Antonio es lo que podríamos considerar una persona brillante. Con un gran dominio de la expresión, desde pequeño había destacado por su liderazgo innato y sus dotes de orador.
Pero nuestro protagonista nunca había sido el típico empollón. Era un chico alegre y divertido, muy popular entre sus compañeros, que siempre estaba dispuesto a ayudar a quien lo necesitase, que aprobaba sin dificultad, pero sin matarse a estudiar, y al que le encantaban los deportes.
Finalmente, había estudiado Derecho, y había empezado a trabajar en un gran despacho profesional. A sus 35 años ya le habían hecho socio, una categoría que la mayoría no alcanzaban en toda su vida profesional, y que aquellos que lo lograban lo hacían con una media de edad muy superior a la suya.
A partir de su nombramiento empezaron sus problemas, las envidias y los bulos se hicieron patentes, y lo que hasta entonces había sido un ambiente laboral agradable se convirtió en una pesadilla para él.
Antonio, curiosamente, aunque era abogado, había leído muchos libros de psicología; era esta una disciplina que le encantaba, por lo que, cuando se dio cuenta de que la campaña de que estaba siendo objeto le estaba afectando seriamente en el aspecto emocional, rápidamente pidió ayuda. Consciente de su debilidad, quería hacer un coaching. En su empresa le ofrecieron la opción de realizarlo con un coach que había trabajado para la firma, pero nuestro protagonista lo rechazó, argumentando que él necesitaba un coach que fuese psicólogo para trabajar su área emocional; dicho y hecho, a los pocos días de su decisión vino a la primera sesión.
Antonio tenía las ideas muy claras, pero no acertaba a comprender la reacción que había producido su ascenso en algunos compañeros y, muy especialmente, en varios socios.
Él nunca había sido el típico trepa; muy al contrario, siempre había tenido una actitud muy generosa y desinteresada en el trabajo con sus compañeros y con todas las personas que, en algún momento, le habían pedido ayuda.
No se consideraba un peligro para nadie; le gustaba lo que hacía y no sentía tentación alguna de escalar a los puestos de máximo “poder” de la empresa. La política de las alturas le aburría mucho; no obstante, aunque él tuviese muy claras sus prioridades, en su empresa parecía que algunas personas se habían puesto muy nerviosas y, sin dudarlo, decidieron comenzar una campaña de descrédito contra él.
Para Antonio siempre había sido prioritario conciliar su vida profesional y personal; de hecho, en cada ascenso que tenía, siempre manifestaba que para él era importante tener un horario razonable, que le permitiera salir del trabajo a una hora que fuese compatible con el resto de las actividades de su día a día. Hasta ahora, siempre se lo habían respetado, pues todos sabían en su empresa que era un mago de la gestión del tiempo, su productividad era altísima; él podía conseguir terminar un trabajo en nueve horas, cuando otros necesitaban más del doble del tiempo para concluirlo. De hecho, siempre cumplía sin problemas con sus plazos y con los objetivos que le marcaban sus jefes o los clientes.
Como en la ejecución del trabajo no había por donde pillarle, dos de los socios, que decían representar a un sector mayoritario, acudieron al presidente con la queja de que Antonio era un mal ejemplo para la organización. Argumentaron que siempre había sido un “niño mimado”, que se marchaba del trabajo hacia las 19.00 horas, cuando la mayoría se quedaban un par de horas más, y que esa situación no podía continuar ahora que era socio. Le dijeron además que su ejemplo había cundido en su equipo y que todos se sentían “especiales” y no seguían el horario del resto de la empresa.
El presidente apreciaba a Antonio, pero no quería tener líos con una parte de los socios, así que llamó a capítulo a nuestro protagonista, con la idea de convencerle de que se quedara más tiempo en la oficina. Como veía que Antonio se resistía y carecía de argumentos de peso, llegó incluso a decirle que solo le pedía su presencia física, que durante ese tiempo podía leer el periódico, jugar en internet, escribir una novela o hacer lo que quisiera, pero que al menos se quedase hasta las 20.00 horas.
