El caso de Carlos y Carmen

Problemas de pareja. Maltrato

Carlos tenía 54 años, y Carmen, 40. Llevaban doce años juntos, y había llegado un momento en que la situación entre ambos era muy difícil, especialmente por el tono despectivo que empleaba Carlos con ella. La relación naufragaba hacía tiempo y Carmen ya se habría separado, sino hubiera sido porque se sentía agotada, sin fuerzas y, sobre todo, porque te- nían un hijo de seis años, Jorge, y ella creía que el niño merecía crecer en el seno de una familia “normal”, con un padre y una madre.

Carmen estaba totalmente hundida y, como suele pasar en estos casos, por fin había reaccionado cuando su hijo un día le dijo que “ella no era tonta, ni estaba loca, que él sí la quería mucho, y que papá siempre estaba de mal humor, que chillaba todo el rato y no era bueno”.

Lo primero que nos llamó la atención era el envejecimiento prematuro de Carmen; ella lo achacaba, por una parte, al embarazo, que había sido muy complicado –debió guardar reposo durante dos meses–, y a que después del parto se había que- dado agotada y, según ella, aún no había conseguido recuperarse físicamente.

Para nosotros, el motivo era diferente: Pocas cosas envejecen tanto como el sentirse infeliz e injustamente tratado.

En realidad, en un principio no venían a consulta por un problema de pareja, sino para ver cómo podían ayudar a Jorge, pues Carmen se había quedado muy impresionada al oír a decir su hijo que “papá no era bueno y estaba siempre de mal humor”, y Carlos, por su parte, también se sentía preocupado por la imagen que el niño describía de él.

Rápidamente, vimos que el carácter de Carlos era fuerte e impositivo; en realidad, trataba a Carmen como si esta fuera una niña pequeña a la que hay que corregir constantemente, y con el niño actuaba justamente al contrario: le trataba como a un colega, al que le transmitía la idea de que su mamá hacía bobadas, y le señalaba “lo tontas que son las mujeres”.

La verdad es que Carlos estaba muy despistado, tanto con su hijo como con Carmen. Resultaba evidente que se hacía un lío con el niño. Jorge estaba empezando a rehuirle, y a mostrarse cada vez más díscolo con él. Con Carmen, sin darse cuenta, de cada cuatro palabras que le decía, dos eran para regañarla o tenían un tono despectivo.

Cuando le hicimos notar este hecho, no salía de su asombro y comentaba, con una risa algo nerviosa, que ¡no sería para tanto!, que era su forma de expresarse y que solo trataba de mostrarle lo que tenía que hacer.

En cuanto encauzamos el tema del niño, Carmen se sintió más liberada y, a pesar de las miradas recriminatorias de Carlos, empezó a relatar y contar la amargura que llevaba viviendo durante los últimos años. Dado que ya habíamos visto que el caso era delicado, y que Carmen estaba muy hundida anímicamente, decidimos empezar a trabajar con ella, para ayudarle a recuperar su autoestima, pues la tenía por los suelos.

Un análisis exhaustivo de la situación nos ofreció un panorama muy claro. Carlos estaba muy acostumbrado a mandar; en su trabajo debía “pelear”, como él decía, con muchas personas con un nivel cultural bajo, “que a la mínima te la juegan, y tienes que ser más listo que ellos y enseñarles que tienes un par de c…”; en casa, sin darse cuenta, seguía la misma trayectoria.

Carmen, a petición nuestra, hizo un registro minucioso de las palabras o frases que Carlos podía pronunciar en una semana, y que a ella le resultaban ofensivas y humillantes. Poco a poco, fuimos trabajando con la confrontación y racionalización de esas palabras: hasta qué punto le afectaban, qué sentía cuando las escuchaba, cómo volvían a su mente en diversos momentos del día… Después, trabajamos su propia seguridad, como paso previo que le ayudase a recuperar su dignidad y, con ella, el respeto hacia sí misma. Llegó un momento en que Carmen res- cató algo tan importante como la sonrisa, las ganas de reírse, y, casi sin darse cuenta, empezó a ganar terreno y a manifestarse cada vez de forma más asertiva con Carlos, con más seguridad en sí misma.

Carmen volvió a plantearse, pero esta vez con firmeza y decisión, que si él no cambiaba, no le compensaba seguir juntos, pues, además, consideraba que Carlos, con sus continuas broncas y malos modos, se había convertido en un mal ejemplo para el niño.

Cuando vimos a Carlos, al cabo de dos meses y medio de haber estado trabajando con Carmen, venía realmente asustado. Era consciente de que el asunto era delicado; veía a su mujer con una decisión y una seguridad que nunca antes había mostrado y sabía que las cosas ya no podían seguir igual.

