Antonio tenía 26 años cuando nos pidió ayuda.
Acababa de perder su trabajo, tras una situación conflictiva que se había producido con dos técnicos, en presencia de su jefe y del cliente afectado.
Él sostenía que su comportamiento había sido el adecuado y que no se arrepentía de nada.
Sin embargo, los hechos eran contumaces. Era el segundo trabajo que perdía en menos de un año y los dos empleos los había conseguido a través de su padre.
Antonio quiso estudiar una ingeniería superior, pero al final tuvo que contentarse con sacar la técnica.
Él vivió este hecho como un gran fracaso, y aunque rápidamente culpó del mismo al sistema educativo vigente, que no estaba preparado para asumir inteligencias como la suya, lo cierto es que prohibió a su familia (padres y hermanos) que lo contasen a nadie.
De tal forma, su círculo de amigos (que era muy reducido), su novia y la mayor parte de la familia, ignoraban que no hubiera terminado la carrera superior.
Era muy narcisista, tenía un concepto muy elevado de sí mismo, y se mostraba muy impositivo en sus relaciones con los demás.
Con su novia tenía una relación muy difícil. Ella le había dejado dos veces, instada por sus padres, y tras una pelea intensa, en la que él se había mostrado muy violento, de nuevo habían roto.
Cuando vimos a Antonio, estaba más preocupado por volver a recuperar a su novia que por intentar analizar qué fallaba en su relación con los demás, con el resto del mundo, y qué ocurría para que le terminasen echando de los trabajos y estuviese enfrentado a su familia, sus amigos…
Nuestro protagonista había ido ya al psicólogo de pequeño.
De nuevo, la causa fueron las conductas agresivas que presentaba en casa y en el colegio, con sus compañeros y profesores.
Su argumento siempre era el mismo: «Son los demás los que me provocan y no asumen que yo tengo mejores ideas y soy más inteligente que ellos.»
Su padre estaba desesperado con él.
Tenía una pequeña empresa, se había matado siempre a trabajar y, cuando Antonio terminó la carrera, se empeñó, en contra del criterio de su progenitor, en que él podía aportar mucho a la empresa familiar.
En menos de tres meses se había peleado con casi todos los empleados del padre, con dos clientes y tres suministradores.
El padre le buscó un trabajo con un amigo, porque veía que su hijo terminaría arruinando su negocio, y porque pensó que, al no ser el hijo del dueño, tendría una actitud menos beligerante.
El resultado es el que ya sabemos: en el primer trabajo duró cinco meses y, en el segundo, tampoco llegó al medio año.
Cuando analizamos pormenorizadamente el caso, vimos que Antonio era incapaz de hacer una valoración objetiva de los hechos.
Él siempre se sentía en posesión de la verdad, despreciaba a la mayoría de la gente, aunque fueran personas de reconocido prestigio y sobrada solvencia.
Rápidamente acudía a la descalificación y a la provocación, hasta el extremo de mostrar una agresividad casi permanente.
En el último trabajo, se había enganchado con dos técnicos, a los que responsabilizaba de los fallos que se habían producido en una obra, y lo hizo además delante del jefe y del cliente.
Como los técnicos trataron de defenderse, pasó del insulto verbal al empujón físico, lo que provocó la reacción inmediata de su jefe, que le dijo que no quería volver a verle.
Ahora todo su empeño era denunciar a la empresa porque, según él, le habían hecho mobbing.
Esa empresa, cuyo director trabajaba desde hacía más de 30 años con su padre y donde le habían acogido por razones únicamente de amistad, a pesar de su poca experiencia y de sus “antecedentes.”
Obviamente, uno de nuestros primeros “trabajos” consistió en convencerle para que no efectuase esa denuncia tan absurda, basada en mentiras e interpretaciones totalmente subjetivas y que, en nada, se correspondían con la verdad de los hechos.
Cuando exploramos en profundidad cómo eran sus relaciones actuales, comprobamos que Antonio no se hablaba con ninguno de sus hermanos.
