Daniel tenía 23 años y estaba estudiando ingeniería. Acudió prácticamente obligado por su madre, que le veía triste y nervioso. Estaba teniendo un bache en los estudios. Siempre había tenido buenas notas y las dificultades con un par de asignaturas le habían descolocado, él, que lo tenía siempre todo bajo control.
Le costó venir a sesión el primer día, se sentía autosuficiente y no pensaba que le pasara nada grave. Estaba aquí para agradar a su madre y no preocuparla porque no quería ser una carga para ella. En un par de sesiones se sintió más relajado y poco a poco fue abriéndose y contando más cosas sobre sus sentimientos.
Comentó al final de la terapia que lo que le ayudó a abrirse fue que desde el primer encuentro la conversación fue tranquila y fluida porque yo le iba haciendo preguntas en función de lo que me contaba, mostrando interés sin emitir juicios apresurados ni tratar de ahondar demasiado en los temas en los que él no sabía qué decir. Le gustó oír: “hoy nos hemos hecho la pregunta, no hace falta que tengamos ya las respuestas”.
Daniel no solía saber cómo se sentía; no se lo planteaba, empleaba siempre la racionalidad y la lógica. Últimamente había notado ciertos síntomas físicos en su cuerpo pensando en qué pasaría si no lograba aprobar las asignaturas que se le estaban enquistando, y se había preocupado por ello. Temía empezar a perder el control y se había planteado pedir alguna medicación flojita a su médico de cabecera para no sentirse así.
Tenía algunas manías, como colocar los libros, bolis y cuadernos en su escritorio de una determinada manera. Y algunas cosas más que me contó más adelante (como comprobar las cuentas matemáticas muchas veces, reasegurarse una y otra vez de que el número de tarjeta o el número de cuenta era el correcto en una compra o transferencia…). Él no lo relacionaba, pero sus pequeñas manías de comprobación habían aumentado coincidiendo con este pico de estrés académico.
Unas cuantas sesiones después de la primera nos vimos trabajando también sus problemas para relacionarse con las chicas. Nunca había tenido novia. Decía que nunca se había enamorado, que prefería no comprometerse, que tenía pocas expectativas respecto al amor. Posteriormente confesó que tenía miedo a la intimidad cuando ya tocaba coger más confianza, y le preocupaba, por supuesto, no estar a la altura de las expectativas de la chica en el terreno sexual.
Por otro lado, Daniel no solía enfadarse, ponía buena cara aunque algo no le pareciera bien y luego le daba vueltas obsesivamente. Prefería evitar el conflicto, para qué discutir. Con su madre manifestaba un comportamiento pasivo-agresivo, aguantando que ella se metiera en sus cosas una y otra vez hasta que explotaba y salía una rabia contenida que le hacía sentirse culpable y entonces terminaba pidiéndole perdón, muy apesadumbrado.
El padre de Daniel se marchó de casa cuando él tenía 12 años, se fue con otra persona. Era un hombre muy rígido e inflexible que mostraba rechazo y enfado cuando de pequeño su hijo lloraba, protestaba o se enfadaba. Le decía que era un exagerado, que eso lo hacían las chicas. Pasaba mucho tiempo fuera de casa trabajando y nunca se acercaba a Daniel para abrazarlo o besarlo, aunque sí se enfadaba considerablemente si en público le pedía un beso de despedida y él no se lo daba.
La madre de Dani se volcó mucho en su hijo cuando su padre se marchó, buscando el afecto y la atención que su marido nunca le dio. Primero evaluamos bien su historia de aprendizaje y profundizamos en cuáles habían sido las pautas de crianza de sus padres recogiendo datos como los siguientes: el relato de una escena típica de la familia en la mesa, la expresión facial típica de la madre y del padre; ¿cómo se comportaban ante las emociones agradables?, ¿las amplificaban o las minimizaban…?; ¿y ante las desagradables?, ¿las rechazaban, las minimizaban, las amplificaban…?; ¿se ponía nombre a las emociones?; ¿había coherencia entre lo que decían y lo que hacían?; ¿se interesaban en casa por tus cosas?; ¿te sentías atendido en tus problemas?; ¿había momentos de caricias y juegos?; ¿cómo eran las formas de comunicación?; ¿había conflictos de pareja que se manifestaban abiertamente o se escondían?; ¿aplicaban consecuencias a tus comportamientos?, ¿castigos, críticas o gratificaciones?…
Una vez cubierta la fase de evaluación, estuvimos en disposición de “montar el puzle”; es decir, le explicamos que manifestaba un tipo de apego inseguro evitativo. En su caso, había aprendido a no manifestar sus emociones y a inhibir sus necesidades afectivas puesto que cuando las mostraba era duramente reprobado por su padre.
Por tanto, le costaba conectar con las emociones y sentirlas en su cuerpo. Si manifestaba síntomas físicos, le preocupaban porque para él eran un símbolo de debilidad y no lo relacionaba con la tensión de no poder llevar bien los exámenes. Para regularse emocionalmente, empleaba el pensamiento racional que le servía para reducir la incertidumbre y buscar el éxito y alejarse del fracaso.
Tendía a justificar la falta de afecto demostrada por su padre: “era un hombre muy ocupado, con muchas presiones porque tenía mucha gente a su cargo”, y en ciertos momentos parecía idealizarlo porque había sido un hombre de éxito profesional.
