Miriam era hija única. Cursaba segundo de ESO y sus resultados, aún sin estar a la altura de lo que esperaban de ella, en particular su madre, estaban en la media, y en algunas asignaturas incluso por encima, aunque en otras, que no le interesaban mucho, los resultados eran más pobres.
Era muy inquieta, curiosa y muy perseverante cuando quería conseguir algo. Recordaban sus padres que se ponía muy pesada y era capaz de estar repitiendo algo todo un día e incluso más.
Cuando los padres vinieron a vernos por primera vez, lo que nos solicitaban era ayuda para entender y atajar qué es lo que estaba precipitando esos comportamientos extremos dentro de casa, que habían aumentado considerablemente durante los últimos meses y que les hacía replantearse constantemente su labor como padres, además de la preocupación por el futuro de su hija.
Los padres de Miriam estaban ya verdaderamente hartos de tener que aguantar sus malas caras, sus malas palabras y sus malos modos en general, pero sobre todo cuando se trataba de algo que a ella no le parecía adecuado o sencillamente que no le gustaba.
Antes era algo que ocurría con una mínima frecuencia, pero, en la actualidad, cada vez era más habitual y se estaba convirtiendo en la manera típica de relacionarse con sus padres. Era como si hubiera decidido comunicarse ya siempre así.
El caso es que desde hace ya tiempo, era capaz de utilizar las dos formas para relacionarse, de tal manera que cuando estaba tranquila y contenta su tono de voz era adecuado y normal, pero en cuanto se contrariaba por algo, cosa que ocurría a menudo, lo que mostraba era lo peor de sí misma.
Son estas unas formas que todos tenemos, las usemos o no, y que, al menos en los primeros años, las ponemos en practica de manera automática, acompañando a emociones de carácter más negativo. El problema se produce cuando empieza a ser demasiado habitual y llega a acompañar a la mayoría de las conductas, acabando por caracterizar al repertorio de comportamientos habituales del joven y resultando una característica muy precisa a la hora de definirle: “siempre está igual, con una cara de perro” o “no se le puede decir nada porque enseguida salta”.
Sus padres, cuando vinieron a vernos, ponían mucho énfasis en el aspecto chulesco que mostraba y que, según ellos, ponía en entredicho el respeto que entendían que se merecían como padres. Se lo habían advertido en muchas ocasiones, incluso en otras muchas la habían castigado por ello y nada, es más, creían que iba en aumento el uso de estas expresiones y poses.
Pude ver, a través de los registros de conducta que me traían, como no habían exagerado nada y como efectivamente podía llegar a resultar muy despreciativa, en particular con la madre.
Esto es algo que observo con mucha frecuencia, y es que la madre es la que peor parte se suele llevar. El estar más tiempo, el tener que estar pendiente de normas, horarios y obligaciones de todo tipo, además de infinidad de cuestiones, las predispone a desempeñar el papel más ingrato, y, en este caso en concreto, existía otro elemento que la hacía especialmente proclive, y era su tendencia, casi patológica a sobreproteger a su hija.
Esto propiciaba que estuviera casi constantemente encima de ella para todo; por ejemplo, para que comiera bien, porque como estaba delgada, según su madre tenía que comer más y esta era una cantinela que traía desde siempre; para que hiciera los deberes, para que tocara el piano, para que cumpliera con sus hábitos de cuidado y limpieza, etc.
Miriam llevaba mucho tiempo ya tratando a su madre y también a su padre de manera despectiva, permitiéndose una comunicación en casa, propia de alguien que tiene la seguridad de poder permitirse casi lo que quiera. Y en cierta forma, como yo les expliqué, era así, porque si analizaban los pormenores de lo que estaba ocurriendo, se apreciaba con claridad, que era muy inteligente y que, en definitiva, estaba haciendo las cosas que quería hacer y en la forma en que las quería hacer.
Y la madre, por sus miedos e inseguridades, estaba encima de ellas, pero había elementos que nos hacían pensar que podía perfectamente no estarlo, no así en otros casos donde claramente los chicos necesitan aún una guía, alguien que constantemente los supervise.
No era este caso y así, se podía ver, por ejemplo respecto al estudio, que se podía ahorrar toda la supervisión, porque según me decía su tutor, cada día, controlaban si llevaban hechos los deberes y ellos mismos establecían unas consecuencias, asociadas al hecho de no llevarlos terminados, por lo que era innecesario que los padres lo hicieran también y más en este caso en particular, que era una chica muy avispada y con altas capacidades para el aprendizaje.
He de decir que en el colegio el comportamiento de Miriam era ejemplar y no reproducía ni uno solo de los comportamientos que tenía en casa.
En más de una ocasión su madre me insistía en que ella pensaba que el problema de su hija tenía que ver con su autoestima. Si bien es así en muchos casos, hay que ser prudentes porque un término como este, puede llevarnos a explicaciones circulares y despistarnos a la hora de poner la causalidad en aspectos que pueden ser más bien consecuencias. Así, podríamos estar ante una autoestima baja como consecuencia del resto de las características o como causa de ellas. En este caso, el problema de la autoestima era ante todo una preocupación más de la madre.
