Juana vino a verme porque su hermana le había hablado bien de nosotros y, puesto que tenía mucho respeto por ella y daba mucho crédito a sus opi- niones, le debió de parecer tan de fiar el consejo que se atrevió a dar el paso.
Empiezo por esta anecdótica razón antes que por las dificultades que la llevaron a tomar la decisión, debido a lo complicado que esto era para alguien como ella, que se tenía por una persona estricta, intransigente e inflexible en todos los casos.
Juana tenía dos hijos, Benito, de ocho años, y Amalia, de cinco. Ella y el padre de los niños se habían separado hacía tres años, y él, por cuestiones de trabajo, había tenido que cambiar de ciudad de residencia; por esta razón, Juana, que tenía la custodia de sus hijos, se encargaba de prácticamente todo lo relacionado con los pequeños. Esto la obligaba a mantener unos niveles de disponibilidad muy altos, hasta el punto de que si ya ello es frecuente en casi todos los casos de separaciones, en el que nos ocupa lo era aún más.
Las dificultades que presentaba tenían que ver con Benito, que, a pesar de ser un niño muy despierto y avispado, a ella la desconcertaba y últimamente la desesperaba, sobre todo, con las tareas escolares, pero también a raíz de su conducta en clase, principalmente ante los profesores.
El niño había suscitado muchas llamadas de atención por parte de los adultos, según nos contaban, y, a través de los registros de conducta que nos fue trayendo Juana, pudimos apreciarlo en su total dimensión, pero no correspondía ni con mucho a lo que tanto a ella como a mí, vía teléfono, nos contaban su tutora y las personas que atendían el comedor de su colegio.
Aquí las conductas eran mucho más llamativas, y, según sus propias palabras, no era normal que un niño que habitualmente era afectivo y amable se portase tan despóticamente y como si no quisiera colaborar en ninguna medida.
Pusimos en marcha un programa de conducta para que desde el colegio su- pieran abordar las intensas respuestas que presentaba Benito, lo cual fue posible gracias al interés y a la disponibilidad que tuvieron las dos personas antes mencionadas. Con su experiencia y conociendo ya las razones por las que el niño se mostraba de aquella manera fue sencillo conseguir los objetivos.
Con Juana, en cambio, a pesar de que la problemática no era tan frecuente como en el colegio, nos topamos con su forma tan estricta de ver y de tratar todo aquello que Benito no hacía de manera adecuada. Como decía ella: “Se me llevan los demonios”.
“Este niño es tonto; de verdad que le daría un tortazo…”.
“Mira que le he dicho veces que se tiene que comportar…
La verdad es que había una desproporción en sus respuestas cada vez que le decían desde el colegio lo que ocurría con el niño, de tal manera que ella le gritaba y el pequeño se quedaba sin saber qué responder, lo que a ella la desesperaba aún más.
Así, el desgaste era enorme, y el tiempo que tardaban en descongestionarse las dificultades, interminable.
Trabajamos duro para que ella consiguiese establecer consecuencias al comportamiento de él en el colegio, pero no solamente a las conductas negativas, sino también a las positivas, de tal manera que cuando él se esforzara y no tuviera ninguna reacción negativa, ella pudiera, de alguna forma, hacerle saber que estaba contenta y que valoraba su esfuerzo. En esto también colaboró de manera extraordinaria el centro, que informaba a Juana, una vez por semana, de cómo había sido el comportamiento de Benito y si hasta ahora lo hacía con los comportamientos negativos ya lo haría también con los positivos.
Esto, que parece fácil y que aparentemente es cuestión solo de entenderlo, fue para Juana una verdadera proeza, pues su autoritarismo chocaba con la idea de que había que estar pen- dientes de lo que su hijo hiciera bien. Como ella nos decía: “Lo tiene que hacer bien porque es su obligación”.
“Siempre le he llevado más derecho que una vela”.
“No entiendo por qué hay que estar pendiente de lo que es su obligación”.
Fue importante para ella asimilar que aunque siempre había zanjado cada conducta problemática de Benito con enfado, gritos y alguna torta que otra, lo máximo que quizá había conseguido era que él en casa no las manifestase demasiado, mientras que fuera no tenía ningún efecto positivo, e incluso en ocasiones pareciera que tenía un efecto rebote. Y también fue clave descubrir cómo percibía a Juana el niño cada vez que ocurría algún suceso en clase: ella le apabullaba de tal manera que se quedaba callado y, como mucho, se le saltaban las lágrimas.
La mayor parte del tiempo de consulta lo empleamos en conseguir que ella se creyese de verdad que podía dejar de comportarse de manera tan autoritaria y en entrenarla para que no avasallara a Benito ni con voces ni con ese nivel de agresividad que mostraba y que la conducía a la desesperación. Estaba claro que ella siempre se había comportado así y que por ello mismo pensaba que era la única forma o al menos la única que ella podía poner en marcha, pero le dejamos claro que, de seguir así, Benito cada vez se bloquearía más delante de ella, y, aunque en casa mostrase cierta normalidad, fuera y en clase no tendría efecto el estilo autoritario de su madre.
Asimilar el cambio de perspectiva que conseguimos en las primeras sesiones y aprender a controlar sus emociones, lo que acometimos a continuación, le permitió ir virando hacia posiciones más representativas de un patrón educativo más intermedio, contundente pero más comprensivo, sin necesidad de apabullar a su hijo cada vez que cometía un error.
Una vez que fue aminorando su nivel interno de intransigencia y tomando distancia, dejó de desesperarse ante las dificultades de Benito, y esto tuvo un efecto casi inmediato: sin dejar de atender a sus dificultades, pudo hacerlo con ingredientes de comprensión y poniendo en marcha medidas para dirigirlo, pero sin ese autoritarismo asfixiante que antes ejercía de manera prác- ticamente irremediable.