Para no dar problemas a su madre, aprendió a no hablar de lo que sentía y a sacar buenas notas para “estar siempre bien”. Su abuela materna había tenido cáncer de mama y tenía una relación de cercanía con ella, pero, según decía su madre, su enfermedad parecía no haberle afectado en absoluto. Tenía tendencia a creerse autosuficiente y le costaba pedir ayuda.
Por otro lado, el exceso de emocionalidad y el control que su madre ejercía sobre él lo agobiaban, pero no se permitía que eso fuera así porque su papel como buen hijo era complacer y apoyar a su madre para que ella no se sintiera mal, “con lo que ya había sufrido ella con el abandono de su padre…”. Además, odiaba los conflictos.
Al principio de la terapia Daniel hablaba de situaciones feas de rechazo que había vivido con su padre sin expresar apenas emociones; daba la sensación de estar desconectado emocionalmente. Hablaba del relato pero no daba datos de cómo él lo había vivido (este es un síntoma de disociación).
En momentos avanzados de la terapia, Daniel se permitió verbalizar que no había sentido que para su padre él fuera importante, que no le había dedicado tiempo y que había sentido que no le quería, que le estorbaba. Y en otra sesión pudimos tratar el dolor que le produjo, y que estaba guardado bajo siete llaves, el momento en el que su madre le comunicó que su padre se marchaba de casa para irse con otra mujer. Esas sesiones fueron duras para él, pero tremendamente sanadoras.
El psicólogo va bailando acompasadamente con la persona respetando sus propios tiempos en el trabajo terapéutico. En el apego evitativo existe el problema de la fobia a sentir, por lo que hay que ir muy poco a poco. La apertura emocional es posible porque en la relación terapéutica se percibe un interés genuino por la persona, una aceptación radical de sus patrones de funcionamiento psicológico aprendidos y nunca se juzgan sus reacciones como buenas o malas.
Son reacciones que le sirvieron en el pasado como medidas de protección para evitar emociones y situaciones difíciles y ahora se trata de apoyarle en la vivencia de esas emociones de nuevo, haciendo que sienta esa mirada de confianza que tenemos en su capacidad de aprender lo que no ha podido aprender antes y que se sienta apoyado, validado y legitimado.
A Daniel le fue muy bien el entrenamiento en la identificación de sus emociones y de los disparadores que las despertaban a través de un autorregistro de “malos ratos” (así lo llamábamos) y la puesta en práctica de la relajación muscular y la respiración diafragmática.
Fue relacionando cada vez con más consciencia las circunstancias presentes que su cerebro relacionaba con el pasado para pasar del piloto automático de la evitación a la respuesta de conexión y gestión emocional. Era cada vez más capaz de poner la atención en el cuerpo y observar sus síntomas con curiosidad, sin que le asustaran (sensaciones en la cabeza que le podían provocar cefaleas tensionales, problemas de garganta cuando preveía un conflicto al que no quería enfrentarse, problemas gastrointestinales cuando su madre sobrepasaba sus límites…).
También detectaba sus pensamientos automáticos y los sustituía por un diálogo interior más benévolo y compasivo del tipo: “es normal que te sientas mal, estás sintiendo ansiedad, cabreo, tristeza. Es normal sentir estas emociones, todos los seres humanos las viven. Mira a ver qué te quiere decir esta reacción y convive con ella hasta que se disipe. ¿Qué puedes necesitar para sobrellevarla mejor?”.
A partir de la regulación emocional posibilitada con la relación terapéutica podemos acompañar a la persona en la puesta en práctica de sus propias estrategias para gestionar sus emociones y ayudarle a cambiar la perspectiva sobre las creencias que mantiene sobre él mismo, las relaciones personales y el futuro en general.
En el caso de Daniel, nos decía que él no tenía problemas de autoestima, porque se consideraba valioso puesto que era buen estudiante; sin embargo, en el terreno de las chicas nos confesó que podían salir corriendo en cuanto vieran su falta de experiencia y las dificultades que tenía a la hora de hablar de sus sentimientos.
Daniel se dio cuenta de que en el fondo no mantenía relaciones más profundas con amigos o no se acercaba a chicas porque pensaba que siempre terminarían dejándolo solo, abandonándolo, y prefería no intentarlo para no vivir aquello que estaba convencido de que seguro iba a ocurrir. Pudimos ayudarle a deshacerse poco a poco de esta creencia para sustituirla por una visión más amable y realista de las relaciones personales: muchas personas se quedarán en nuestra vida y otras se irán; la transitoriedad forma parte de la vida.
Lo que podemos hacer es estar satisfechos con la versión de nosotros mismos partiendo de nuestras características individuales: Puedo aprender a apreciar mi valor y esfuerzo abriéndome a que otros me conozcan y puedan apreciar mis potencialidades, y eso me ayude a reafirmarme y a poner límites si me hacen daño.
Daniel aprendió también a no evitar los conflictos y a dar una respuesta asertiva ante ellos, pudiendo estar abierto a las relaciones personales nuevas porque ya no lo frenaba el miedo a defraudar y tener que vivir un conflicto.
Cuando pactamos el alta, Daniel había superado el bache en los estudios y se sentía mucho más seguro de sí mismo; estaba haciendo prácticas en una empresa y había una compañera de trabajo con la que quedaba de vez en cuando para comer y charlar de muchas cosas.
La relación con su madre había evolucionado para bien, ya no se sentía responsable de ella y conseguía expresarle desde la calma lo que le molestaba, cuando ella se metía en sus cosas o le decía lo que tenía que hacer. Estaba muy contento y, ahora sí, las emociones se reflejaban en su cara y en su diálogo entusiasta y proactivo.