El caso de Alejandro

Cuando no nos valoran lo suficiente

Alejandro es una persona sensible, con mucho pundonor, exigente consigo mismo, trabajador y responsable, que se sentía injustamente tratado por su jefe.

Tenía 38 años cuando le conocí. Era un profesional bastante preparado en su materia, y aunque tenía la espina de no haber estudiado una carrera, su capacitación era muy buena.

Anteriormente había estado en una empresa donde se había curtido a base de trabajar muchas horas y asumir diversas responsabilidades. Se sentía bien, pero el sueldo era bajo, por lo que hacía año y medio que había aceptado la invitación de un antiguo jefe suyo, que se había ido a otra empresa y ocupaba allí un cargo directivo importante. En su puesto de trabajo actual no dependía directamente de su jefe anterior, sino de otra persona, un supervisor que estaba en medio entre ambos.

Desde el principio parece que a este nuevo jefe no le hizo ninguna gracia su incorporación, aunque no tuvo más remedio que aguantarse, pues Alejandro había sido “fichado” por el actual director; no obstante, intentó hacerle la vida imposible. Alejandro se pasó las primeras sesiones quejándose una y otra vez, como si quisiera impresionar con sus desdichas. Se había hecho un experto en detectar cualquier mueca, gesto o insinuación por parte de su jefe, que supusiera algún tipo de reproche o menosprecio hacia su labor. Vivía prácticamente obsesionado con la actitud de esta persona hacia él y parecía pasar por alto el resto de su vida. Alejandro se sentía tan víctima, tan injustamente tratado, que las únicas salidas que veía eran: o le cambiaban de jefe, o él tendría que buscar otro trabajo.

Había intentado decirle al director –el que le llevó allí– que su actual jefe era un incompetente, pero este le había pedido paciencia, y le había animado a que tratase de llevarse bien con él. El argumento del director era bastante claro, él no podía entrar en una empresa quitando a un supervisor que tenía buena fama, con el único argumento de que no se llevaba bien con un “enchufado” suyo. Alejandro se había sentido un poco “dejado a su suerte”, pero lo que más echaba en falta era la consideración y valoración que había tenido en su anterior puesto de trabajo.

En lugar de intentar reaccionar, todo su interés se centraba en que yo le reconociera que era imposible estar bien con su jefe. A la tercera sesión decidí que era el momento de empezar a objetivar su realidad. Para ello, le dije que íbamos a intentar analizar el resto de su vida, pues entendía que si se sentía tan mal, sería porque también habría otras áreas en las que no habría tenido suerte. Le pedí que pensara qué pasaba con su mujer, con su hijo, con sus amigos, con su familia…, que analizase qué conducta tenían con él. Alejandro se quedó un poco confuso, y aunque yo le insistía en que buscase momentos en los que se había sentido injustamente tratado, pronto dijo que, salvo un amigo con el que ya no tenía tanta relación, y su madre que de vez en cuando le reprochaba que se hubiera cambiado de trabajo, en realidad sentía muy cercanas al resto de las personas. Le estaban apoyando mucho y no tenía motivos de queja.

En este punto mostré mi extrañeza y le comenté: “¡No puede ser!, ¡seguro que nos estamos dejando algo!; ¿de verdad me dices que tu mujer, tu hijo, tus amigos, tu padre, tus hermanos, tus antiguos compañeros… ¡todos te apoyan!, y tú, sin embargo, te sientes tan mal?”. Alejandro empezó a intuir hacia dónde se dirigía mi planteamiento, y durante dos sesiones más aún se resistió, e intentó focalizar toda la atención en que le resultaba imposible estar bien si su jefe, en lugar de valorarle, no le prestaba la mínima atención, y cuando lo hacía era para re- alizar algún comentario impertinente.

