El caso de Borja

Inseguridad, recuperar la ilusión

Borja era todo un prototipo. Actualmente pasaba de los cincuenta y había sido todo aquello a lo que se puede aspirar profesionalmente: ejecutivo brillante, joven directivo, profesor de prestigio, persona muy reconocida en su medio y, finalmente, presidente y director general de su propia empresa.

Desde fuera, cualquiera diría que la vida le sonreía; gozaba de un nivel económico aparentemente desahogado, su empresa había adquirido mucha notoriedad, no se le conocían enemigos y su vida familiar parecía muy estable.

Sin embargo, Borja se sentía profundamente decaído, agotado, insatisfecho, sin ánimos para seguir luchando y con un horizonte muy sombrío. El diagnóstico estaba claro: a pesar de sus aparentes éxitos, Borja había perdido la ilusión. Mantener su empresa en los niveles de competitividad y rentabilidad adecuados le suponía un esfuerzo sobrehumano. Alcanzar el equilibrio económico entre sus ingresos y sus numerosos gastos parecía cada vez una meta más difícil de lograr. Disfrutar de sus cortas vacaciones resultaba una hazaña; sentirse satisfecho de su familia “era un imposible”, y, en medio de este panorama, todo quedaba invadido por una sombra de tristeza que le llevaba a sentirse el ser más solo del mundo.

Borja era un luchador nato, pero pocas cosas resultan tan difíciles como de- volver la ilusión a una persona que se entusiasmaba con facilidad, pero que desde hace años está sumida en la más profunda de las tristezas, porque se siente únicamente acompañado por su soledad sin límites, embarcado en una lucha sin tregua, donde él es el único guerrero que debe enfrentarse a todo un ejército.

Para Borja ya nada tenía sentido; no había nuevas metas, los esfuerzos se centraban en conseguir que no se desmoronase lo que toda una vida le había costado construir.

En lo afectivo, era una persona muy sensible, pero estaba rodeado de personas que le veían como a un ser fuerte, al que se podía “exprimir” constantemente. Creían, erróneamente, que él no necesitaba la ayuda o la ternura de los de- más; se situaban, así, muy lejos de la realidad, no sentían Borja que tuviera dificultades económicas o que las crisis pudieran afectar a su empresa, porque no intuían, si- quiera, que el mundo de “fuera” fuese difícil. Eran personas que siempre habían vivido bajo su cobijo y su protección y que, seguramente, no habían “crecido” todo lo necesario. Lo único que podría motivarle no se lo permitían sus creencias religiosas o morales; al final, Borja se sentía tremendamente fracasado, con un cansancio infinito, que estaba empezando a hacer mella en su fortaleza física.

Lo siguiente era fácil de adivinar: situaciones de ahogo, de presión en el pecho, de falta de aire, de corazón “desbocado”…, de angustia vital. Había llegado a pensar que estaba realmente enfermo, con una dolencia imposible de curar, que terminaría cayendo como una losa sobre su ya maltrecha situación.

Afortunadamente, a Borja aún le quedaba algo; aunque de forma muy limitada, en lo más profundo de su ser, conservaba una pequeña esperanza: que sus hijos estuvieran “a la altura de las circunstancias”. Con el tipo de educación que habían recibido, sus dos hijos no eran precisamente un ejemplo de esfuerzo y sacrificio. Su vida había sido muy fácil y su padre les había protegido en exceso, con ese cariño que a veces ahoga de “tanto querer”. Los chicos solo pensaban en cómo presumir con un nuevo coche, o como pasárselo bien con sus amigos y sus numerosas novias.

Decidimos que había llegado el momento de que aprendieran cómo era la “vida real”. Esto fue todo un reto para Borja, pero también una nueva ilusión. Por su parte, debía aprender cómo volver a disfrutar de nuevo, cómo ilusionarse con pequeñas cosas, cómo hacer amigos de verdad, cómo liberarse de tanta carga absurda y de tanto sufrimiento inútil.

