Elena era una mujer de mediana edad, que sentía que su vida había sido un fracaso. Tenía un hijo de 16 años, que no paraba de darle disgustos, y un marido que apenas hablaba, con el que no se sentía satisfecha, y además no conseguía que la entendiera.
En las primeras sesiones Elena no paraba de quejarse, se pasaba las se- manas sufriendo cada día; sentía que su hijo “iba por libre y a lo suyo”, su marido “parecía estar siempre en las nubes” y la miraba con cara de resignación e impotencia, y ella tenía que luchar sola ante tanta adversidad.
Sus deseos de ser una persona independiente (había trabajado desde muy joven), formar una familia unida, con un ambiente muy distinto al que ella había tenido en su infancia, poder seguir desarrollándose a nivel intelectual y social… parecían estar condenados a no realizarse nunca:
“Mi marido está constantemente cansado, llega a casa y lo único que quiere es ver la tele y que le dejemos en paz; a mi hijo solo le preocupan sus ami- gos, la videoconsola, el ordenador y las salidas del fin de semana. ”Mis padres cada día están más mayores, solo piensan en ellos, no se dan cuenta de que mi vida es difícil, pero me llaman continuamente para pedirme cosas, pero nunca me preguntan cómo estoy yo, y si me quejo me dicen que la vida es así y que tenga más paciencia, que mi hermana Ana –que siempre ha hecho lo que ha querido y solo ha pensado en ella misma– sí que tiene problemas, que lo mío no tiene importancia.
”¡Esa es mi vida! ¿Cómo voy a sentirme bien así? Lo que me gustaría es poder desaparecer una temporada, para que todos se dieran cuenta del papel que hago, de lo mucho que me esfuerzo y lo poco que me lo han agradecido nunca”.
Al principio, Elena se resistía con todas sus fuerzas a considerar, siquiera, que ella podía sentirse bien, aunque sus circunstancias familiares y profesionales cambiasen.
Cuando tratábamos de racionalizar los pensamientos que tenía acerca de su familia, y le comentábamos que en realidad esta no era muy diferente de la que podían tener muchas de las personas de su edad y entorno sociocultural, inmediatamente nos decía que si les conociéramos no pensaríamos lo mismo. A continuación, argumentaba lo difícil que era su ambiente de trabajo, con una jefa insoportable, que no había quien la aguantase; unas tareas monótonas y sin sentido, ¡todo burocracia absurda!, y unos compañeros que solo pensaban en la forma de “escaquearse” y faltar lo más posible.
Dado que no estaba dispuesta a rendirse fácilmente, y que con su actitud nos demostraba que, más que solicitar ayuda, lo que quería es que la escuchásemos (seguramente porque además creía que su caso tenía poca solución), le pedí que buscase más motivos de insatisfacción, porque seguramente los tendría.
Ante su sorpresa, le dije que me extrañaba que no se hubiera quejado aún de sus amigos y amigas (cosa que inmediatamente estaba dispuesta a hacer). También le comenté que me sorprendía que no hubiera tenido mala suerte con el vecindario, con el lugar donde vivía, con el colegio de su hijo, con la familia de su marido…
Lógicamente, aunque con cierta cara de extrañeza e inseguridad, Elena empezó a desgranar, una a una, todas las quejas de su vida; yo le seguía diciendo que buscase más, que ahondase, que aún tendría más razones para sentirse fatal, y ella lo hacía, pero llegó un momento que esto ya no parecía entusiasmarla demasiado y, directamente, me preguntó qué pretendía al apretarla de esta manera.
Mi respuesta era obvia: quería que empezásemos a trabajar de forma positiva; no tenía sentido machacarse continuamente. ¿Adónde la llevaba ese continuo desgarro? En definitiva, había llegado el momento de “cruzar la línea de salida”, para conseguir el objetivo que ella buscaba; a saber: ¡estar más satisfecha con su vida!
Poco a poco, empezó a trabajar en su recuperación, y, en lugar de compadecerse continuamente, terminó convirtiéndose en una experta en descubrir sus pensamientos.
Una vez dado este paso crucial, Elena vio, no sin asombro, como siempre que se sentía mal previamente había tenido pensamientos negativos, del estilo de: “¡No puedo más!, solo piensa en él; así es imposible, vaya familia que tengo, todos van a lo suyo…”. Al cabo de quince días no tenía ninguna duda; si quería sentirse mal no tenía más que seguir pensando en las cosas que se venía diciendo desde hacía años, pero si conseguía darse cuenta en ese momento, y aún no estaba “muy encendida”, podía razonar y examinar sus pensamientos.
