: “¡No lo he hecho tan mal!, vamos a volver a ensayar”.
En las siguientes sesiones trabajamos sus gestos, sus ademanes, el tono de voz; de nuevo la velocidad, la fluidez, la expresión facial… En suma, las habilidades que consiguen enfatizar y hacer más atractiva nuestra comunicación.
Cuando ya consideré que Antonio estaba preparado, lo sometí a una prueba de fuego. En este caso, intervendría también su mujer, y ella provocaría una discusión fuerte. Se mostraría muy contrariada, agresiva con él, escéptica ante los razonamientos de Antonio…; es decir, se pondría casi imposible.
En este contexto, Antonio tendría que practicar la escucha activa, la empatía, la asertividad…; tendría que conseguir que su mujer se sintiera escuchada, comprendida, ayudada…, para que finalmente ella se relajase y pudieran llegar a un acuerdo; lo que en psicología llamamos “un compromiso viable”.
Para sorpresa de su mujer, Antonio lo hizo muy bien; al principio, llegó un momento en que empezó a “engancharse” pero, ante una mínima señal por mi parte, rápidamente cogió el con- trol y recondujo la situación, hasta el punto de que su mujer cedió y terminó por decirle algo parecido a: “Bueno, puestos en este plan, podemos volver a intentarlo”.
Simultáneamente, Antonio iba poniendo en práctica lo aprendido en diferentes ámbitos: en el trabajo, en las reuniones del departamento, hablando a solas con su jefe, en los encuentros con los amigos, en casa… En pocas semanas, nuestro amigo se sentía otra persona, y en esos momentos, cuando ya podía escucharnos y no sentirse turbado por la ansiedad o su propia inseguridad, acometimos el resto del proceso. Vimos las razones que, poco a poco, habían llevado a Antonio al bloqueo que presentaba. Aprendió a descubrir cómo se generaban sus emociones negativas.
Al final, sabía muy bien cómo detectarlas primero, para controlarlas y contrarrestarlas después.
Antonio consiguió mucho más que lo que esperaba cuando, haciendo caso a su mujer, por fin se había decidido a ir a un psicólogo.
Según sus palabras, lo que más apreciaba era el nuevo sentimiento de seguridad y de satisfacción que tenía consigo mismo. Estaba contento, y eso era una emoción casi olvidada para él.