Delia era una persona de 42 años, que trabajaba como administrativa en un organismo oficial. Siempre había sido muy buena profesional. Destacaba por su rapidez y su eficacia. Llevaba veinte años desempeñando funciones similares y su trabajo no tenía secretos ni dificultades para ella. Era buena compañera, se relacionaba con todo el mundo y tenía un carácter fácil y agradable. No le importaba asumir mucha carga de trabajo, pero desde hacía diez meses sentía un estrés permanente, que le provocaba frecuentes jaquecas, dolores de espalda, insomnio…, y un malestar infinito.
Según los parámetros convencionales, Delia sería la antítesis de una persona con estrés: no ocupaba ningún cargo directivo, sus funciones eran las propias de una administrativa y además era funcionaria; aspecto este último que muchas personas identifican de forma errónea con trabajo relajado, cómodo, seguro y estable para toda la vida.
Delia había acumulado tales niveles de estrés que urgía una actuación inmediata. Su estado de salud era muy débil, y sus defensas estaban por los suelos. Seguía en activo, a pesar de que su médico le había dicho que le convendría acogerse a una baja, pero tenía muchísimo trabajo y estaba convencida de que su problema no se solucionaría con unos días de descanso, ya que a su regreso se en- contraría un panorama aún peor. De hecho, hacía poco que había vuelto de vacaciones, y su incorporación había sido muy dura. Su estado de ánimo estaba tan bajo que por primera vez en su vida tuvo miedo de caer en una depresión, y vino a vernos.
Delia era una persona luchadora, que no se creía lo que le estaba pasando: “Yo, que siempre había disfrutado con mi trabajo, ahora me cuesta reconocerme a mí misma. Tengo que hacer un esfuerzo enorme para levantarme todos los días. Por las mañanas me duele todo el cuerpo, la cabeza me estalla, me parece que me voy a marear de un momento a otro, cualquier cosa me afecta y estoy en un estado de tensión permanente. No puedo seguir así, a veces pienso que me estoy volviendo loca y que ya no me recuperaré nunca”.
Era lógico pensar que, puesto que Delia no había vivido con anterioridad una situación parecida, algo significativo tenía que haber pasado en los últimos tiempos, en su entorno laboral o personal. Haciendo un análisis retrospectivo, comprobamos que diez meses atrás había acontecido un cambio importante en su trabajo. En el área en que trabajaba había seis personas desempeñando labores administrativas. Tenían mucha carga de trabajo, y andaban ya muy justos de personal, pero la situación se agravó cuando una de ellas se marchó a otro puesto. A las pocas semanas otra persona había participado en un concurso de traslados y le habían dado plaza en otro destino. Si ya con cuatro personas la situación les desbordaba, aún fue peor cuando una de ellas cayó enferma. En los últimos cinco meses solo estaban trabajando en su unidad tres personas, y el trabajo, lejos de disminuir, había aumentado considerablemente; entre otras razones porque les habían pasado competencias de otra dirección.
En un principio, Delia pensó que la situación sería coyuntural, pero cuando comprendió que, además de no cubrir las bajas, les habían pasado más trabajo de otra dirección, literalmente se “vino abajo”. No podía entender cómo habían llegado a esa situación tan extrema sin que nadie pusiera remedio:
“¿Cómo es posible que mi jefa diga que tenemos que esforzarnos y sacar el trabajo adelante, si sabe que estamos con la soga al cuello; al menos por mi parte ya no puedo más. Para colmo, tengo miedo de estar cayendo en algún proceso degenerativo, pues cada vez me cuesta más con- centrarme en el trabajo, se me olvidan cosas importantes, cometo fallos absurdos…, y cuanto más me esfuerzo, más agotada me siento y menos rindo”.
Para los psicólogos, estos síntomas son muy importantes, pues nos demuestran que la persona está al límite. Como suele ser habitual en estas situaciones, las consecuencias habían alcanzado al entorno más íntimo de Delia. Su marido no paraba de decirle que no trabajase de la forma que lo hacía, pues de esa manera seguirían sin cubrir las vacantes. Él nunca había trabajado en la administración, y por más que Delia le explicaba que las cosas allí no funcionaban como en la empresa privada, cada vez sus desencuentros eran mayores.
Sus hijos adolescentes al principio se mostraron impactados, al ver a su madre tan agotada y tan triste, pero últimamente parecía como si hubiese estallado la guerra. No paraban de cuestionar todo y de intentar saltarse las normas más elementales.
Cuando su madre les recriminaba, contestaban diciendo que ellos no tenían la culpa de que la “chuleasen” en el trabajo, que era una “pringada”… y que mejor le iría utilizando su mal genio para “cantarle las cuarenta” a su jefa.
Así las cosas, vimos a Delia tan al límite que, además de pedirle que realizara los “registros” de las situaciones en que se sentía mal, empezamos a trabajar con ella desde el primer día la “relajación” y la “parada de pensamiento”. Necesitaba urgentemente que le proporcionásemos medios para que cortase ese desgaste tan enorme.
