Enrique tenía tan sólo 23 años cuando vino a consulta. Era un chico que se notaba que era muy educado e inteligente. Llevaba muchos años dando tumbos y no sabía muy bien qué hacer con su vida.
Había estado metido en el mundo de las adicciones; primero, porros, y después, cocaína, y hacía unos meses que había dejado de beber por decisión propia, tras tocar fondo y reconocer que tenía mucha dependencia del alcohol.
Se había visto viviendo en la calle con 21 años, ayudado por una ONG, después de varios ingresos en Psiquiatría que él había pedido voluntariamente. También llevaba a sus espaldas un intento de suicidio, y le extrañaba mucho que ese día no hubiera sido el último y que aún tuviera la oportunidad de volver a sentirse parte del mundo.
No tenía intención de volver a tentar a la suerte, y con peores secuelas que las que padeció (le habían quedado lesiones en un brazo y en una pierna).
Hacía sólo unos meses que había recuperado la relación con sus padres adoptivos y quería aprovechar esta nueva oportunidad que le daba la vida para sentirse parte de “una tribu”. Siempre había sentido que no pertenecía a ningún lugar, que no le importaba a nadie.
Tenía grabado en el recuerdo el día en que sus padres españoles habían ido a recogerlo a Chile, a la institución de niños huérfanos en la que estaba junto a su hermana pequeña. Él tenía tres años, y su hermana, uno y medio, y ambos presentaban signos de desnutrición y con huellas físicas de maltrato en sus cuerpos cuando los llevaron a dicha residencia, en la que permanecieron algo más de un año.
Enrique recordaba a su padre biológico porque fue a verlos durante un tiempo, pero no recordaba nada de su madre. Él había pensado, siendo ya algo mayor, que posiblemente su padre la habría matado (no había indicios de ello, pero su mente rellenaba los huecos dándose una explicación para poder entender cómo no había aparecido a buscarlos la persona que les había dado la vida).
Los recuerdos que tenía respecto a su padre era que cuando venía los abrazaba a su hermana y a él y lloraban juntos. Hasta que un día desapareció y no volvieron a verlo.
Contaba en una sesión, con la terapia muy avanzada, que cuando se dio cuenta de que su padre no volvería “se le rompió algo por dentro” y pensó que tenía que hacerse el fuerte y nunca volvería a expresar sus emociones.
También recordaba que en la institución estaba muy pendiente de su hermana y que cuando esas personas amables (sus padres adoptivos) se fijaron en ella, decidieron que también tendrían que “cargar” con él. “Menos mal”, pensó, porque no estaba dispuesto a dejar a su hermana sola con nadie.
Enrique fue creciendo en un entorno seguro en el que se le demostraba afecto y se le pedía que adquiriera hábitos y organización para su vida futura. No manifestó problemas de comportamiento hasta la pubertad, con 8 o 9 años (¿?).
Había podido ir sacando lo académico aunque no se sentía integrado en el colegio. Sus padres habían sido bastantes insistentes y exigentes en este terreno porque lo veían con capacidad y querían que adquiriera los hitos escolares a su tiempo.
Por otro lado, estos padres, con un buen nivel de ingresos medios-altos y una vida bastante satisfactoria, decidieron que darían afecto y posibilidades a niños que no los tuvieran, pocos meses después de que su hijo biológico muriera atropellado por un conductor borracho.
Me comentaron con honestidad y sinceridad que quizá fue una decisión mediatizada por el duelo insoportable que estaban viviendo por aquel entonces y que pudo repercutir en su papel de cuidadores de dos niños únicos e irrepetibles (¿?).
Enrique manifestaba muchas dificultades para cumplir con rutinas y horarios, tenía el sueño inestable, su sistema nervioso estaba en alerta continua a nivel sensorial, y con un umbral de hiperactivación alto que había mejorado con el tiempo.
Por ejemplo, le costaba estar en contextos donde hubiera mucho ruido, o muchas personas (como en los medios de transporte, por ejemplo).
Le preocupaba también en lo social poder ser educado y cumplir con lo que se esperaba de él conjugándolo con sus necesidades de protección y evitación porque lo pasaba realmente mal y se irritaba.
De adolescente había manifestado conductas agresivas y de descontrol de sus impulsos. Sus padres habían tomado la decisión, con mucho pesar, de denunciarlo en un par de ocasiones, siempre asesorados por profesionales.
Enrique se sentía incomprendido, y pensaba que eran muy duros con él injustamente. Su madre era una persona muy fuerte y cuidadora, pero poco afectuosa, que se había criado en un ambiente rural, donde los afectos no se expresaban de manera explícita.
A Enrique le daba igual lo que sus padres hicieran o dijeran; no podía confiar en ellos como se había forzado a hacer desde niño. Además, su padre también había llegado a perder el control con él en alguna ocasión, intentando marcar la autoridad de mil maneras, dentro de unas relaciones familiares muy tensas.
En la actualidad Enrique había desarrollado trucos para poder sobrellevar situaciones sociales como llevar cascos con su música, no mirar a desconocidos a los ojos, no dejar que se invadiera su espacio personal fácilmente.
Evitaba hacer muchas cosas porque sufría mucho, aunque se esforzaba por intentar cumplir de vez en cuando con el papel de un chico de 23 años, como ir a eventos familiares de la familia en pleno o salir a comer a restaurantes con su hermana y sus padres.
Enrique quería agradar a su familia y compensar todo el daño que les hubiera causado.
Cuando empezamos la terapia Enrique no quería que nadie le dijera lo que tenía qué hacer, que sólo escuchara sus preocupaciones porque hablarlas con alguien profesional que no fuera de su familia le venía bien.