Él era el mayor, eran tres chicos, y dos años atrás había provocado una situación límite, en la que agredió a su hermano pequeño y descalificó al mediano, delante de la novia del segundo, y con la presencia atónita de su abuela y su madre.
A su novia la conocía desde el colegio.
Siempre había sido una persona con poco carácter, muy insegura y dependiente de Antonio.
Pero en dos ocasiones, la agresividad había pasado de las broncas verbales al empujón físico.
Los padres de la chica se habían presentado en la casa de los padres de Antonio, para pedirles a estos que intercedieran y preguntarle a él si, de verdad, había sido capaz de «tocar» a su hija.
La primera vez nuestro protagonista lo negó por completo, y la segunda trató de justificarlo, diciendo que ella estaba insoportable y que, en realidad, sólo fue un empujón para que reaccionase.
Ahí fue cuando le dijeron que no volvería a ver a su hija y, para no correr riesgos, la “enviaron” a realizar un máster fuera de España.
Antonio constantemente se mentía a sí mismo, mentía y trataba de engañar a los demás para tratar de justificar su agresividad y su falta de control.
En estos casos, el primer objetivo con las personas agresivas es conseguir que asuman su responsabilidad.
Que sean capaces de realizar un análisis objetivo de su situación, de su forma de ser, de la falta de equilibrio emocional que presentan, que dejen de engañarse permanentemente y que afronten las consecuencias de sus actuaciones.
Tardamos más de un mes en lograr que Antonio empezara a enfrentarse a su realidad, a su cruda verdad.
Sólo cuando lo hizo, pudimos conseguir que comenzara a realizar análisis objetivos y asumiera que necesitaba ayuda psicológica, para no ser un peligro para sí mismo y no constituir una fuente de conflictos permanente para los demás.
Al principio, todo eran excusas. Siempre la culpa la tenían los otros.
Para él, los que le rodeaban eran poco inteligentes y actuaban con mucha torpeza, al no reconocer que él era más brillante y más listo que todos juntos.
El cambio empezó a producirse cuando un día le expuse crudamente su realidad.
Le dije que resultaba difícil entender que no se diera cuenta de que era un ESCLAVO.
“¿Un esclavo?” –exclamó.
“Sí, un esclavo,” puntualicé. “Constituyes un peligro para los que te rodean y vives atenazado, diezmado y condenado a no disfrutar de la libertad, porque no eres capaz de pensar y razonar como una persona libre.”
Fue muy duro para él reconocer que, desde hacía muchos años, no pensaba con un mínimo de racionalidad.
Constantemente tenía impulsos que no controlaba, reacciones que se le escapaban y una agresividad constante hacia todo lo que le rodeaba.
Tuvo que admitir que era un COBARDE, un cobarde que no había querido enfrentarse a la verdad porque tenía miedo de no saber reaccionar.
Esa era la causa de que no quisiera comprometerse a lo que él consideraba un imposible: ser dueño de sus emociones.
Se dio cuenta de que era un peligro, incluso para las personas que supuestamente él apreciaba, porque, en el fondo, era incapaz de querer.
No sabía quererse a sí mismo y no había aprendido a amar.
El entrenamiento fue una carrera continua de obstáculos.
Cuando ya por fin parecía que avanzaba, de nuevo mostraba alguna falta de control que nos obligaba a volver casi al comienzo.
Tardó cuatro largos meses en empezar a ser dueño de sus emociones y sólo al cabo de seis meses de tratamiento, por fin podíamos estar seguros de que controlaba su agresividad y que no buscaba excusas que justificasen sus conductas, sus enfados y sus salidas de tono.
Se dio cuenta de que se mentía a sí mismo cada vez que se aceleraba y empezaba a hiperventilar (respirar rápida y superficialmente).
También entendió que mentía a los demás cuando se le disparaba una especie de tic en el ojo y empezaba a gritar.
“Tus gritos tratan de esconder tus mentiras,” le dije.
“Sólo cuando notes que no tienes el pulso acelerado, que tu cara está relajada y que no sientes ningún tipo de agresividad, entonces podrás estar tranquilo y saber que en esos momentos eres capaz de pensar con objetividad y razonar.”