“¿Qué pasa, qué hago mal para que Carmen quiera dejarme? Yo tengo claro que quiero seguir con ella y con Jorge, y me dolería quedarme solo a estas alturas de mi vida”. “Si esos son tus pensamientos, empezamos bien –le contesté–, pero tenemos mucho trabajo pendiente, así que, si realmente tienes claro que hay cosas que haces mal: ¡manos a la obra!”.

Le enseñé a Carlos el listado de palabras o frases hirientes que había pronunciado a lo largo de una de las últimas semanas, según las había registrado Carmen. Cuando lo vio, no daba crédito a sus ojos, y aunque en principio intentó disculparse y decir que muchas frases no tenían mayor importancia, pronto reconoció que se excedía mucho. Carlos se sentía muy impotente e inseguro ante lo que debía acometer. Con mucho miedo, me confesó que él siempre había tenido algunos problemas para controlar su mal genio, que decía las cosas sin darse cuenta, y que no creía que pudiera cambiar demasiado a estas alturas de su vida. Con una mirada cómplice, me dijo: “¿No sería más fácil entrenar a Carmen para que no se tomase a mal esas cosas que digo sin darme cuenta, en lugar de pretender que ahora me muerda la lengua, y esté en tensión en cuanto llegue a casa, pensando cada palabra que diga?”.

Mi respuesta fue tajante: “¿Me estás pidiendo que yo, como psicóloga, le pida a una persona que se deje pisar y vejar, que se resigne y se hunda en la miseria, que contemple como su hijo termina mirándola con rabia y con enojo, porque se deja machacar por un padre que a él le asusta, y que a ella la trata con desprecio…?”.

No tuve que añadir más, solo le dije: “Tú decides, Carlos; lo intentamos o lo dejamos”. Afortunadamente, Carlos era un luchador, y si algo tenía claro, era que no quería perder a su pareja, ni a su hijo, así que empezó a reaccionar y se volcó, como él se volcaba en las cosas que le interesaban, con fuerza, con vehemencia y con decisión. Pronto pudimos hacer un registro de ideas alternativas, que a él le ayudaba a ver sus progresos, y a confiar en sus posibilidades. Carlos anotaría, durante la próxima semana, las veces que tuviese un pensamiento negativo, un pensamiento que antes, sin darse prácticamente cuenta, le llevaba a pronunciar esas frases tan despectivas e hirientes para Carmen. A continuación, se esforzaría por encontrar un pensamiento alternativo y, finalmente, apuntaría su nuevo estado de ánimo. Pronto se dio cuenta de que cuando cambiase ese pensamiento, inmediatamente mejoraría su estado de ánimo, actuaría de otra manera, y Carmen empezaría a recuperar la confianza en él.

Esto nos costó casi cuatro meses de prácticas permanentes. Carlos hizo además varios de los cursos que impartimos los fines de semana sobre autocontrol, comunicación y habilidades para relacionarnos bien, sobre cómo conseguir objetivos…

Carmen, al principio, estaba bastante reticente y, como ella misma decía, no quería hacerse demasiadas ilusiones, pero poco a poco comprobó que Carlos se controlaba mejor, y que ella también estaba más relajada y se sentía más segura.

Carlos llevaba más de diez años escuchando las quejas de Carmen, viendo que esa persona joven, llena de vida y de ilusiones, se estaba convirtiendo en una mujer envejecida prematuramente por el dolor, por el desconsuelo y la desesperanza; pero no fue capaz de reaccionar hasta que vio que se podía quedar solo y, lo que es peor, que se estaba ganando a pulso esa soledad.

Debemos evitar absolutamente esas frases tan terribles. Del “¡No hay quien la/le entienda!”, se pasa fácilmente al “¡Eres un desastre!”, y… se termina por creer que, efectivamente, la otra persona no sirve para nada, ni piensa, ni siente, ni padece, y solo sabe dar problemas. La persona que recibe esas frases, a fuerza de oírlas y sufrirlas, termina sintiéndose muy insegura, con la moral por los suelos, y puede reaccionar de dos maneras: plantándose y diciendo que así no continúa, o hundiéndose y llegando a creerse que, realmente, no vale nada y es un ser despreciable.

Una de las principales cosas que Carlos aprendió es que los hombres pueden estar mucho tiempo sin hablar, y se sienten bien, pero cuando una mujer no habla, ¡cuidado!, porque seguramente se siente mal, tan mal como para no intentar arreglar las cosas hablando; tan mal como para haber perdido la esperanza en la otra persona; tan mal como para tomar una decisión drástica y ser capaz de llevarla a efecto.

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