El caso de Alejandra

Inseguridad, recuperar la autoestima

Alejandra tenía 41 años, estaba casada, tenía dos hijas relativamente pequeñas y un trabajo extenuante, pero que le gustaba.

Tenía pocos, pero buenos amigos; más bien, amigas. Con su familia de origen mantenía una relación difícil, especialmente con su madre.

Aparentemente, la vida parecía sonreírle… pero llevaba los últimos cuatro años sintiéndose muy infeliz.

Pensaba que su marido, a juzgar por cómo la trataba, no tenía un concepto muy elevado de ella. Todo lo que hacía Alejandra le parecía mal y constantemente le reprochaba lo torpe que era.

A pesar de todo, ella seguía teniendo una dependencia muy fuerte de su marido. Este, con sus comentarios, había conseguido que Alejandra se sintiera muy insegura.

Por otra parte, era una madre muy amorosa con sus hijas, y por nada del mundo quería que las niñas vivieran una experiencia traumática, así que aguantaba como buenamente podía.

Alejandra venía a consulta a instancias de una buena amiga suya. Seguramente, no tenía muchas esperanzas en que su caso tuviera alguna solución, pero, como ella misma me dijo, no le quedaban ya fuerzas para oponerse a la presión de su amiga. Así que decidió venir, al menos para desahogarse.

La primera vez que vi a Alejandra me impresionó la tristeza tan profunda que había en sus ojos. Sin duda, era una persona atractiva, pero su figura solo emanaba cansancio, desesperanza y falta de vida.

Alejandra era muy sensible, con mucha necesidad de afecto y cariño. Se había sentido poco querida de pequeña, con una madre tremendamente autoritaria, pesimista y negativa. Con estos antecedentes, se había volcado en un marido, al que seguramente había idealizado, que al poco de casarse se había manifestado como un ser narcisista, frío y déspota.

Este es un caso que vemos con cierta frecuencia en el gabinete, pero nunca nos podemos acostumbrar. Siempre nos rebelamos ante tanto despropósito; rebelión que, sin embargo, debemos controlar, para no perder la objetividad y el rigor que necesita el tratamiento.

Alejandra sentía que le estaba fallando a todo el mundo, incluidas sus amigas; pero se sentía incapaz, sin fuerzas para tomar cualquier decisión que implicara nuevas dificultades. En estas situaciones hay que armarse de paciencia y afecto, para trabajar sin descanso en la reconstrucción de la persona.

Alejandra difícilmente estaba en condiciones de tomar decisiones tan importantes para su vida, porque sentía una inseguridad que la paralizaba. Y cuando alguien se siente tan inseguro, no se atreve a dar un paso de esa trascendencia.

En este punto, le pedí autorización para llamar a su mejor amiga, la que la había traído al gabinete.

“¿Qué le vas a decir?”, me preguntó.

Sonriendo, le respondí: “¡Tranquila! Solo voy a explicarle cómo puede ayudarte en estos momentos.”

¿Qué le pedí a su amiga? Lo mismo que íbamos a trabajar en la consulta: que le diera seguridad.

Alejandra no necesitaba oír lo que tenía que hacer; necesitaba escuchar, sentir y creer que hacía las cosas bien; que era una persona válida, querida, con mucha capacidad para observar, analizar y razonar; en definitiva, que era una persona valiente, que en esos momentos se sentía sin fuerzas, y era lógico que así fuera, que necesitaba tiempo, cariño y cercanía. Pero que se recuperaría y volvería a ser la auténtica Alejandra: una persona capaz y sensible, con cualidades para sentirse orgullosa de sí misma.

Al principio, parecía que íbamos muy despacio, pero si queremos provocar cambios importantes, estos necesitan tiempo para consolidarse; así que seguimos trabajando sin descanso. Afortunadamente, al cabo de unos meses la situación era muy distinta.

Habíamos empezado por el tema de las niñas. Sin duda, sus hijas constituían la máxima preocupación en la vida de Alejandra.

Nos trajo todos los registros que le mandamos. Siguió al pie de la letra el programa de actuación que elaboramos para las niñas. Vio que daba resultado, que las pequeñas cada vez se mostraban más alegres, tranquilas y seguras. Volvían a mirar a su madre con admiración y orgullo. Se habían convertido en un apoyo importante, que, lejos de suscitarle intranquilidad, le generaban fuerza y entusiasmo.

A continuación, abordamos el tema de su madre. Era importante que se sintiera segura en la forma de actuar con ella.

En este caso no hubo más remedio que entrenarla, una y otra vez, para que no sucumbiera al chantaje emocional al que aquella la sometía.

De nuevo, Alejandra trabajó sin descanso. Seguramente, lo que más le costó fue dejar de sentirse culpable cuando creía que le estaba fallando a su madre y que estaba siendo muy dura con ella. Pero terminó comprendiendo que, en realidad, le estaba haciendo un favor. Le estaba ofreciendo la oportunidad de dejar de ser una persona manipuladora.

Para sorpresa de Alejandra, su madre, al cabo de un tiempo, empezó a mostrarse más receptiva, incluso más humana.

El entrenamiento con su madre le vino muy bien a nuestra protagonista cuando abordamos por fin la parte más espinosa: la relación con su marido.

El día que vimos de forma pormenorizada cómo íbamos a tratar este problema, Alejandra me miró con incredulidad. Entonces le dije:

“Tranquila, porque esto ya lo tenemos ganado.”

“¡Pero, qué dices! –me respondió–, si aún no hemos empezado.”

“¿Tú crees que no se ha dado cuenta de que eres una persona diferente? ¿Acaso ha estado ciego estos últimos meses? No, Alejandra, ya verás cómo te resulta más fácil de lo que supones y, además, en menos tiempo del que esperas.”

La realidad se impuso: el marido de Alejandra reaccionó con estupor. No salía de una sorpresa cuando le esperaba la siguiente.

En realidad, opuso menos resistencia que su suegra, aunque intentó jugar más sucio, con amenazas incluidas sobre las niñas y todo lo que creyó que podía hacer mella en Alejandra. Pero veía a su mujer con tal fuerza que, al cabo de dos meses, estaba pidiendo un pacto, según él, de no agresión.

En realidad, lo que pedía era que las cosas volvieran a ser como antes, pero más suaves, pues a esas alturas era consciente de que su mujer ya no aceptaría volver a la situación anterior.

Alejandra se tomó el tiempo que consideró necesario y, finalmente, para sorpresa de su marido, optó por pedir la separación.

El día que me comunicó su decisión, se encontraba lógicamente excitada, pero sus ojos transmitían una fuerza arrolladora. Al final, su conclusión fue muy clara:

“¡Por fin he comprendido que también hay vida para mí! Tendré que hacer algunos retoques, como quitar a este impresentable de en medio, pero estoy segura de que la felicidad me está esperando. En realidad, ya me siento feliz en muchos momentos. Gracias por haberme ayudado a verlo.”

Seguramente, lo que más le costó a Alejandra fue no sentirse culpable en determinadas circunstancias. Eso es muy normal en las personas sensibles como ella, pero la sensibilidad no está reñida con la felicidad.

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