El caso de Juan

Falta de comunicación entre padres e hijos

Cuando Juan acude a consulta tiene 30 años y nos pide ayuda para que su relación funcione: “No quiero quedarme solo”. Textualmente, se describe como un hombre muy inseguro y con mucho miedo a que Laura, su pareja actual, lo abandone.

Ha tenido dos relaciones “serias”; en la última de ellas su pareja lo dejó. Juan cuenta entre lágrimas que sufrió muchos años intentando olvidar y perdonar, dando tumbos, hasta que hace unos meses encontró de nuevo el “amor de su vida”.

Desde la confianza e intimidad del proceso terapéutico, Juan nos va desvelando su historia. Es hijo único, y el acontecimiento vital que más lo ha marcado es la muerte de su padre, quien falleció cuando él tenía ocho años. Recuerda a su madre trabajando largas jornadas para poder sostener la economía familiar.

Cuando mira atrás en el tiempo, la imagen más presente es la de sí mismo pasando mucho tiempo solo, jugando, estudiando; esa imagen le entristece.

Este sentimiento de tristeza lo acompaña, a pesar de “tener muchas cosas buenas por las que dar las gracias”. Tampoco logra sentirse valioso aunque ha sido brillante académicamente y le va muy bien en el trabajo.

Durante una de las sesiones no puede más y estalla en sollozos: “Estoy muy agobiado, no puedo dejar de pensar en que Laura me va a abandonar”. Esa imagen se repite en su cabeza una y mil veces, no cesa, lo invade, lo martillea y forja un intenso dolor en el pecho y unas enormes ganas de llorar.

Confuso, pide ayuda: “¿Por qué me pasa esto a mí? ¿Qué puedo hacer para no sentirme tan mal? Si sigo así la voy a perder”.

A los minutos, ya más tranquilo, nos cuenta que han tenido una fuerte discusión. Sabe que no está bien lo que hace, pero no puede evitarlo. “Me siento muy culpable, ayer la llamé por la mañana y no cogió el teléfono, le envié varios mensajes para ver cuándo íbamos a quedar. Siempre parece que soy yo el que tiene más interés en vernos, pero no me contestó a ninguno.

Entonces decidí ir a su casa, esto ya lo he hecho varias veces y sé que le disgusta. Me sentía fatal y no pude contenerme, tenía que verla, hablar con ella, aclarar las cosas. Cuando llegué a su casa vi a toda la familia en una celebración de cumpleaños, no sabía dónde meterme, ¡había metido la pata hasta el fondo! No he dormido en toda la noche. Después de esto me va a dejar, ¿quién va a querer estar conmigo?”.

El caso de Juan representa un claro ejemplo de miedo al abandono, una emoción que vivió por primera vez siendo niño, cuando, por circunstancias vitales, careció de afectos y límites. Estas situaciones, sumadas a unos rasgos de personalidad con tendencia a la rigidez y creencias erróneas –“si no estoy en pareja no seré feliz, me voy a quedar solo”– generan sentimientos de desamparo y abandono que le impulsan a la búsqueda de compañía como escape inmediato a estas emociones desagradables.

Llevaba años “dando tumbos de ligue en ligue”, intentando crear vínculos afectivos “impulsivos” y con poca exigencia. “Necesita” tener pareja para sentirse seguro y/o para acallar su temor a la soledad –aunque éstas terminen siendo poco afines– y se mantiene en esas relaciones por las mismas razones.

El primer paso es entender que su tristeza se forjó hace muchos años, cuando sintió por primera vez la pérdida de su padre y el “supuesto abandono” de su madre. Sus emociones actuales nos hablan de un dolor pasado no resuelto que invade también su presente.

Asimilada la información, tocaba entender que la inmensa ansiedad (miedo) que siente en la actualidad es el resultado de imaginar un abandono futuro por parte de Laura. Pasado y futuro se entrelazan en el ahora de Juan, tejiendo una complicada red emocional que le resulta difícil de manejar por sí mismo.

A partir de este momento, el proceso terapéutico es tan intenso como fructífero. Aceptar y reconocer la emoción de tristeza y de miedo son algunos de los puntos clave. Estas emociones indican pérdidas significativas vitales y la posibilidad de un nuevo abandono.

El siguiente objetivo es identificar que estas emociones no son adaptativas; aunque en su infancia la tristeza estaba presente, en la actualidad es un sentimiento que lo bloquea y lo desborda. Lo mismo ocurre con el miedo, que emerge aquí y ahora para avisarle de una “posible” amenaza que no ha sucedido (aunque si no cambia algunos de sus comportamientos, se va a convertir en una profecía autocumplida).

Modificar algunos de los esquemas de pensamientos centrales relacionados con las relaciones de pareja es todo un reto para Juan, a quien le cuesta transformar su manera de ver el mundo. Anclada en lo más profundo de su aprendizaje vital está la idea de no poder ser feliz si no encuentra a alguien a quien amar y que lo ame para toda la vida, idea muy vinculada a la imagen de su madre sola e infeliz.

Cuando deja de asumir que estar en pareja es la única manera de vivir plenamente, empieza a sentir como la opresión de su pecho se afloja y nace una agradable sensación de libertad.

“Ahora me doy cuenta de que vivir en pareja no genera felicidad ni malestar; el bienestar no se encuentra necesariamente al lado de alguien, sino que parte de uno mismo. No quiero a alguien a mi lado para que rellene un hueco que se quedó vacío. Quiero estar con Laura porque la quiero, no porque la necesito”.

Por primera vez en muchos años, Juan empieza a sonreír.

Y por último, no tenemos que olvidar que en la primera consulta Juan nos pide que le ayudemos a que su relación funcione. Perfecto, ahora es el momento, ¡manos a la obra!

Ahora que es más hábil con el manejo de sus emociones, lo ayudamos a cambiar algunos patrones de conducta que estaban siendo disfuncionales en su relación. Juan se frota las manos, satisfecho. Es en este momento cuando entiende que las conductas de control que ha tenido sobre Laura, lejos de calmarlo y evitar el abandono, lo conducen a sentir ansiedad y destruir su relación.

Finalizado el proceso terapéutico, y en una de las sesiones de seguimiento, le preguntamos a Juan cómo se sentía:

“¡Nunca me había imaginado que podría vivir sin miedo! Con respecto a mi madre, he descubierto todo lo que ella ha hecho por mí, todos sus sacrificios, todo su sufrimiento. Me siento eternamente agradecido, y esa sensación me libera y reconforta. Ya no me siento solo.

Además, ahora entiendo por qué ella no era feliz; no lo era no por no tener una pareja a su lado, sino por el enorme sufrimiento que le supuso la pérdida de mi padre y por el estilo de vida que llevó durante años.

Si me preguntas por mi padre, lo recuerdo jugando conmigo y ayudándome con los deberes. Esa imagen provoca añoranza, pero también ternura; ya no siento esa enorme tristeza que tiraba de mí hacia abajo, que me hundía.

Y con Laura, ¡no pueden ir mejor las cosas! Disfruto de la relación plenamente sin preocuparme de lo que pueda suceder en el futuro. Eso sí, como aprendí, me esmero en cuidar la relación, por si las moscas”.

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