Lo cierto es que sus hijos y su mujer reaccionaron al principio como cabía esperar: de forma huraña, incluso agresiva, poco generosa; como “niños malcriados”, que no querían perder sus privilegios. Solo el convencimiento de que estaba actuando bien le proporcionó a Borja las fuerzas y el empuje necesarios para seguir y no ceder ante sus quejas y sus continuas muestras de insolidaridad.

Borja se embarcó en una cruzada; había decidido “salvar” a sus hijos, rescatarles de tanta protección y de tanta vida fácil; eso le brindó un auténtico motivo para seguir luchando, pero, sobre todo, un fin en sí mismo: que los esfuerzos de toda su vida no hubieran caído en saco roto. Uno de sus hijos se alió con su madre y opuso una resistencia en toda regla; como era lógico, Borja flaqueó en más de una ocasión, pero, como persona pertinaz, volvía pronto a la carga, y, finalmente, consiguió que “este dúo se pusiera las pilas” y, por lo menos, no actuara en contra.

Igualmente, se dio cuenta de que uno no puede pasarse la vida trabajando, trabajando y trabajando, por mucho que su profesión le guste; si lo hace así, al final se pierden muchas cosas, muchas conversaciones con amigos, ratos compartidos, paseos no realizados, proyectos desechados…; en suma, mucha vivencia no vivida y mucha experiencia no desarrollada.

Es difícil pasar de una situación muy desahogada a “apretarse un poco el cinturón”, pasar de que todo nos lo hagan a empezar a hacer nosotros algunas cosas.

Nos frustra no conseguir todo lo que pedimos, pero es absolutamente necesario vivir esa realidad, porque esa es la vida de verdad, la vida que los hijos y la mujer de Borja no habían vivido, desde que él se había erigido en el protector de sus existencias. Al cabo de tres años, mantenía una excelente relación con su hijo mayor y una alerta continua, pero no estresante, con su hijo pequeño, pues este aún albergaba ciertas esperanzas de vivir toda su vida a costa de su padre.

Su mujer seguía de vez en cuando quejándose y añorando “otros tiempos”, pero cada vez influía menos en su estado anímico. La verdad es que hacía muchos años que no había complicidad ni proyecto común entre ellos, pero Borja había aprendido a que esta situación, que por lo demás él no consideraba necesario modificar, casi no le afectase.

Seguía trabajando mucho, pero no de forma incompatible con cierto ocio. Él, que de joven había sido un buen deportista, descubrió que a sus años podía disfrutar practicando algunos deportes y sintiéndose muy bien con los nuevos amigos que había hecho en su recuperada faceta. Volvió a relacionarse con unos amigos de la juventud con los que, ante la presión de su mujer, había dejado de tratarse. Recuperó la alegría de recordar esos momentos vividos juntos, esas primeras ilusiones y escaramuzas, esas vivencias que a todos se nos quedan siempre grabadas. Ya no se sentía mal por hacer cosas que no eran del agrado de su pareja; en ningún momento pretendió que esta cambiase su estilo de vida, pero desde hacía tres años él no había dejado de ir a los sitios que le ilusionaban, y había empezado a hacer las cosas que le satisfacían.

Curiosamente, pero no por casualidad, había establecido otro tipo de relación con su mujer, que a la larga estaba resultando más satisfactoria para ambos. No salían siempre juntos, pero salían más a menudo y a sitios diferentes. Habían aprendido, a sus años, a concederse ciertas libertades, que les ayudaban a disfrutar cada uno de sus propios intereses.

El sentimiento de “prisión” que habían experimentado ambos, en muchas ocasiones, había dado paso a una sensación agradable de libertad. Su mujer tardó más tiempo en ver la parte positiva de estos cambios, pero también lo consiguió, aunque siguiera quejándose de vez en cuando “en voz alta”.

Como nos dijo un día Borja, “una de las cosas que más me ha costado aprender, pero que más me alegro de haber aprendido, es no dar importancia a las quejas de mi mujer, especialmente cuando busca provocarme o quejarse delante de mi padre” (que pasaba alguna temporada con ellos).

Borja volvió a encontrar un sitio, para él mismo, en su vida. Así, recuperó sus energías, su fuerza arrolladora, pero, sobre todo, recuperó sus ilusiones, y, con ellas, las ganas de luchar y disfrutar.

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