El caso de Ernesto

C.I. límite y padres demasiado exigentes

Ernesto era un niño callado, triste, introvertido y solitario, que sufría la inflexibilidad de sus padres.

Cuando tenía siete años, ya les habían dicho en el colegio que presentaba una serie de dificultades que aconsejaban una evaluación exhaustiva, pero los padres se negaron a admitir que su hijo tuviera problemas que requirieran de un tratamiento especializado. Según ellos, quienes fallaban eran los profesores y el colegio, que tenían un método educativo demasiado relajado y muy permisivo con los alumnos.

Lejos de realizar el estudio que el niño precisaba, lo que habían hecho fue cambiarle de colegio y matricularle en otro centro “más duro”, según sus apreciaciones.

Cuando les vimos en consulta, el niño tenía doce años y llevaba a sus espaldas tres cambios de colegio consecutivos.

Finalmente, los padres habían aceptado acudir al psicólogo, porque en el colegio les dijeron que el niño necesitaba un centro de educación “especializado” en problemas de aprendizaje. Les comentaron que no tenía sentido negarse a ver la realidad, que el niño estaba en una edad difícil y que los profesores estaban muy preocupados pues le veían signos que podrían indicar que sufría depresión.

En la primera consulta vimos a dos padres enfadados con el mundo, heridos en lo más profundo de su ser y muy confundidos. Después de tantos años, aún seguían buscando culpables, ya que se mostraban incapaces de admitir la realidad de su hijo.

Los registros de conducta nos mostraron a unos progenitores inflexibles, que se pasaban el día enfadados con su hijo, pidiéndole –más bien exigiéndole– lo que Ernesto era incapaz de ofrecer.

Como el retraso de los primeros cursos se había convertido ahora en un fracaso escolar rotundo, pretendían que el niño supliera sus carencias a base de dedicar todo el tiempo disponible en casa a trabajar con diferentes profesores particulares. Profesores que poco podían hacer ante las dificultades y las limitaciones de base que tenía su hijo.

Cuando vimos a Ernesto, nos impactó lo profundamente desgraciado e infeliz que se sentía. Efectivamente, era un niño muy acobardado, inseguro, lleno de miedos, temores e insatisfacción, que había “tirado la toalla” y que no podía con la tragedia en que se había convertido su vida.

Resulta dramático ver a un niño de doce años con ese nivel de tristeza y desesperación. Tardamos tres sesiones en conseguir que se relajara lo suficiente como para esbozar una pequeña sonrisa.

La evaluación que le realizamos era determinante. El niño tenía un C.I. (Cociente Intelectual) límite, que le impedía seguir una escolaridad normal. El nivel de sus aprendizajes se situaba varios años por detrás de su edad cronológica.

El exceso de presión que había tenido lo único que consiguió fue bloquear al niño y que se sintiera profundamente desgraciado, con una de las autoestimas más bajas que hemos visto en nuestra trayectoria profesional.

Fue muy difícil conseguir que sus padres admitieran esta realidad. Ellos habían soñado siempre con un hijo brillante y triunfador.

Ante los primeros avisos del medio escolar, pensaron que las dificultades del niño se debían a que tenía un espíritu poco luchador, poco competitivo –como ellos decían, con poco “amor propio”–, y por eso se habían embarcado en una lucha constante con su vástago.

Ernesto llevaba años castigado. Sus esfuerzos nunca eran suficientes, no había espacio para el juego o la alegría en su vida.

Constantemente, le comparaban con una prima que tenía mucho éxito en los estudios, y aunque el resto de la familia no estaba de acuerdo con la forma en que trataban a su hijo, pues querían profundamente a Ernesto y eran conscientes de que el niño “no daba más de sí”, no habían conseguido que sus padres admitieran esta realidad.

Nos encontramos con enormes resistencias cuando les dijimos que había que cambiar drásticamente la forma en que trataban a su hijo, que el niño era un buen chico que se esforzaba todo lo que podía y que su vida estaba siendo un auténtico calvario.

Pero lo más difícil fue cuando determinamos que el niño debía acudir inmediatamente a un colegio especializado en niños con dificultades de aprendizaje.

Por más que repetíamos la palabra “especializado”, ellos decían que nunca llevarían a Ernesto a un colegio “de educación especial”.

Afortunadamente, la realidad se impuso, pero antes tuvimos que plantearles muchas preguntas y ofrecerles todas las respuestas que necesitaban.

Por fin, los padres aceptaron que su hijo jamás podría estudiar una carrera, pero que, en cambio, tenía muchas cualidades: era un niño voluntarioso, obediente, disciplinado, luchador, con muy buen corazón –añadió un día su madre– y muy manitas –puntualizó su padre–, y lo hizo con un gesto, mitad llorando, mitad intentando sonreír, que era la viva imagen de ese sufrimiento tan desgarrador que llevaba años padeciendo.

Cuando los padres se reconcilian con la realidad de sus hijos, por fin se permiten ser cariñosos con ellos, flexibles con sus limitaciones y humanos con sus carencias.

La reacción del niño fue extraordinariamente positiva. Por fin, se sentía querido por sus padres, aunque tuvo una primera fase de incredulidad, en la que miraba a sus padres una y otra vez preguntándose a qué obedecía el cambio de actitud que mostraban.

Era tan honesto que un día les dijo: “No me digáis que está bien, sé que no lo hago bien”, a lo que su padre contestó: “Ernesto, estamos muy orgullosos de tu esfuerzo y sabemos que haces todo lo que puedes”.

Y su madre añadió: “Hijo, perdónanos si antes no nos habíamos dado cuenta de que teníamos el mejor hijo del mundo”.

La última vez que les vimos en consulta eran la viva imagen de la felicidad. Por fin, sus padres se habían reconciliado con la vida y con el mundo, y habían aprendido a querer a su hijo y a sentirse orgullosos de él.

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