El caso de Consuelo

Las relaciones familiares

Consuelo decía que ella había sido siempre muy consciente de los problemas económicos de la familia y que por eso, llegado el momento, decidió no estudiar una carrera, pues bastante tenían sus padres con sufragar los gastos de la universidad de su hermano. La realidad es que nunca había ido demasiado bien en los estudios; siempre terminaba aprobando los cursos por los pelos. Era una persona muy inquieta, muy “movida”, según sus propias palabras, a la que le costaba mucho concentrarse.

Al final hizo un módulo de Administración y trabajaba como administrativo en una gran empresa.

Su hermano Pablo, de 30 años, había terminado Empresariales y, aunque estuvo dos años sin encontrar trabajo, por fin había conseguido un contrato fijo, después de pasar por varios contratos eventuales.

Tanto Consuelo como Pablo vivían de forma independiente de sus padres, desde hacía tres años.

Los dos se marcharon de casa a la vez, pero mientras Pablo lo hizo para irse a vivir con su novia, Consuelo se fue para compartir piso con dos amigas.

La relación con sus padres cada vez se había ido enfriando más, pero desde hacía unos meses la madre estaba con el ánimo muy bajo, aparentemente con una crisis depresiva y, con frecuencia, llamaba a Consuelo, pues se encontraba muy sola y poco atendida por su marido.

Al final, nuestra protagonista sentía que su madre tiraba constantemente de ella, que su padre y su hermano se aprovechaban de ella, se quitaban de en medio, y la dejaban con todo el problema. Como llegó un momento que empezó a quejarse y decir que ya estaba bien, que ella también tenía vida propia, que apechugasen un poco los dos, tuvo que escuchar como estos la trataban de egoísta y como la novia de su hermano la llamó un día para decirle que ya estaba bien, que no presionase a su novio, que si estaba amargada, que se aguantase, pero que su madre era asunto suyo.

Consuelo estaba convencida de que ella era la gran sacrificada de la familia, que no había estudiado porque sus padres no podían pagar dos carreras, que su infancia no había sido feliz por las tensiones de casa, que su hermano y su padre siempre habían sido unos egoístas y su madre una persona débil, que sufría por todo…

No resultó sencillo convencer a Consuelo de que el origen de sus problemas no debía buscarlo en su familia, que la raíz de su insatisfacción estaba en ella. De hecho, cuando le expuse con claridad mi análisis y las conclusiones que deducía de él, me miró con cara de incredulidad y me preguntó cómo era posible que una persona inteligente como yo pudiera equivocarse tanto. Afortunadamente, los años de experiencia proporcionan muchos recursos y, cuando Consuelo terminó con su pregunta y manifestó su enfado, ante su sorpresa, puse una grabación mía, donde yo me había adelantado a su reacción y contaba que ante la dureza de mi afirmación, ella reaccionaría como lo estaba haciendo. La cara de asombro de nuestra amiga me confirmó que la estrategia había funcionado. ¿Por qué puse esa grabación? Porque Consuelo escucharía con más interés algo que la sorprendiera, como mi grabación, que lo que yo hubiera podido decirle “en directo”, en esos momentos en que su mente estaba muy bloqueada por el enfado que sentía. Nuestra amiga estaba preparada para una réplica por mi parte, pero se sintió sorprendida por la grabación, y eso me permitió romper sus esquemas, focalizar su atención y conseguir que reflexionara sobre mis argumentos, en lugar de combatir mis palabras.

Fue difícil, pero el caso no dejaba lugar a dudas. Ella y su hermano habían contemplado las mismas escenas en sus padres, pero mientras en ella suscitaban inseguridad, su hermano se quedaba tan tranquilo, pensando que eran así y que el asunto no tenía importancia.

Ella no había dejado de estudiar una carrera porque en casa la situación económica sólo diera para sufragar los estudios de su hermano; era verdad que no les sobraba el dinero, pero la realidad es que Consuelo no creía demasiado en ella como estudiante; le costaba un mundo aprobar y decidió, en contra del criterio de sus padres, que era mejor no ir a la universidad, aunque llegó a creerse su propia excusa.

Su madre se había acostumbrado a llamarla cuando se sentía mal, pero ella iba porque pensaba que era su obligación y porque además se sentía útil y generosa con su actuación.

Era verdad que su padre, su hermano, y hasta la novia de su hermano, se aprovechaban de su buena disposición, pero había sido ella quien les había “enseñado” que podían hacerlo.

En definitiva, su familia no era el problema; el problema es que Consuelo creía poco en sí misma y había fomentado, con su actitud, que los demás se sintieran cómodos sabiendo que ella estaba allí cuando se la necesitaba para algo.

Consuelo había provocado que su madre la llamase cuando se sentía sola y desanimada; había sido ella quien se había autoproclamado la salvadora de su progenitora y había sido ella quien en todo caso había mal acostumbrado a su padre y a su hermano, pero en el fondo el papel de víctima la reconciliaba con su propia vida; más bien, con su falta de vida propia.