Uno de nuestros primeros objetivos fue conseguir que descansara bien. No lo hacíamos solo para que se recuperase físicamente; también buscábamos que bajasen sus niveles de ansiedad. Una vez efectuado el análisis funcional (evaluación completa de su caso), nuestra línea de actuación era clara. No podíamos abordar simultáneamente todas las áreas que se habían resentido en Delia. Nuestra amiga estaba al límite de sus fuerzas, por lo que tuvimos que establecer una serie de prioridades.
Al principio, trabajaríamos en un programa “de choque”, para conseguir restablecer cuanto antes su equilibrio emocional:
• De forma preferente, nos propusimos modificar algunos de los hábitos de Delia que le estaban impidiendo llevar una vida sin estrés.
• Además, potenciaríamos una serie de ejercicios, de técnicas de relajación y de parada de pensamiento, para conseguir que desconectase durante el día, que descansara por las noches, y se despertase con niveles de ansiedad normalizados. De esta forma, no seguiría “alimentando” cada día su estrés.
• Aplicaríamos los principios de la “gestión del tiempo” a su trabajo, para racionalizarlo al máximo y mejorar el rendimiento.
• En las siguientes semanas haría registros adicionales sobre las cargas de trabajo que tenían en su área, y se los presentaría a su jefa, para que esta tomase las medidas pertinentes.
• Trasladaríamos a su jefa la situación y la responsabilidad; de tal forma que fuese esta quien marcase las prioridades.
• Como sabíamos que a Delia le costaría mucho plantear a su jefa la situación, en los términos que habíamos señalado, la entrenamos de forma intensiva para ello.
• Trabajamos a fondo su capacidad de decirle las cosas claramente, en el momento adecuado y de la forma más oportuna, para conseguir sus fines (asertividad).
• Igualmente, aplicaríamos su asertividad a la relación con todos sus compañeros y con otros jefes. Uno de los objetivos fundamentales era que aprendiera a decir NO, sin tener que justificarse y sin sentirse mal por ello.
• En casa, encontraríamos un hueco para conseguir generar esas relaciones llenas de buen humor, que tanto añoraban sus hijos y su marido, y seleccionaríamos tres pautas funda- mentales que debían seguir los dos adolescentes.
• No nos agotaríamos intentando que todo funcionase perfectamente. En etapas de crisis hay que marcar los mínimos, para no desperdiciar energías.
Antes de poner en marcha [estas medidas], hablamos varias veces con el marido de Delia. Él debía desempeñar un papel vital en todo este proceso.
Tal y como esperábamos, le encontramos muy desanimado, confundido y hasta un poco agresivo con Delia.
Su marido, lejos de ayudar, agravaba aún más el estrés de Delia, con una actitud distante, exigente e inflexible. No obstante, en cuanto comprendió cuál debería ser su papel, inmediatamente cambió su forma de actuar, y pronto Delia tuvo en él un cómplice, en lugar de un crítico.
Cuando habían transcurrido siete semanas, los avances ya eran muy evidentes. A partir de ahí nos quedaba completar el trabajo realizado y llevar a cabo una labor preventiva, para que Delia nunca llegase a los niveles de estrés y tensión que tanto habían cambiado su vida.
En esos momentos ya pudimos transferir al puesto de trabajo, y a su vida cotidiana, casi todo lo aprendido.
En una segunda fase, tuvimos que seguir reforzando su autocontrol emocional, pues aún había situaciones en las que Delia se “disparaba”, y empezaba de nuevo a acumular estrés. También trabajamos muy exhaustivamente sus respuestas ante las conductas manipuladoras de algunas personas de su entorno laboral, que estaban tan mal acostumbradas, y que no aceptaban la nueva situación.
Fueron pocos los que reaccionaron mal, pero a este grupo pequeño les extrañaba tanto que Delia les dijese que no podía realizar el trabajo que pedían con urgencia, que intentaban que se sintiese culpable, para que terminase cediendo.
Llegó un momento en que Delia distinguió muy bien entre quiénes eran buenos compa- ñeros, y quiénes intentaban aprovecharse de los demás. En esa fase ya estaba suficientemente fuerte para que esto no le afectase demasiado, pero, como ella dijo: “Es bueno saber quien te aprecia y quien intenta utilizarte”.
Aunque aún tardaron varios meses en tomar medidas, al final su jefa terminó haciendo una nueva reestructuración, con el fin de ajustar mejor las cargas de trabajo de la unidad.
Es posible que Delia vuelva a vivir situaciones profesionales difíciles, pero es improbable que le generen los niveles de estrés que la llevaron a un estado lamentable.
Los procesos de entrenamiento como el realizado con Delia son necesarios para que los niveles de estrés nunca superen ese límite que hay entre el estrés positivo y el estrés negativo.