El caso de Ernesto

Niños con retraso madurativo

Los padres de Ernesto nos piden orientación cuando el niño cuenta cuatro años; tienen otra hija de dos años, y ambos están muy volcados en la educación de sus hijos.

El embarazo fue muy agitado y difícil; por el contrario, el parto se desarrolló con aparente normalidad, aunque al día siguiente el niño tenía constantes movimientos espasmódicos.

El pediatra les dijo que era una inmadurez neurológica, y que se le terminaría pasando. Posteriormente, le vio el neurólogo, y le diagnosticó síndrome de hiperactividad neurológica.

El niño siempre ha presentado un fuerte retraso madurativo en todas las áreas: lenguaje, motricidad, adaptabilidad, sociabilidad… Hasta los tres años no consiguieron entenderle nada; su verborrea era constante; además, una otitis serosa crónica le impedía oír bien. Igualmente, no controló las deposiciones hasta casi los cuatro años. Siempre ha mostrado poca resistencia física; se cansa mucho y presenta varios tics nerviosos. A nivel social, se manifiesta muy abierto con los adultos, pero le cuesta relacionarse con niños de su edad, y tiende a jugar solo. Sus padres nos lo describen como un niño muy sensible, que sufre con facilidad.

Fue a la escuela con tres años, y en cuanto le vieron constataron el fuerte re- traso que presentaba, en relación con el resto de la clase. Alertados los padres, desde ese momento le llevan a estimulación y refuerzo.

Nos preguntan si pueden hacer algo más por el niño, si deben cambiarlo de es- cuela y si pensamos que están siguiendo las pautas adecuadas.

A pesar de que aparentemente estaban muy concienciados de la importancia de no sobreproteger al niño, los registros nos mostraron una realidad muy dis- tinta: Ernesto “les tomaba constantemente el pelo”; el niño se pasaba todo el día en- cima de su madre, reclamando su atención, mostrándose muy caprichoso; constantemente quería estar con los adultos, y solo con los adultos; las peleas con su hermana eran continuas, y sus quejas, permanentes.
Inmediatamente, elaboramos un programa para Ernesto, que abarcaría todas las áreas. Los padres empezarían a poner unos límites muy claros, a la par que mostrarían una atención selectiva: reforzarían al niño cuando estuviese tranquilo, cuando jugase con su hermana o con otros niños, cuando se mostrase poco exigente, poco protagonista y, día a día, le pedirían un poco más en su autonomía personal. Dejaron de estar las veinticuatro horas pendientes de él, y, aunque al principio les costó, la verdad es que el niño reaccionó pronto y en pocas semanas fue capaz de jugar y pasárselo bien con otros niños. Igualmente, mejoraron su desarrollo psicomotor y su conducta en general. En cuanto a su autonomía, los padres se emplearon a fondo y, haciendo de tripas corazón, consiguieron un avance espectacular.

El niño se sentía mejor, se manifestaba feliz y contento con los progresos realizados, aun- que, como era de esperar, a las pocas semanas intentó comprobar, con todas sus fuerzas, la capacidad de reacción y resistencia de sus padres.

Volvió a resistirse ante las actividades y aprendizajes que le suponían esfuerzo, intentó de nuevo no obedecer, se puso otra vez mimoso y exigente, incluso tirano, cuando había otros adultos en casa; se peleaba de forma constante con su hermana…, pero, afortunadamente, los padres resistieron y el niño volvió a mostrar un fuerte avance. Pasó de estar tres horas en la escuela a quedarse a comer y hacer el horario normal del resto de los niños.

Por fin disfrutaba en el parque, y estaba deseando ir y jugar con otros niños; no mostraba especial interés por las cosas que le seguían suponiendo una dificultad añadida, pero ya no las rehuía y se mostraba muy feliz cuando comprobaba sus pequeños éxitos. Experimentó un avance muy significativo en lenguaje y, aunque seguía siendo un niño inquieto, ya no era tan descontrolado.

Evidentemente, aún presentaba un fuerte retraso en relación con los niños de su edad, pero no hizo falta que repitiera curso; cuando tuvo que abordar el aprendizaje lectoescritor, le cambiaron a un colegio con pocos niños, donde realizaban un seguimiento muy individualizado, apoyaban a los niños que mostraban algún tipo de dificultad, los asumían con normalidad, y, al final, consiguieron que Ernesto no se sintiera muy diferente del resto de su clase.
Sus padres no paraban de manifestar lo difícil que les resultaba seguir atentos, día a día, para no caer en la tentación de apoyarle, de sobreprotegerle, de mimarle sin darse cuenta, pero la verdad es que, en términos generales, lo hicieron muy bien y la evolución de Ernesto fue su mejor premio.

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