Este fue uno de los primeros obstáculos que nuestro protagonista tuvo que salvar. No comprendía que el presidente le pidiera algo que ambos habían dejado muy claro dos meses atrás, cuando le comunicó su ascenso a socio; le parecía humillante y decimonónico que quisieran obligarle a él, y a su equipo, que eran los que mejores números presentaban de toda la empresa, a que se quedaran en la oficina, presencialmente, de brazos cruzados, para que otros, esos envidiosos a los que no les importaba llegar a sus casas tarde –más bien lo buscaban–, se quedasen contentos.
Analizamos en profundidad la situación, las razones que les habían llevado a sus compañeros a quejarse al presidente para que le cortase las alas y le quitase sus supuestos privilegios en aquello que sabían que más daño le podía causar. Para Antonio, salir a una hora que le permitiera tener una vida después del trabajo no era un capricho, era una necesidad y un convencimiento moral; algo a lo que no estaba dispuesto a renunciar. Ahora tenía un niño de dos años al que estaba deseando ver cada tarde, pero aunque no hubiera sido así, siempre había pensado que:
Vivir solo para trabajar es una forma de tirar por la ventana algo tan valioso como es la vida.
Por otra parte, el presidente le había dicho que a cambio de quedarse una hora más tarde lo compensara cogiéndose más tiempo al mediodía, costumbre que era una práctica habitual en muchos de sus compañeros, y que aprovechase si quería para irse al gimnasio, y que estuviera tranquilo, que, cuando las aguas volvieran a su cauce, dentro de unos meses todo volvería a la situación anterior.
Antonio sabía que en el momento que cediese, sus compañeros seguirían insistiendo para que alargase su jornada al menos hasta las 21.00 horas. En realidad, el presidente, que era bastante tradicional en su forma de pensar, se había sentido un poco molesto con Antonio, porque los otros socios le habían dicho que nuestro protagonista tenía auténtica obsesión por el ejercicio físico y por encontrarse con una chica con la que, según ellos, podría tener una aventura. Argumentaron que por eso quería salir pronto, porque todos los días iba al gimnasio a encontrarse con su “amiga”, cosa absolutamente falsa, pero el presidente se creyó la mentira y pensó que había encontrado una buena solución, con la propuesta que le había hecho a Antonio; de ahí su malestar cuando nuestro protagonista le dijo que esa opción no se la planteaba, que le rompía el ritmo de trabajo y que no tenía el mínimo interés en ir al gimnasio a esas horas. El presidente lo tomó como un empecinamiento por parte de Antonio, y como una prueba que confirmaba lo que le habían dicho los dos socios.
En este punto, aunque nos faltaba una parte de la información, todo indicaba que dichos compañeros socios serían capaces de hacer cualquier cosa con tal de conseguir sus propósitos; por ello, decidimos actuar con inteligencia emocional y elaborar una estrategia muy sutil.
En primer lugar, necesitábamos que el presidente no creyera que a Antonio se le había subido el triunfo a la cabeza y que se había vuelto una persona totalmente inflexible y frívola, por lo que le dijo a su jefe que no se preocupase, que intentaría reconsiderar su ofrecimiento, que de hecho él presidente sabía que él siempre había sido muy responsable con sus tareas y su rendimiento en la empresa, pero que antes de decidir nada, durante las siguiente semanas, “mediría su productividad y la de su equipo” con el horario que estaban cumpliendo hasta la fecha. De igual forma, comprobaría qué horario se adaptaba mejor a las necesidades de sus clientes.
De esta forma, Antonio consiguió un tiempo extra para actuar, a la par que su presidente se quedó más tranquilo, viendo que contemplaría seriamente la opción que le había propuesto.
En el transcurso de esas semanas, Antonio empezó a poner plazos a todos los trabajos que hacían, y en los que intervenían algunos de los otros socios de la empresa, marcó los hitos y las fechas de finalización de cada una de las fases, y se lo comunicó al presidente y a los clientes para los que desarrollaban esos trabajos conjuntos.
Cómo es fácil de suponer, muchas de las reuniones con los clientes, para desesperación de los otros socios, las ponía a última hora de la mañana o a primera hora de la tarde, pero sus compañeros no se podían quejar, pues en teoría el cliente estaba muy satisfecho; además, por los contenidos del trabajo que realizaban cada uno de los socios, Antonio era el que más contacto directo tenía con los clientes y, en consecuencia, el que más influencia ejercía sobre ellos.