Como veía que todavía le costaba asumir el nuevo rumbo que necesitábamos, le pedí que hiciera registros de las situaciones “injustas” que vivía en su trabajo, pero también de los momentos en los que se encontraba bien, dentro y fuera del trabajo. Trajo sus registros perfectamente cumplimentados y, tal y como esperábamos, ya habían empezado a dar sus primeros frutos. Alejandro reconoció que siempre que se sentía mal era por lo que él pensaba, por cómo interpretaba lo que estaba sucediendo. Vimos que muchas veces se sentía fatal no por lo que su jefe hacía, sino por lo que había dejado de hacer. Por ejemplo, Alejandro terminaba bien su trabajo y su jefe, en lugar de alabárselo, a lo mejor le buscaba alguna pequeña pega, o simplemente le decía que continuase con la siguiente actividad y que lo hiciera rápido, pues corría prisa. En estas situaciones Alejandro no paraba de tener pensamientos negativos respecto a la poca valoración que recibía por parte de su superior […].

Luego, analizamos los registros en los que se había sentido bien; eran menos, y curiosamente había incluso alguno de su trabajo. Con los registros en la mano, pero aún sin comentarlos con él, lo primero que le pedí es que relatase pormenorizadamente cómo había sido su última semana. Como la valoración que hacía era muy sesgada y se refería casi exclusivamente al trabajo, me propuse que salieran a la luz otras situaciones en las que se había sentido bien. Poco a poco, a través de mis preguntas, fue explicitando esos momentos. Los analizamos y vimos que siempre coincidían con pensamientos más positivos, del estilo de: “¡mi hijo es una maravilla!, mi mujer es muy alegre, mis amigos me aprecian, este compañero se da cuenta de que el jefe es injusto conmigo…”

A continuación, le pedí que reflexionase sobre todo lo que habíamos estado analizando, pues íbamos a comprobar hasta qué punto él podía cambiar esas emociones negativas. Lo íbamos a lograr con la ayuda de otros pensamientos alternativos a los actuales. La instrucción era muy clara: cada vez que se sintiese mal, debería apuntar lo que estaba pensando, y, a continuación, escribir un pensamiento alternativo, positivo y que le ayudase a sentirse mejor. Además, insistí en que apuntase todos, absolutamente todos los momentos en los que se sentía bien, y aquellos otros que podía calificar de forma más positiva que como lo hacía en la actualidad. Por ejemplo, en lugar de pensar que su hijo era bastante incordiante a última hora de la tarde, intentaría realizar un análisis más objetivo, que le llevaría a darse cuenta de que en realidad era un niño al que le gustaba estar con su padre, que valoraba sus opiniones, que, además, era muy creativo y despierto, y que se le ocurrían cosas ingeniosas…

Al cabo de unas semanas, Alejandro se sentía mejor consigo mismo y con su vida en general. Apreciaba más los momentos agradables y era consciente que podía cortar, casi a voluntad, los momentos en los que se había sentido antes injustamente valorado. Cuando dejó de ver a su jefe como a un enemigo, curiosamente, pero, como siempre decimos, “no por casualidad”, este empezó a mostrarse más relajado con él.

Pero si hubo algo que Alejandro aprendió por encima de todo, es que él podía sentirse bien, a pesar de la actitud que mostrase su jefe.

Podemos sentirnos mejor o peor valorados por nuestros jefes, pero no podemos otorgarles el poder de provocar nuestro desaliento. […]

Alejandro no se cambió de trabajo. Pasado un tiempo, tuvo otro jefe mejor, pero lo que ganó en la calidad del jefe lo perdió con la incorporación de dos nuevos compañeros; no obstante, consiguió que este hecho no empañase su nueva realidad.

Si había podido superar un mal jefe, no iba a consentir que dos compañeros agresivos le amargasen la vida.

Situado en Madrid, somos uno de los Centros de Psicología más grandes de España formado por un equipo multidisciplinar de Psicólogos, Psiquiatras, Logopedas y Neuropsicólogos, que nos permite trabajar con todos los rangos de edad y tipos de terapia.