En Antonio, su impulsividad y su falta de control estaban en la base de sus mentiras.
Lo que más nos costó fue que asumiera que se mentía a sí mismo.
Que no había nada que pudiera justificar su agresividad, esa agresividad que, en su caso, era la demostración palpable de su incapacidad para razonar y ser objetivo, para ser dueño de sus emociones, para no herirse y herir innecesariamente, para ser flexible y tolerante…
En definitiva, de su incapacidad para ser PERSONA.
“¿Y mi novia? ¿Nunca la podré recuperar?”
“No, Antonio,” le dije. “Ella es muy vulnerable, le causaste un daño enorme y, a pesar de la dependencia que tenía de ti, está luchando con todas sus fuerzas por recuperar su dignidad. Pero aún necesita trabajar mucho para ser una persona más segura y menos influenciable.
Ella no quiere volver a sufrir, y tú tienes que respetar su decisión.”
En este caso, sus “suegros” habían actuado bien.
A su novia le hubiera costado un mundo no ceder a sus peticiones, no claudicar ante sus promesas.
Necesitaba tiempo para trabajar su independencia, tiempo y no verle, no tener noticias de él.
Antonio había sido una influencia muy negativa para su novia.
La había intentado apartar de sus amigos, de su familia.
La había convencido de que ella no valía nada, de que la única suerte en su vida era tenerle a él.
En estos casos, a veces hay que asumir que hemos perdido lo que aparentemente más queríamos.
Porque si de verdad amamos a alguien, y sabemos que para esa persona somos un peligro y un recuerdo doloroso de vivencias duras y vejatorias, tenemos que tener la valentía de decirnos la verdad.
Y la verdad para Ana consistía en encontrarse a sí misma, en recuperar su confianza perdida, su dignidad.
Eso pasaba por no volver con Antonio, por no correr el riesgo de abrir de nuevo un frente que había estado lleno de mentiras y vejaciones.
Pero también, para nuestro protagonista, era preferible que enfrentase una realidad sin ningún tipo de apoyos, sin personas con las que se sintiera seguro y confiado.
A nivel profesional, el camino era claro.
Buscaría él, sin la ayuda de su padre, el próximo trabajo.
Llamó a sus dos jefes anteriores y les pidió, por favor, que cuando pidiesen referencias suyas hablasen de su trabajo técnico (que, a pesar de todo, era aceptable) e intentasen no profundizar en el aspecto de relación con sus compañeros.
“No les he pedido que mientan,” trataba de justificarse, “sólo les he rogado que no se extiendan en dar detalles que me resultarían muy perjudiciales.”
Por cierto, mientras consiguió su siguiente trabajo (tardó casi ocho meses), asumió que tenía edad suficiente para no pedir dinero a sus padres.
Por lo tanto, trabajó su autocontrol también a la hora de no gastar y de ayudar en tareas de limpieza en su casa y en la casa de su abuela.
“Es un trabajo muy digno,” le dijimos.
“¡Un trabajo muy duro!” exclamó, “pero un paso adelante en mi ‘regeneración.’”
Finalmente, lo último que le costó controlar fueron sus aires de grandeza.
Siempre iba presumiendo de los orígenes y de la posición holgada que tenía su familia.
Admitió que, en realidad, aunque era cierto, él no tenía ningún mérito en ello, así que mejor no hacer ostentación de algo inmerecido, que además podía provocar incomodidad en alguno de sus interlocutores.
El tercer empleo por cuenta ajena fue el definitivo.
Como no encontraba trabajo como perito, empezó como ayudante.
Para él fue una cura de humildad que le vino de maravilla.
No obstante, las cosas no fueron fáciles y aún tardó dos años más en tener un puesto acorde con su preparación; dos años que constituyeron un entrenamiento en cómo controlar sus impulsos, especialmente cuando se sentía disgustado con los demás.
Cuando Antonio perdió el miedo y dejó de mentirse a sí mismo, fue capaz de ser objetivo y razonable con los demás.