Lo que ocurrió estaba cantado, el área de Antonio siempre logró terminar su trabajo en las fechas marcadas, pero, con bastante frecuencia, los trabajos de los otros socios se retrasaban y no cumplían los plazos establecidos, y como nuestro protagonista había diseñado una campaña de comunicación directa con el presidente, donde le informaba cada semana del desarrollo de todos sus proyectos; el máximo ejecutivo pronto se dio cuenta de que los otros socios, que proporcionalmente contaban con más gente que Antonio en sus equipos, tenían menos productividad y alcanzaban menos eficacia y eficiencia en los trabajos.
Simultáneamente, y “por causalidad”, con los resultados de la productividad que Antonio había medido, preparó un artículo para una revista profesional, donde demostraba como, en general, rendimos más por la mañana que por la tarde, y como una buena planificación y optimización del tiempo puede hacer que los empleados mejoren sus números y puedan reducir en más de un 20% esas jornadas tan maratonianas, tan caras y tan improductivas que tienen muchas organizaciones, que aún viven de espaldas a los modelos de una buena gestión empresarial.
Igualmente, en el artículo señalaba que se había demostrado que una de las mejores herramientas para retener a la gente con talento no se sustentaba tanto en la retribución económica como en el salario emocional, donde, además de reforzar y reconocer el trabajo bien hecho, lo profesionales valoraban al máximo la coherencia del equipo directivo y la posibilidad de conciliar su vida profesional y familiar.
Ese artículo, que trabajamos en profundidad con Antonio, tuvo mucha difusión y su presidente recibió varias llamadas, especialmente de clientes y de otras empresas del sector, felicitándole por haber implantado en su organización una gestión tan eficaz y por tener en su plantilla un profesional tan brillante como Antonio.
En paralelo, curiosamente, el presidente también recibió numerosas solicitudes de diversos profesionales de la organización, en las que le pedían, de forma muy insistente, que tuviese en cuenta la posibilidad de su traslado al equipo de Antonio.
Como para esas fechas ya nos había llegado el rumor de que los dos socios habían ido con el cuento de que Antonio tenía una amante, aunque teníamos el tema muy encauzado, a nuestro protagonista le molestó especialmente esta mentira tan insidiosa y tan repugnante, y decidió que quería dejar muy claro cuál era su situación personal y de pareja, por lo que consideramos que era el momento de dar otro golpe de efecto; de tal forma que Antonio invitó al presidente a su casa, a una cena familiar.
Su jefe se quedó muy sorprendido ante la invitación, pues todo el mundo sabía que nuestro amigo era muy celoso de su vida privada, pero aceptó encantado, pues la sospecha de que Antonio pudiera tener una amante era lo único que le dejaba aún cierto malestar.
La velada fue todo un éxito. Como se trataba de un encuentro familiar, el presidente acudió con su mujer, y ambos se quedaron encantados del clima de armonía que había en la joven pareja, del cariño con el que se trataban y del amor tan intenso que tenían por su hijo.
La mujer de Antonio se deshizo en elogios hacia nuestro protagonista y contó en detalle como en cuanto llegaba a casa, hacia las 19.25 horas, rápidamente era él quien jugaba con el niño, quien le bañaba, le daba de cenar, le acostaba…, y después, como le gustaba cocinar, hacía la cena de los dos. El presidente en algún momento preguntó, como por casualidad, si Antonio ya no iba al gimnasio, y nuestro amigo le contestó que a él el gimnasio nunca le había gustado demasiado, y que desde hacía cuatro años, que era el tiempo que la pareja llevaban juntos, y hasta que había nacido el pequeño, los dos habían sustituido el gimnasio por largos paseos por la noche y por rutas de senderismo los fines de semana.
Las consecuencias no se hicieron esperar, el presidente convocó un consejo con todos los socios, y les comunicó que a partir de ese momento todas las áreas de la empresa intentarían seguir el modelo de gestión de Antonio, cuyo equipo, a petición suya –curioso que dijera que había sido a petición suya–, había efectuado un estudio muy riguroso de la productividad que alcanzaban con ese modelo de gestión, y que él, que lo había seguido pormenorizadamente, había comprobado que los resultados no dejaban lugar a dudas.