Apenas salía con amigas o amigos, y de eso no tenía la culpa su familia. Una vez analiza- dos los hechos en profundidad, reconoció que se había sentido como una tonta, después de que, según ella, hubiera hecho un ridículo clamoroso en dos ocasiones muy recientes, cuando se había equivocado y había interpretado mal la actitud de dos jóvenes. Le había pasado con un compañero del trabajo y con un amigo de una de sus compañeras de piso. Y aquí sí que radicaba el origen de la insatisfacción tan grande que tenía Consuelo. Nuestra amiga había creído que ella le gustaba a un compañero, y un día, que habían estado bebiendo juntos, se terminaron acostando, se lo pasaron en teoría muy bien, pero cuando ella dio por sentado que entre ellos había empezado algo especial, él, con cierta chulería, le dijo que no se confundiera, que cuando se sintiera sola, estaría encantado de consolarla a cambio de un buen polvo, pero que él tenía novia y entre ambos no había nada. La situación se hizo muy incómoda, pues lo veía todos los días en el trabajo y, además, ella tenía la sospecha de que iba presumiendo por la empresa de su “hazaña”. Algo parecido le había pasado con un amigo de una de sus compañeras de piso. Con frecuencia, iban a casa algunos chicos y una noche se terminaron “enrollando” los dos, pero la siguiente vez que se vieron, él actuó como si entre ambos no hubiera nada especial, y Consuelo comprendió que para él sólo había sido encuentro meramente sexual de una noche.

Estos dos hechos se sucedieron en un corto espacio de tiempo y supusieron un duro golpe para nuestra protagonista. De repente, su aparente seguridad se vino abajo; sintió que había hecho el ridículo, que ambos jóvenes se habían aprovechado de su ingenuidad y de su soledad. La realidad es que era cierto que Consuelo se sentía bastante sola y vacía, que no terminaba de encontrar su sitio, que pensaba que ella no era especial para nadie, que su hermano era el hijo predilecto de sus padres, y que él sólo veía por los ojos de su novia; nunca quedaban los dos a solas; nunca sen- tía que su hermano tuviera necesidad de estar con ella.

Algo parecido le pasaba en el trabajo. Allí la gente era muy competitiva; todos estaban deseando subir y medrar, promocionar a puestos de mayor responsabilidad. Consuelo sentía que al principio, cuando eran novatos en la empresa, se fijaban en ella, e intentaba ayudarles en todo lo que podía, para que se sintieran cómodos y se integrasen fácilmente, pero en el fondo también buscaba su atención y su agradecimiento; quería sentirse especial para ellos, pero su experiencia era que cuando ya se sentían integrados y seguros, dejaban de tenerla en cuenta…, y ahí empezaban sus miedos y sus complejos, y deducía que pasaban de ella porque era una simple administrativa, que dentro de veinte años seguiría como administrativa y que mientras les había sido útil al principio, la habían utilizado.

En casa empezó a sentirse también poco importante; sus compañeras de piso no paraban de salir y de contar lo bien que se lo pasaban, y cuando tuvo esa mala experiencia con el amigo de una de ellas –un chico que, por cierto, a ella siempre le había gustado– terminó de hundirse. Y fue en- tonces cuando se refugió en su familia, cuando empezó a llamar a su madre y esta se enganchó literalmente de su hija. A partir de ahí, vinieron sus quejas con su padre y su hermano, sus desencuentros y sus insatisfacciones.

Consuelo comprendió que el origen de su malestar no era su familia, que en realidad su infancia había sido bastante normal, que sus padres eran muy diferentes, pero no habían condicionado su vida. Entendió que su hermano era distinto de ella, pero habían jugado mucho juntos y habían compartido amigos y travesuras; incluso él la había ayudado cuando se le atragantaban algunas asignaturas. Entendió que lo que sí le había influido era haberse sentido torpe en los estudios, y que en el fondo creía que había defraudado a su familia, al no estudiar una carrera universitaria.

Todo se resumía en algo muy concreto y palpable: Consuelo no creía en sí misma, y a partir de ahí se había abierto una vieja herida: no creía que tuviese un sitio especial en su familia, y no solamente con sus padres y su hermano, tampoco con sus tíos, primos… Tuvimos que trabajar mucho y, como siempre, lo hicimos centrándonos en ella, trabajando en profundidad por dentro sus insatisfacciones, su soledad, el bajo nivel en que se encontraba su autoestima, su falta de confianza… En realidad, lejos de sentirse la mejor persona de su vida, se sentía su peor versión; no se gustaba nada en esos momentos, y si uno no se gusta, difícilmente puede ser feliz.

Una vez que admitió y compartió el análisis que habíamos hecho, su reflexión fue: “¿Entonces estoy peor de lo que creía? “El problema no es mi familia, soy yo…, pero… ¿por dónde empiezo?” “Por volver a sonreír –contesté–, por disfrutar de nuevo, por recuperar tu alegría y tu buen humor, por reconciliarte contigo, por gustarte, por sentirte bien cada día, por volverte a ilusionar con tu vida”.

Seguimos un programa con objetivos muy claros en las áreas donde Consuelo se sentía peor, donde creía menos en sí misma. Como en el fondo era una persona luchadora, no tardó en empezar a conseguir los objetivos que habíamos programado y que la llevaron a recuperar su independencia, su autonomía, su libertad y su autoestima.

Cuando creyó de nuevo en ella, volvió a creer y sentir que tenía un sitio especial en su familia, que podía disfrutar con su cariño, pero, para ello, el gran logro fue conseguir que ella misma se convirtiera en su mejor amiga; pues ella, y sólo ella, sería la persona que estaría siempre a su lado. No había nacido sola, pero sí tenía que aprender a vivir siendo su mejor compañía, para que lograse ser lo mejor de su vida.

Consuelo había aprendido a quererse, a aceptarse y creer de nuevo en ella; a no esconderse, a volver a relacionarse y volver a disfrutar.

Aprendió que tenía sentido la reflexión de George Halas: “Nadie que haya dado lo mejor de sí mismo lo ha lamentado”.

Finalmente, recordemos que, en el fondo, y en la forma, en el trabajo, en el amor, en las relaciones sociales, en la familia…, en todo, lo que mejor te irá será creer siempre en ti.

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