Pues bien, a través de la evaluación preliminar, pudimos ver como Miriam se permitía el lujo de disponer de su madre para cargar con ella con toda la fuerza que el momento le sugiriera y eran dos las situaciones típicas en las que despreciaba a su madre: una, cuando estaba encima de ella constantemente, lo que daba muchas posibilidades como ya dije, cada día, y la segunda, cuando se aburría, como si fuese aposta a buscarla para meterse con ella.
En el análisis de consecuencias para Miriam, cuando ocurrían este tipo de conductas, estaba muy claro que se resumían en reiteradas advertencias y algún castigo que otro. En raras ocasiones había algún enfado monumental por parte del padre.
Algunas de las frases habituales ya, eran: “Dejazme en paz, joder”, “Imbécil”, “Siempre igual, bruja”, “Me estás jodiendo la vida”.
Lo que hicimos de manera inmediata fue establecer un criterio claro para distinguir dos tipos de comentarios en Miriam y así poder actuar de manera eficaz, para disminuir ciertas palabras ofensivas y malos modos en general. Existían unos que eran directos y ofensivos, y que por ello, resultaba algo totalmente inaceptable, porque no representaban únicamente que algo le contrariara, sino que descargaba su rabia o insatisfacción sobre otra persona, casi siempre su madre en este caso. Y existían otros que resultaban ser más bien protestas, quejas, expresiones de sus formas pero que no traspasaban ese límite que abordaba a la otra persona.
Les pedí que hablasen con ella y le advirtiesen una sola vez lo que ocurriría a partir de ese momento, es decir, lo que pasaría cuando apareciera uno y otro tipo de respuestas. Le dirían que cuando ofendiese, no se lo iban a permitir y siempre, sin excepción, tendría una consecuencia que directamente tuviese que ver con ella y solo con ella, del tipo de dejar de comer si estaban comiendo, no salir, si estaba a punto de hacerlo, o marcharse del sitio donde estuviesen, si lo que estaba haciendo era algo interesante; era una forma clara de establecer una sanción.
Aunque a ciertas edades pueda parecer que no reconduce ciertas tendencias, en este caso era imprescindible, para que ella pudiese observar que existía un gesto de desaprobación, sin excepciones, que, como mínimo, le iba a resultar incómodo a ella; además, trabajé hasta la saciedad con los padres el hecho de que ante estas circunstancias no hicieran, como de costumbre, lo de insistirle en preguntarle por qué hablaba así, o que dejara de hacerlo, o cosas por el estilo.
A partir de ahora, ya no debían perder el tiempo con este tipo de discurso, que estaba comprobado que no servía para prácticamente nada.
El segundo tipo de comportamiento, en cambio, al no ser ofensivo ni directo, lo iban a tratar de manera diferente; iban a extinguirlo, es decir, iban a no estar pendientes de él, iban a no reforzarlo más, porque se había convertido en una estrategia más, que garantizaba a Miriam tener pendientes a sus padres, repitiéndole una y otra vez mensajes como: “no hables así”, “te hemos dicho mil veces que hables bien” o “vaya formas que tienes”.
Dos eran las razones por las que a partir de ahora no lo harían; una, era que efectivamente se había convertido en una estrategia que más que eliminar esta pose, la sustentaba, porque en cierta forma le demostraba a Miriam que conseguía lo que quería, que era provocar a sus padres, en ocasiones tan solo con miradas y gestos, sin ni siquiera necesidad de abrir la boca; otra, era que no podíamos estar constantemente sancionándola cada vez que decía algo, pues eran demasiado frecuentes las conductas y habríamos enrarecido el ambiente aún más, lo que no era nuestro propósito.
Durante algunas semanas yo me encargué de que sus padres discriminaran bien entre las respuestas que tenían que sancionar y las que, sencillamente tenían que extinguir y no hacer ni caso.
Cuando lo tuvieron dominado, Miriam, que durante bastante tiempo había tenido prácticamente automatizadas sus respuestas y formas, ya se cuidaba mucho más y se paraba a pensar qué decir en muchas más ocasiones, aunque en aquellas que estaba muy enfadada, arramplaba con sus respuestas de siempre y perdía la capacidad de actuar con acierto, pero esto ya entraba dentro de su autocontrol y lo trabajaría posteriormente conmigo.
Si no hubiéramos conseguido que sus padres actuaran en esta línea, frente a las formas de Miriam, nunca hubiéramos conseguido unos resultados satisfactorios, ni siquiera cuando luego trabajamos directamente con ella su autocontrol, simplemente, porque no hubiera habido ninguna justificación para que se autocontrolara, porque el hecho de que a sus padres no les guste su forma de hablar o responder, no es suficiente para cambiar ciertas conductas en la adolescencia, pero además porque, en parte, lo que conseguía era precisamente lo que pretendía.
Paralelamente y durante algún tiempo, el objetivo de la intervención fue conseguir que Miriam se hiciese cargo de las consecuencias de sus conductas, pero no sólo de las formas que tanto les habían preocupado, sino de todas, cuantas más mejor, para alejar a su madre de esa tendencia a la supervisión y a la sobreprotección, que realmente a ella le facilitaba depositar siempre la última responsabilidad en sus padres, con lo que aún tratándose de cuestiones que ella podía hacer muy bien, de manera autónoma, ni siquiera mostraba interés en ello.