Ernesto tenía 45 años cuando conocimos a su familia.
Su mujer le había dicho hacía tres años que viniese a vernos, que necesitaba ayuda psicológica, que era un desgaste enorme vivir con él, pero no lo hizo.
Siguió con sus mismas costumbres, con sus quejas permanentes, hasta que un día su mujer le dijo que le dejaba, que había terminado con su paciencia y que, además, se sentía profundamente engañada.
Según nos relató su mujer, que es quien finalmente vino a consulta, Ernesto llevaba quejándose toda la vida, desde pequeño.
Su familia y sus amigos decían que siempre le recordaban intentando dar pena a todo el que se dejaba.
Pero su tragedia actual era que gran parte de esas quejas, supuestamente basadas en su mala suerte, en que sus hermanos eran más brillantes, en que en el trabajo no le valoraban, en que sus compañeros le hacían la vida imposible o en que tenía una salud endeble, se habían vuelto contra él.
Todo su mundo, su castillo de naipes, se vino abajo cuando sus mentiras quedaron al descubierto:
No era cierto que su salud estuviese resentida.
Tampoco que en su trabajo sufriera acoso y por eso no le promocionaban.
Su salario era superior al que oficialmente había comunicado a Berta, su mujer; de hecho, durante todo su matrimonio había escondido una cuenta en un banco, donde desviaba una parte de su retribución.
Tenía tal costumbre de mentir para dar pena que llegó un momento en el que su vida se había convertido en una gran mentira.
Mentira que, cuando estalló, le había conducido a su soledad actual.
Su historia era bastante típica.
Era el segundo de un total de tres hermanos. Su hermano mayor era muy brillante y su hermana pequeña muy responsable, alegre y sociable.
Es posible que, al principio, de pequeño, intentara compararse con su hermano mayor, pero pronto debió sentir que él no era tan inteligente, ni tan brillante, ni tan buen deportista.
Así que escogió otro camino para destacar, para tener protagonismo, y empezó a cimentar su fama de chico endeble, que no comía bien, que no hacía deporte porque se cansaba, y que tampoco estudiaba mucho porque se sentía débil.
Su madre fue su mejor aliada y su peor ayuda.
Siempre sintió pena por él, pues pensaba que, al contrario de sus hermanos, no destacaba por nada.
Ernesto fue un chico muy sobreprotegido por su madre, que rápidamente se dio cuenta de que «aparentar debilidad y cansancio» tenía sus ventajas.
Con su padre la relación era muy distante.
En el fondo, su progenitor pensaba que su mujer le estaba echando a perder y que su hijo se había convertido en un chico débil, sin espíritu de superación, que siempre estaba intentando dar pena, especialmente a su madre.
Sus hermanos siempre le vieron como un caso perdido, pero, como eran buenas personas, intentaban ayudarle en todo lo que podían: con los estudios, con los amigos…
Cambió de carrera dos veces y, al final, terminó una carrera media, en una universidad privada, con una matrícula cara y con poco nivel de exigencia hacia los alumnos.
Su familia «le colocó,» a través de un contacto del padre, y nunca se había cambiado de empresa.
En realidad, tenía un buen sueldo (aunque siempre había mentido a su mujer sobre este tema), y sus padres les habían ayudado a pagar el piso donde vivían.
Sus amigos le rehuían desde hacía años, y sólo conservaban ciertas relaciones gracias a los esfuerzos de su mujer.
Según nos contó Berta, el drama surgió cuando la hija mayor quiso marcharse a estudiar fuera de España un curso, antes de empezar bachillerato.
A toda la familia le pareció muy bien, pero él se negó, argumentando que no tenían dinero para ello.
Seguramente, lo que pretendía era dar lástima para que los abuelos pagaran el curso en Estados Unidos.
Pero el padre sabía con bastante exactitud el sueldo de su hijo, y las cuentas no le cuadraban.
En aquel momento, su mujer no lograba entender la actitud de Ernesto.
Era cierto que no nadaban en la abundancia, pero apretándose un poco, podían costear perfectamente el curso de su hija en el extranjero.
Cuando se lo dijo, a él no se le ocurrió otra excusa que inventarse que no podían disponer de ese dinero, pues no se sentía bien de salud y quizás lo podrían necesitar en un futuro.
No obstante, puntualizó, si tenía tanto empeño, podía pedir el dinero a sus padres.
Conviene aclarar que los padres de Berta vivían con una pensión muy modesta, y su capacidad de ahorro era muy limitada.
Finalmente, un día todo se descubrió, como suele suceder en estas cosas, por casualidad.
Ernesto llevaba tres semanas sin aparecer por casa de sus padres, intentando tensar la cuerda para que el padre cediera, y diciéndole a su madre que estaba muy débil, muy cansado, que creía que tenía colon irritable y que todo se debía a la tensión que soportaba y a la poca generosidad de su padre.
Su madre, preocupada, decidió ir a verle a casa y, de paso, llevarle la correspondencia que durante esas semanas había llegado a su domicilio; correspondencia de un banco, de una cuenta que su hijo tenía desde hacía muchos años.
Cuando llegó a casa, Ernesto aún no estaba y dejó las cartas encima de la mesa del salón.
Berta, al verlas, las miró sorprendida, pues no sabía que su marido tuviera una cuenta en aquel banco.
Al final, cuando Ernesto apareció y vio las cartas, se puso tan nervioso y cogió la correspondencia con tal atropello que su mujer exigió verlas.
El resultado final fue que nuestro protagonista llevaba años desviando una parte de su salario a esa cuenta, que estaba solo a su nombre.
Empezó a hacerlo a los pocos meses de casarse, por lo que, en la actualidad, había acumulado una cantidad de dinero muy importante, que daba para pagar varios cursos de sus hijas en el extranjero.