El caso de Esther

Exceso de trabajo. Estrés

Esther tenía dos hijos, una niña de cuatro y un niño de dos años. Laboral- mente, había conseguido estabilidad y un trabajo que le gustaba muchísimo; estaba en una compañía muy importante, y desde hacía tiempo dirigía un equipo con el que daba soporte a diferentes empresas, algunas de bastante nivel e importancia.

Su capacidad de trabajo era muy alta y, cómo no, lo compatibilizaba tam- bién desde prácticamente siempre con su labor de madre que, cuando llega a casa, siempre tiene algo que hacer.

Dado que se lo podían permitir económicamente, ella y su marido habían decidido que las tareas de la casa las hiciera una persona externa que en principio sería sobre quien recaería el mayor peso de trabajo.

Obviamente, siempre quedaban ciertas cosas indelegables y era ella quien las hacía. Su capacidad era tal que a pesar de levantarse a las seis y media de la mañana, por las noches a las doce y media podía estar aún despierta ultimando o leyendo algo.

Este ritmo es insostenible incluso durante un pequeño período de tiempo. Sin embargo, Esther llevaba muchos años soportándolo.

Llegó el momento en el que tuvimos que intervenir, cuando el cuerpo de Esther dijo que no podía más. Ese trajín día tras día, a pesar de su indudable gran capacidad, tenía que pasarle factura y, así, comenzaron ciertas molestias físicas, que, concentradas en el abdomen, le fueron generando un malestar progresivo que llegó a hacerse continuo. Primero fue al médico de familia, luego tomó algo de medicación, después fue al especialista, para más tarde asistir a otros especialistas hasta la desesperación.

A esas alturas tenía ya una importante distensión abdominal, con consecuen- tes desarreglos intestinales y un nivel de preocupación altísimo. Este nuevo ingrediente repercutió en primer lugar en el ritmo, que sufrió una especie de frenazo, pues la sensación de cansancio llegó a ser tan importante como las molestias físicas. Su nivel de eficacia en el trabajo disminuyó considerablemente y, como consecuencia, sus pensamientos negativos aumentaron, y, así, llegó a pensar cosas como las siguientes:
“Ya no soy tan buena”.
“No valgo para nada”.
“En el trabajo soy un desastre”.

Por otro lado, en casa sentía que no podía hacerse cargo de casi nada y lo que más le importaba eran los niños, con los que advertía que no tenía la paciencia necesaria y con los que surgían problemas cotidianos ante los que su respuesta era de enfado y de frustración casi constante. De igual manera, los pensamientos correspondientes eran de este tipo:
“No puedo cuidar bien de mis hijos”.
“Estoy siendo una mala madre”.
“No valgo para nada”.

El médico le dio la baja laboral, pues llegados a ese punto no podía ni con su propio cuerpo y la distensión abdominal era tal que las molestias permanecían casi de manera constante. El estado en el que ya se encontraba era un estado depresivo en el que, como es característico, su nivel de actividad disminuía considerablemente, sus preocupaciones aumentaban y su motivación en general también estaba por los suelos. Su continua preocupación la llevó a seguir visitando a un gran número de especialistas y a realizarse toda suerte de pruebas. Una doctora que nos conoce muy bien, una vez que parecía bastante evidente que no existía una causa orgánica que justificase los síntomas que tenía Esther […], le recomendó que viniera y que se planteara otras hipótesis, como que la causa pudiera ser un proceso de estrés. Así fue el comienzo de nuestro encuentro y donde comenzamos a observar y a averiguar lo que le pasaba a Esther. Las primeras acciones las encaminamos a observar bien su nivel de actividad y sus pensamientos negativos, que ocupaban la mayor parte de su tiempo. He de decir que durante bastante tiempo hubo una parte de ella que se resistió a admitir que ese problema físico tan evidente pudiera tener alguna relación con el estrés o con sus emociones o con algo parecido a esto, pero, por un lado, estaba tan hastiada de tantas vueltas sin conseguir la solución, y por otro, era tal la confianza en la persona que le había recomendado, que puso todo el empeño que le quedaba.

Lo primero que nos propusimos fue que empezase a estar más activa pero con actividades reforzantes para ella, que le proporcionaran sensaciones positivas, que disfrutase y que saliera cuanto antes de ese bloqueo en el que se encontraba. Comenzó a andar, a salir poco a poco, aunque fue despacio porque físicamente aún se encontraba mal.

Aunque ella nunca había percibido síntomas que claramente pudieran relacionar lo que le ocurría con el estrés, lo cierto es que su alto nivel de resistencia durante mucho tiempo le había permitido creer que no tenía límite.

