El caso de Alfonso

Inseguridad, pocas Habilidades sociales

Cuando Alfonso vino a vernos tenía 34 años y estaba preocupado por su relación con las chicas. Era un chico físicamente normal, incluso atractivo; pero no parecía tener éxito con las mujeres. Desde hacía tres años no tenía una relación estable. Se sentía agobiado; la mayor parte de sus amigos ya estaban casados o vivían con sus parejas, y últimamente todos le gastaban bromas, diciéndole que ¡se pusiera las pilas! Sin duda, para Alfonso venir al psicólogo fue un auténtico trago. Rápidamente vimos que tenía pocas Habilidades sociales; además, en cuanto se sentó enfrente de la mesa empezó a sudar y a tragar saliva de forma constante (señales inequívocas de ansiedad).

La mayoría de las personas que vienen a consulta, o que vemos en los cur- sos de formación, tienen bastante claro qué es lo que les preocupa; incluso creen saber con bastante precisión cuál es la causa o el origen de sus males. Lo habitual es que después de relatarnos su historia personal, nos digan qué es lo que ellos tendrían que hacer; o en qué deberían cambiar para que las cosas se solucionasen. Pero la realidad no suele ser tan sencilla, ni tan clara.

Me costó un poco convencer a Alfonso de que debíamos “rastrear” en todas las facetas; no solo en lo concerniente a su relación con las chicas. Es lógico que la persona en esta situación oponga cierta resistencia, pues le puede parecer que es una pérdida de tiempo y que, en todo caso, lo que a él le preocupa es algo muy concreto. Finalmente, accedió e hizo los “registros” de las situaciones que había vivido durante la última semana. De forma especial nos escribió cómo habían sido sus relaciones personales, sociales, laborales…; en definitiva, todo lo que podía concernir al área de la comunicación, de las habilidades que tenía o carecía a nivel interpersonal.

Los resultados eran bastante claros, y por supuesto no se limitaban únicamente al ámbito de las chicas. Alfonso tenía mucho que aprender para tener un nivel aceptable en sus relaciones interpersonales: con sus compañeros de trabajo, familia, amigos, chicas… Pero como iba a resultar demasiado duro para Alfonso admitir sus numerosas lagunas; le dije que, de momento, a modo de entrenamiento, nos centraríamos más en las distintas for- mas de comunicarse con los amigos, con su familia, con sus compañeros del trabajo…; antes que pasar directamente a la comunicación con las chicas que podrían interesarle.

Desgraciadamente, tendemos a ser sinceros al exponer los fallos de la otra persona; y no lo hacemos para fastidiar, sino porque alguna vez nos dijeron que ser honestos significa decir la verdad. Además, también debemos reconocerlo, muchas personas dicen lo que piensan por puro impulso; porque les cuesta callarse o reflexionar antes que hablar. Lo cierto, sea por una causa o por la otra, es que seguramente sin quererlo, actuamos de forma equivocada y conseguimos lo contrario de lo que pretendíamos.

En nuestro caso, no parecía lo más apropiado decirle a Alfonso lo que indicaban los registros: que sus compañeros se sentían incómodos con él; que su familia parecía estar tensa en su presencia; que apenas veía a sus amigos, no como él decía porque estuvieran emparejados, sino porque les resultaba un “plasta” y, además, sentían cierta tirantez en su presencia… Si lo hubiéramos expuesto claramente, el pobre Alfonso ¡se habría hundido en la miseria!, y ese no era el objetivo. En lugar de eso, nos pusimos a trabajar duramente.

En situaciones como esta, lo mejor es hacer muchas prácticas, para que la persona se vaya sintiendo cada vez más segura y, casi sin darse cuenta, sea capaz de ir incorporando poco a poco a su vida diaria las nuevas habilidades que va aprendiendo.

Grabamos muchas simulaciones en las que Alfonso debía mostrar sus “habilidades” ante diversas formas de relacionarse; su actitud; la distancia corporal que debía mantener; el tono; la velocidad del discurso; los gestos… En definitiva, los principales componentes de la comunicación no verbal. También vimos recursos para empezar de forma relajada las conversaciones; para conseguir que su interlocutor se sintiera bien; para que supiera reaccionar cuando observara en sí mismo signos de inseguridad…

Cuando Alfonso empezó a evolucionar favorablemente, empezamos a visionar aquellas cintas grabadas.

Su sorpresa fue total: “¡Qué barbaridad!; ¡qué bruto!, ¡cómo se puede ser tan torpe!”. “Lo que te pasaba –le comenté– es que estabas muy preocupado por lo que decías, y no te fijabas nada en lo que hacías. Pero, tranquilo, que ahora vamos a ver lo que hemos grabado hoy”. Lógicamente, lo que vio a continuación le llenó de satisfacción y orgullo: “¡Vaya diferencia!” –exclamó.

Aún tuvimos que ensayar muchas veces, antes de que Alfonso alcanzara las habilidades que le permitirían relacionarse sin dificultad; pero de todos los puntos débiles que presentaba cuando vino, el peor era su falta de adecuación en la distancia corporal.

Alfonso no era consciente de que “invadía” la distancia íntima en su relación con las chicas; que no respetaba la distancia personal o social cuando estaba con otras personas, y eso creaba a su alrededor un ambiente de tensión e incomodidad, que dificultaba al máximo su relación con los demás.

En el momento en que aprendió a no estar “tan encima”, a ser consciente de lo que provocaban sus gestos, a modular su tono de voz –que resultaba demasiado duro e impositivo–, a hablar más despacio, a escuchar…, poco a poco, consiguió que la gente se empezara a sentir có- moda en su presencia.

Así, casi de forma automática, sus compañeros de trabajo empezaron a mostrarse más abiertos y locuaces con él; las chicas parecían más relajadas, más predispuestas a volver a quedar de nuevo; sus amigos se mostraban menos esquivos; incluso su familia parecía empezar a disfrutar de su compañía…

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