Empezó a sentirse bien cada vez que ayudaba a alguien.
Se dio cuenta de que la generosidad nos ayuda en nuestro camino de la felicidad.
Por el contrario, la agresividad, esa agresividad que él tanto mostraba, nos acerca al reino animal.
Con las personas que mienten para justificar su agresividad, no tenemos que ser compasivos, aunque conviene manifestarles nuestra confianza en que, si se lo proponen, serán capaces de cambiar.
La mejor forma de ayudarles es mostrarles su esclavitud.
Mostrarles las limitaciones que conlleva su falta de control y las consecuencias que provoca en sí mismos y en los demás.
Antonio aprendió la lección.
Sus padres actuaron muy bien.
A sus hermanos les costó bajar sus defensas y “tratarle” con normalidad, pero, pasado un tiempo, comprendieron que tenían ante sí mismos la mejor versión de Antonio, una versión que no creían que existiera.
La prueba de fuego fue cuando decidió que tenía edad suficiente para dejar las comodidades de su casa y compartir piso con un amigo, un compañero de su nuevo trabajo, con el que trabajó algo tan difícil como intentar ser flexible y facilitar la convivencia.
Tuvieron algún que otro “desencuentro,” pero Antonio rápidamente reconocía sus errores y aprendía de los mismos.
Otro momento muy duro fue cuando se enteró de que su novia tenía una relación muy consolidada y estaba viviendo con un chico que había conocido durante la realización de su máster fuera de España.
Todo su interés era volver a verla y conocer al chico.
De hecho, intentó organizar un viaje con la excusa de que necesitaba unas vacaciones, pero definitivamente asumió que no tenía ningún derecho para irrumpir de nuevo en la vida de la que había sido su novia y desistió en su empeño.
“Era para ‘protegerla,’” se justificaba, “yo la conozco muy bien y quiero ver si ese chico la ‘merece.’”
“Ella no te ha llamado, Antonio,” le dije, “no te lo ha pedido, y en el fondo sabes que no eres el más indicado para hacer esa valoración.
Deja en paz lo que está tranquilo, lo que no te incumbe; no actúes como si ella fuera de tu propiedad, y céntrate en seguir mejorando, que aún te queda un largo camino.”
Otra característica de las mentiras narcisistas es que emplean muchas omisiones y exageraciones para evitar la vergüenza.
Las personas que estén leyendo este libro, y que reconozcan en sí mismos o en otros esa falta de control emocional, que lleva a una agresividad siempre injusta e injustificable, que no se engañen.
Sean conscientes de que los responsables de su agresividad son ellos, y que lo mejor que pueden hacer es asumir que su falta de control emocional les lleva a ser esclavos de sus impulsos y a constituir un peligro para sí mismos y para las personas que les rodean.
En muchos casos, necesitarán ayuda profesional. Ojalá tengan la valentía de pedirla y de ponerse en el camino de la verdad.
Los que estén a su lado, que no entren en sus provocaciones, pero que nunca toleren sus vejaciones.
Si queremos ayudarles, pongámosles enfrente del espejo que les muestre su falta de control, que les impida buscar justificaciones para sus conductas irracionales.
Y cuando nos sintamos sin fuerzas para conseguirlo, recordemos también que los psicólogos y los profesionales de la salud estamos para ayudarles también a ellos.
Estamos aquí para facilitarles los recursos que les permitan no ser víctimas de esa falta de control y de agresividad que, repito, es más propia del reino animal.
Antonio pidió ayuda, pero la mayoría de las personas agresivas no lo hacen.
Su vida es una mentira continua.
Primero se mienten a sí mismos y luego intentan engañar a los demás, para justificar su falta de control.
Si ellos no lo hacen, al menos, los que están alrededor que no pierdan la esperanza, que sepan que, a pesar de las dificultades, seguro que les podemos ayudar.
Unos mienten para engañarse, para justificar su agresividad, pero otros mienten directamente para manipular, para explotar a otros.
Este comportamiento suele darse en personas con altos niveles de psicopatía.