Pero la verdad es que todos tenemos un límite, y es de vital importancia que aprendamos a evaluar nuestras fuerzas y a medirlas para poder encontrar el equilibrio que nos proporcione la seguridad de poder mantenernos en el tiempo con un desgaste mínimo y con un nivel de cansancio que nos aseguremos de que día a día se va compensando y disipando.

Esther había sobrepasado sus fuerzas con creces, y, lo que era peor, ni se había dado cuenta, por lo que, o aprendía a identificar las partes del proceso o cada cierto tiempo se podría encontrar en un punto de no retorno, en el que ya se sentiría lo suficientemente afectada como para bloquearse y tener que volver a parar.

Esther comenzó a practicar las técnicas de desactivación que, además de conseguir que sus niveles de ansiedad fuesen realmente bajos, le ayudó enormemente a conocerse a sí misma en este sentido y a entender cómo su nivel de actividad le llevaba a desentenderse totalmente del estado interno que tenía.

Hay personas que funcionan tan rápido y son tan activas que ni se plantean que en su funcionamiento interno puedan existir procesos que necesiten de tiempos para funcionar adecuadamente.

Pues bien, Esther aprendió a disminuir sus ritmos; por ejemplo, con la respiración diafragmática aprendió a regularse de tal manera que cuando se notaba algo acelerada, echaba mano de ella y conseguía ir más despacio. Siempre había sido una persona muy exigente y en parte por ello acaparaba tantas actividades y además con éxito, pero desde hace algún tiempo, esos pensamientos se habían vuelto en su contra, puesto que ahora constantemente ponía en entredicho su valía, tanto en el trabajo, como en casa, con sus hijos, con su marido, y en todos los planos prácticamente.

Trabajamos la reestructuración cognitiva hasta conseguir que no se dejase llevar por los pensamientos negativos y distorsionados que había elaborado en la última etapa, y, poco a poco, fue generando otros y esforzándose por pensar de manera mucho más realista, no solo recuperando pensamientos que hace mucho tiempo no tenía, sino mejorándolos hasta conseguir no pensar, por ejemplo, que tenía que exigirse el máximo siempre y en todos los sitios, o que no se podía permitir cometer errores como cualquier persona.

En relación con esto, cayó en la cuenta de que también ella podía cambiar su ritmo de vida y tomar decisiones importantes, como hablar con su jefe y plantear una reducción de jornada, para poder disponer de más tiempo que dedicar a sus hijos y ayudarse en la línea que se había planteado de ir más despacio por la vida.

Aunque la empresa en la que trabaja se caracteriza precisamente por ser muy competitiva y conseguir de sus empleados unos niveles de trabajo muy intensos, precisamente ella, que era muy buena en lo suyo, aún podía hacerse valer más, planteando soluciones, que a la larga iban encaminadas a mejorar no solo a ella misma sino también a la propia empresa, por cuestiones relacionadas con su motivación y rendimiento.

Por otro lado, y en lo que a ocio se refiere, por primera vez en su vida empezó a dar gran importancia a esas actividades ya iniciadas tímidamente, y, así, formó un grupo de amigas con las que jugaba al pádel un día fijo a la semana, y también salía de vez en cuando a tomar un café o lo que se terciara. Por supuesto, siguió sacando jugo a los fines de semana con la familia saliendo y disfrutando todos juntos. En esto requirió que su marido colaborase algo más en casa y comenzase a hacerse cargo de algunas tareas en esos momentos; sobre todo, las relacionadas con los niños. No fue fácil, también porque él llegaba tarde de trabajar, pero ella se lo propuso como una necesidad más que como una posibilidad. Los momentos de desesperación y de falta de control que se habían venido dando con los niños quedaron perfectamente superados en el momento en que disminuyó el cansancio y encontró el equilibrio entre el desgaste y la recuperación diaria. También la ayudó el hecho de llevar a cabo durante un par de semanas los registros de conductas de los niños que le facilité y que le permitieron ver con claridad las conductas ante las cuales ella perdía el control con más facilidad y su relación con el cansancio.

Algunas estrategias puntuales, como separar a la niña cuando se metía con el hermano sin llegar a enfadarse tremendamente con ella o ignorar completamente las llamadas de atención del pequeño sin caer en la trampa de dedicarle contemplaciones, que acababan siempre en desesperación porque él no entendía nada y se ponía peor, y su serenidad progresivamente alcanzada, le permitieron resolver esas dificultades cotidianas con los niños. Haber descubierto que podía controlar su cuerpo tras conocer cómo este se resentía cuando ella presentaba estrés, fue crucial para recuperar el equilibrio en su vida y especialmente para mantenerlo.

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