No obstante, no se mostraba indiferente a las reacciones de su terapeuta, y estaba atento para ver si mostraba interés o le cuestionaba.
En alguna ocasión había ciertas frases que le evocaban imágenes sensoriales que ya no se podía quitar fácilmente de la cabeza, o se podía obsesionar con el tema o lo soñaba.
Al poder hablarlo con él se podía trabajar terapéuticamente y se pudo ajustar la forma de abordar ciertos temas conociendo lo que lo hiperactivaba y lo que no, para exponerle al malestar de forma graduada y productiva.
Con su padre tenía conversaciones cada vez más relajadas porque “su progenitor” le decía que había entendido por fin todas las dificultades que Enrique había tenido y tenía para adaptarse a una vida en teoría “normal” y que se arrepentía de que, con la mejor intención, hubieran contribuido a hacerle sentir menos válido que los demás o rechazado.
Ellos sabían que siempre había tenido problemas para sentirse integrado en el colegio privado que habían elegido para él, pensando en que estaría más protegido.
Sus rasgos físicos sudamericanos habían sido rechazados por el propio Enrique desde que llegara a España hasta el punto de que se había cambiado el nombre por otro “menos chileno” (en su partida de nacimiento ponía que se llamaba Gaspar).
En una de las épocas en las que Enrique estaba más tranquilo y se dejaba ayudar, pidió a sus padres que le pudieran hacer una valoración del grado de discapacidad en el Instituto Nacional de Seguridad Social y le concedieron un 51% (a partir de un 33 % se considera un porcentaje alto).
Cuando Enrique empezó la terapia sus padres también querían que todos pudieran superar el hecho de que hubieran desaparecido de la vida de Enrique durante más de un año, porque se habían visto desbordados por la situación y se sentían muy culpables.
La hermana pequeña de Enrique también había manifestado muchos problemas de forma algo más tardía que él. Se había quedado embarazada cuando era menor de edad y se había marchado de casa con el padre del bebé, dos años mayor que ella.
El reencuentro de Enrique con su padre fue en un momento en el que la pareja se había separado y el padre fue a buscarlo a la calle. A Enrique le costó aceptar su contacto pero dado que lo estaba pasando francamente mal, buscándose mucho la vida pero ya libre de drogas y alcohol y sin salirse de la ley, le propuso a su padre que le pagara una habitación en una pensión y darle algo de dinero para comida, nada más.
También le propuso el propio Enrique buscar ayuda profesional y su padre le pidió cita en nuestro gabinete.
En este caso, como ya estarás intuyendo, conseguir un vínculo terapéutico confiable y respetuoso con sus características personales, mostrándole apoyo incondicional fue clave.
Un ejemplo de crecimiento de la relación terapéutica fue el siguiente: en varias ocasiones tuvimos que aclarar que ciertas interpretaciones automáticas que él hacía sobre las palabras o gestos que aparecían en consulta no tenían nada que ver con los pensamientos reales que yo estaba teniendo: por ejemplo, un día me dijo que “mi cara era de que pensaba que no iba a ser capaz de hacer lo que me estaba contando”, que era irse a esquiar a la montaña con su padre.
Me paré y le aclaré que efectivamente podía haber puesto cara rara, porque lo que yo estaba pensando realmente era que le acababa de soltar un comentario sobre los riesgos de esquiar y estaba pensando que “eso le podía alterar y que no había estado muy acertada”.
La explicación le cuadró absolutamente y aprovechamos para poner sobre la mesa una ley psicológica muy interesante que se resume con el refrán español: “lo que dice Pedro de Juan, es más de Pedro que de Juan”. Los dos nos echamos a reír.
La oportunidad de confiar sus pensamientos a pesar de la incomodidad y vergüenza que pudiera sentir y las reacciones de validación y apertura fueron plantando semillas de seguridad y aprecio que se podían generalizar a otras relaciones de confianza.
Otro punto clave en la intervención fue ayudarle a entender muy poco a poco, y cuando pudiera venir a cuento, sus dificultades emocionales desde las gafas de la psicología y la teoría del apego para así romper con ciertas creencias que le hacían daño, como, por ejemplo, la idea de que el comportamiento desorganizado, impulsivo y a veces agresivo que él había manifestado en el pasado no tenía que ver con que fuera una mala persona.
Con el tiempo, y unos pocos años de terapia, Enrique había conseguido mucha estabilidad y bastante tranquilidad estable en su día a día: estaba viviendo solo con un buen nivel de organización y autonomía, tenía un grupo de amigos por internet en el mundo de los videojuegos, echaba una mano unas pocas horas en el negocio de su padre preparando pedidos y también había recuperado la relación con su madre.
Sus padres habían vuelto a estar juntos y había bastante armonía entre todos, respetando sobre todo el ritmo y las necesidades de Enrique y de su hermana.
Sus padres le habían transmitido con su comportamiento que lo único que querían para él en la vida es que estuviera bien y asumiera los retos vitales que él sintiera que quería y podía abordar respetando sus características personales y confiando en su propio criterio.
Costó mucho modificar su creencia arraigada respecto a que los demás pudieran pensar “que era un vago”, “que se aprovechaba de sus padres”, “que no se esforzaba lo suficiente en la vida”… Además, le daba pavor conocer a gente nueva porque nadie iba a entender su pasado y su presente, que no era el de “un joven de provecho”; a su edad, “¿qué chica se iba a fijar en él?”.
Seguimos trabajando juntos con una frecuencia más espaciada y en función de sus necesidades. Todavía quedan barreras que derribar para que Enrique vaya saliendo cada vez más de su zona de seguridad y control y se permita establecer más relaciones de confianza, con mayor grado de intimidad, pero tiene toda la vida por delante para alcanzar altas cotas de bienestar.