El caso de Andrés

Perdonarse. Aprender de los errores

Andrés cometió un típico error hace unos años, en el transcurso de un viaje de trabajo, que le costó la relación con su mujer y la tranquilidad consigo mismo.
Al cabo de mucho tiempo, Andrés seguía reprochándose cada día lo que había hecho. Estaba “tirando” su vida, pensando inútilmente en algo que ya no podía cambiar pues, repetimos, no podemos modificar o reinventar el pasado. Andrés constantemente se decía a sí mismo: “No tengo perdón, he manchado mi vida y la de mi familia, nunca podré superarlo, ¡cómo pude ser tan débil!, no volveré a ser feliz…”. Repitiéndose estos pensamientos solo había conseguido, como él decía, sentirse como “un gusano que no merecía vivir”.

Pocas veces, en el transcurso de una terapia, resultó tan difícil que una per- sona empezara a “perdonarse”, a concederse que aún merecía vivir, a darse cuenta que estaba siendo tremendamente injusto consigo mismo y que, además, con su actitud, poco ayudaba a los que, según él, había hecho sufrir.
Muchos condicionantes actuaban en contra de Andrés, entre ellos la educación que había recibido, el sentimiento de culpa que constantemente se provocaba, la actitud de censura de su familia, su excesiva vulnerabilidad…; en definitiva, su propia condena, su muerte en vida.

Tuvimos que trabajar hasta la extenuación con la “parada de pensamiento”, pues el Sistema Nervioso Autónomo, el que menos podemos controlar, se le disparaba de tal forma que le impedía razonar mínimamente. Cada vez que se repetía que su vida ya no tenía sentido, cortábamos de raíz esas frases interiores; poco a poco, fue capaz de adquirir cierto control sobre sus pen- samientos.

En ese momento realizamos una y mil confrontaciones. En ellas, Andrés ana- lizaba objetivamente la realidad, hasta que empezó a darse cuenta de que machacándose sin piedad no iba a conseguir cambiar o “redimir” su vida, sino todo lo contrario. Empezó a comprender que él no había querido hundir a su familia, que efectivamente había cometido un error importante, pero que las personas cometen errores y lo peor no es cometerlos, sino no salir de ellos. Él, sin pretenderlo, superponía cada día nuevos errores al error original. Cada vez que se decía que no era digno de seguir viviendo se equivocaba y se hundía más en ese pozo en el que se había metido hacía años.

Cuando por fin aceptó su dimensión humana, y, como tal, la posibilidad de haber cometido y poder cometer nuevos errores, empezó a elevarse; sus pensamientos comenzaron a ser racionales y al cabo de unos meses por fin había aprendido lo “útil” de todo lo que había vivido. Se dio cuenta de que tenía derecho a vivir, de que ese castigo que se infligía era tan cruel como estéril, que con morirse de dolor cada día no conseguiría borrar lo que en su día ocurrió; se dio cuenta de que sonriendo, mirando con esperanza y diciéndose a sí mismo que aún podía hacer cosas maravillosas, sería mucho más justo consigo mismo y avanzaría en su dimensión humana.

Andrés había experimentado en sus propias carnes los errores típicos de una educación que nos ha enseñado a “sufrir inútilmente”.

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