De esta forma, veía que muchas veces eran irracionales, y no se correspondían exactamente con la realidad; en ese instante trataba de racionalizarlos y cambiarlos y, poco a poco, volvía a recuperar el control de sus emociones. Cuando descubría que llevaba bastante tiempo con ese tipo de pensamientos, sin que se hubiera dado cuenta, notaba que difícilmente podía recuperar ya el control, analizando simplemente sus pensamientos; en estos casos practicamos la “parada de pensamiento”, que consiste en “cortar” bruscamente los pensamientos que le provocaban esas emociones tan negativas.
Una vez pasado el estado de ansiedad y recuperado el control, entonces Elena sí que podía entregarse a racionalizar esos pensamientos; es decir, a examinarlos, ver la correspondencia que tienen con la realidad y cambiarlos cuando no se ajustan a ella. Pero podía suceder, y de hecho ocurría muchas veces, que sus pensamientos eran racionales, que se correspondían con los hechos; no obstante, en esos casos, cuando ella veía que le afectaban mucho emocionalmente, también los “cortábamos”, para conseguir de nuevo el control de sus emociones.
Quizás algunas personas se pregunten si eso no es negar la realidad; su planteamiento es bastante lógico, pero yo les pediría que analizasen a qué nos conduce hundirnos emocionalmente; para qué nos sirve perder el control, sumergirnos en una pena infinita o desgarrarnos ante lo que nos pasa; sobre todo, cuando no tenemos control sobre esas circunstancias externas.
¿Qué adelantamos machacándonos al comprobar que la vida es injusta, que hay niños que siguen sufriendo hambre y calamidades, personas que padecen regímenes dictatoriales, jefes que actúan como si no tuvieran sentimientos, trabajadores que pretenden escalar posiciones pisando a sus compañeros?… ¿No será mejor que canalicemos nuestras energías en aquellas acciones que realmente estén en nuestro campo de actuación? Seguramente no podremos luchar contra los intereses de determinados gobiernos o multinacionales, pero quizá podamos contribuir a paliar, al menos, una pequeña parte de los efectos que ocasionan.
No se trata de ser insensibles –todo lo contrario–, sino de ser eficaces; de esa manera, cuando comprendemos que no somos dioses, actuamos con racionalidad y con todo el empeño con que nuestra sensibilidad nos faculta.
A Elena le costó no adoptar una postura, según ella, “más combativa”, ante situaciones o hechos que consideraba injustos, y que realmente lo eran, pero terminó comprendiendo que lo único que conseguía con esa actitud era desesperarse, no arreglar las cosas y… sufrir de forma tan inútil como prolongada.
La verdad es que al final se terminó convirtiendo en una experta en la utilización de una serie de recursos psicológicos que, como ella decía, ¡le habían cambiado la vida! Los resultados no se hicieron esperar. Curiosamente, pero no por casualidad, la relación con su marido mejoró, según ella, de forma increíble. Con su hijo estableció una nueva “dinámica”, que hizo que ambos se sintieran más escuchados y comprendidos por el otro; pronto asumió que era un buen chico, con una edad muy difícil.
Con sus compañeros de trabajo llegó a pasárselo tan bien, que le costó dejarlos cuando se cambió a otro puesto de más nivel.
Mención aparte merece su jefa. Durante el tiempo que estuvo con ella siguió pensando que era una persona injusta, desequilibrada e inmadura, que descargaba sus insatisfacciones sobre los demás, y se aprovechaba de su puesto para humillar a sus subordinados; pero consiguió que los cambiantes estados de ánimo que presentaba cada día ya no la afectasen, y llegó un momento que se sintió tan por encima de ella que su jefa, de nuevo curiosamente, pero no por casualidad, experimentó una especie de transformación y dejó de meterse con Elena, la excluyó de sus “salidas de tono” y de las vejaciones que seguía infiriendo al resto del equipo.
Fue muy curioso, porque incluso dos de sus compañeros llegaron a preguntarle si había descubierto algún secreto importante sobre la jefa, pues se mostraban muy sorprendidos ante el cambio de actitud que esta había experimentado con Elena. Nuestra protagonista se sintió en la obligación de contarles la estrategia que le había dado tan buen resultado, pero ellos la miraron un poco impotentes y sorprendidos, y lo único que acertaron a decir fue: “¡La verdad es que tú realmente eres otra persona desde hace unos meses!”.
No hace falta añadir que también cambió la relación con sus padres y con sus amigos; recuperó algunas de sus viejas amistades y se integró muy bien en un nuevo grupo de personas con las que compartía gustos afines.
El nuevo enfoque que Elena le había dado a su vida le había permitido dedicar, entre otras cosas, tiempo a sí misma. Este y otros cambios que experimentó le habían abierto una serie de puertas y oportunidades que ya creía muertas para ella.
Elena, por fin, había comprendido que sus pensamientos eran los responsables de sus emociones y que podía sentirse bien, aunque la realidad que viviese fuese difícil.