La cara del resto de los socios, especialmente de los “instigadores” de que Antonio alargase su horario, era tan expresiva como patética. Alguno intentó argumentar que estos estudios no eran aplicables en España, que la mentalidad y las costumbres de los españoles eran muy diferentes de las de otros países occidentales, y que lo que allí funcionaba, aquí fracasaba. El presidente cortó de raíz el argumento al exclamar “¡¿Pero es que aún no os habéis enterado de que este análisis se ha hecho aquí, en esta empresa, con nuestros trabajadores y nuestros clientes…!?”.
A los dos días Antonio recibía la felicitación efusiva de su presidente. Le había invitado a comer a uno de los mejores y más caros restaurantes, y en el transcurso de la comida le dijo: “Menos mal que entendiste bien mi mensaje, y te diste cuenta de que había que demostrar a estos cretinos que estaban equivocados”, a lo que nuestro protagonista respondió, “Menos mal que me diste la posibilidad de demostrarlo, presidente, porque mi decisión estaba muy clara”.
En ese punto el presidente se mostró intranquilo, y con una sonrisa forzada le preguntó: “¿Y cuál era esa decisión?”. “La lógica –respondió Antonio, que se estaba divirtiendo al observar el nerviosismo de su jefe–.” “¿La lógica?”, repitió su jefe, en un intento de que dijera de una vez por todas lo que había pensado; “La lógica –sonrió Antonio–: como bien puedes imaginarte, presidente, antes de ceder a una petición irracional, fastidiar el trabajo de todo mi equipo, y arruinar mi vida personal y familiar, me habría marchado de la empresa”. “Bien –reaccionó el presidente, y haciendo gala de excelentes reflejos, matizó–; pero antes de que eso hubiera sucedido, querido amigo, yo habría forzado la marcha de los socios envidiosos que vinieron a quejarse a mi despacho, así que brindemos por el buen equipo que formamos nosotros dos”.
Antonio no paraba de reírse cuando me contaba la comida con el presidente. “La verdad –le señalé– es que tu jefe es listo y sabe que, en estos momentos, tú eres uno de los principales activos de la empresa”. “Es cierto –apuntilló nuestro protagonista–, pero tú y yo sabemos que si no hubiéramos ideado esta estrategia, a estas alturas, o me había marchado de verdad o estaría quedándome hasta las tantas de la noche. Tengo que agradecerte que no me hayas dejado mandarles a la mierda a mi jefe y a mis compañeros, que era lo que me pedía el cuerpo”. “Pero en ese caso –contesté, riéndome–, ellos habrían conseguido su objetivo, habrían ganado los “malos”, y eso sí que no lo podíamos tolerar”.
A nuestro protagonista le costó asumir que:
Hay gente que no te perdona que triunfes, que tengas tu propia forma de ser, que defiendas un estilo diferente de trabajar, que no “tragues” como los demás, y que no te comportes como un cordero dentro del rebaño.
A los pocos meses de terminar satisfactoriamente este “pulso”, Antonio me llamó para decirme que había decidido hacer psicología, que le parecía apasionante, que le fascinaba observar cómo estudiando los comportamientos que presentaban las personas se podían mover las fichas del tablero e ir siempre por delante de los demás.
“La psicología es apasionante, Antonio, pero –añadí, riéndome– ten cuidado, no vayamos a romper ahora tu conciliación personal y familiar. En cualquier caso –le dije, ya en tono más serio–, tú, que haces siempre una buena gestión del tiempo, piensa si te compensa estudiar la carrera entera o, si quizás te interesa más seleccionar las materias y los temas más interesantes y hacer un buen máster o un programa amplio de inteligencia emocional”.
“Así lo haré –contestó–, pero hay algo que aún me cuesta admitir: ¿cómo es posible que a esa gente le fastidie que las cosas te vayan bien; cómo pueden ser felices así, siempre pendientes de que los demás no triunfen?”.
Ante esa pregunta respondí:
Las personas envidiosas no son felices, nunca estén satisfechas, y a pesar de lo mucho que tengan, siempre anhelan lo que les falta, lo que no pueden comprar, lo que jamás serán capaces de sentir; pero, no nos equivoquemos: son peligrosas, por eso conviene tenerlas lejos, no darles ninguna confianza y mostrarnos indiferentes ante sus provocaciones y sus miserias.