Angélica vino a la consulta un año después del accidente que sufrió su marido, cansada, con una mirada triste y con ojeras muy marcadas. Tenía cuarenta años y llevaba diez de casada, sin hijos.
El día del accidente estaba en el trabajo, y a media mañana sonó su móvil y un guardia civil le comunicó lo sucedido.
Ya en el hospital, le informaron que José padecía un traumatismo craneoencefálico severo con fracturas múltiples y que permanecía en coma. Su esposo salió del coma dos días después del accidente y la evolución fue lenta. Aumentaba la esperanza en su recuperación pero también la incertidumbre de no saber las secuelas físicas y psicológicas a las que tendrían que enfrentarse.
Durante el ingreso en el hospital, Angélica trabajaba por las mañanas. Solicitó la reducción de jornada y las tardes las pasaba en el hospital.
Tres meses después, a su marido le dieron el alta e iniciaron una nueva forma de vivir, puesto que José no podía realizar por sí mismo las actividades cotidianas básicas.
Me comentaba que una persona contratada le cuidaba por la mañana y ella llegaba a casa a las tres de la tarde y a partir de ahí se dedicaba a atender a su marido.
Lo peor era la irritabilidad, la desgana y la apatía de José. Angélica no sabía qué hacer ni cómo animarlo. Esto le provocaba a ella mucho desgaste y un disgusto permanente.
Además, su marido tenía muchas dificultades para caminar y para coger cosas, y problemas para atender y concentrarse, así como fallos en la memoria. Con la rehabilitación, iba mejorando lentamente, al contrario que Angélica: “Yo voy a peor –se lamentaba–, cada vez me cuesta más esfuerzo hacer las tareas tanto en el trabajo como en casa, pero delante de él aparento estar bien y fuerte. Mis cuñadas me ayudan, pero me siento aislada, sola, con pocas ilusiones. No sé lo que es dormir de un tirón y apenas me apetece comer”.
Empezamos a trabajar las preocupaciones de Angélica. Comprendió que es importante estar informada acerca del proceso de rehabilitación, de los progresos, de lo que quedaba por trabajar. De esta manera, fue reduciendo la incertidumbre y volcó su atención en lo que podía hacer día a día; era lo único que podía controlar directamente. Aprendió a no anticipar situaciones negativas, a decirse cosas útiles y realistas para reducir la angustia y, lo más importante, a dar valor a lo que hacía dentro y fuera de casa y a retomar o iniciar proyectos personales y familiares.
Angélica es hija única y su familia vive fuera de Madrid, por lo que paralelamente tuve la oportunidad de trabajar con dos de sus cuñadas. El objetivo que perseguíamos era que aprendieran a facilitar la expresión de sus propias emociones y también a las de Angélica, a escucharla y comprenderla.
La animé a Angélica asistir con más frecuencia a asociaciones de familiares que están pasando por situaciones parecidas. Las aportaciones de personas más veteranas en la tarea de cuidar, le facilitarían aprender mucho sobre su familiar y, sobre todo, a darse cuenta de que algunas de ellas perciben estas situaciones de manera más constructiva y han conseguido normalizar su vida una vez que han aprendido a convivir con las limitaciones de su familiar.
Había llegado el momento de adaptarse a la realidad cambiante de la situación de su marido y dar valor a su dedicación de cuidadora. Angélica empezó a sentirse estable emocionalmente.
Junto con sus cuñadas, organizó el tiempo de dedicación al cuidado de lo que necesitaba su marido puntualmente, para descansar mejor y también para tener actividades de ocio. Ya no se sentía sola, participaba más en la asociación y aumentó la frecuencia de contactos con familiares y amigos, y lo que más le hacía sentirse mejor era comprobar que a su pareja no le faltaba afecto, y cuidarle le generaba mucha satisfacción.
¡Enhorabuena, Angélica, por cambiar la forma de ver las cosas, ánimo y un abrazo para tus cuñadas!
Los acontecimientos difíciles y negativos vienen solos, pero las cosas buenas hay que provocarlas para que sucedan.