Cuando los padres de Elisa vinieron a vernos, su preocupación era patente ya antes incluso de relatarnos la historia que se disponían a contar. No era una historia nueva, pues venía fraguándose desde tiempo atrás, pero era tan frecuente y cotidiana que resultaba imposible que no inundara el día a día de sus pensamientos.
Tenían una hija de quince y un hijo de trece años. Ellos tenían unos cincuenta años y residían en un pueblo a cuarenta kilómetros de Madrid.
Los problemas que les habían inducido a buscar nuestra ayuda los presentaba su hija, Elisa, y resumidos eran que cada fin de semana salía por la tarde y por la noche y rara vez volvía a la hora que le habían puesto, y además, en alguna ocasión existían signos evidentes de que había tomado alcohol. […]
Además casi siempre existían excusas, como fiestas en los diferentes pueblos de alrededor que justificaban que se trasladasen a ellos, por lo que tenían la sensación de que los problemas aumentaban de manera vertiginosa: más salidas, hasta más tarde, más lejos, un círculo de amistades menos conocido y de más edad, más riesgo de consumo de alcohol y otras cosas, desconocidas hasta ahora y el inicio, por edad, de los primeros escarceos con la sexualidad.
Como casi siempre, suele haber un detonante que rebosa el vaso que progresivamente se venía llenando, y que les hace tomar la decisión de ir en busca de ayuda profesional externa.
En este caso, fue un día que volvió bebida a casa y que se enteraron que estaba saliendo con un chico de otro pueblo, mayor que ella. Todos los miedos vinieron juntos y les desbordó.
Como en casi todos los casos con adolescentes, cuando les empiezo a ver a ellos procuro conocer el mayor número de detalles sobre su vida y la de los que los rodean, particularmente la de sus padres, que todavía y por unos años son piezas clave en su evolución personal.
Aunque a veces esto se siga discutiendo, no cabe ninguna duda en que es la etapa donde más cerca hay que estar de ellos, pero, eso sí, donde no tiene que ser tan evidente, como en etapas anteriores, pues han de ir dirigiéndose ya ellos mismos en muchos aspectos.
A través del trabajo con los padres pude conocer cómo funcionaba Elisa en los aspectos que tenían que ver con sus responsabilidades dentro y fuera de casa, y cómo reaccionaban ellos ante los comportamientos complicados que venía presentando y también ante otras cuestiones, a priori menos relevantes para el problema en cuestión, pero cotidianas y que, de una forma u otra, estaban implicadas en la relación con ella.
En relación con las salidas, pudimos observar como aunque casi siempre que salía acababan yendo a buscarla, allí donde fuese necesario, y la llevaban a casa, si la encontraban, o la castigaban sin salir al día siguiente y además le echaban un rapapolvo impresionante, ella […] en cuanto había ocasión, volvía a repetirlo, es decir, si tenía que venir a las once de la noche, venía a las dos de la madrugada o tenían que ir a por ella para traerla a casa.
Además, los registros que traían eran muy ilustrativos de cómo Elisa había empeorado progresivamente la comunicación con ellos, llegando a ser despectiva, en especial con su madre, […] pero también se apreciaba una disminución de su rendimiento escolar, y una dejadez en la realización de sus obligaciones en casa, como arreglar su habitación, limpiar el polvo del salón o ayudar en la cocina, cosas que ella hacía antes con más o menos regularidad.
Habían aumentado conductas como dormitar en el sofá viendo la tele, pasar horas hablando por el móvil o haciendo que estudiaba cuando la acorralaban un poco.
Comenzamos por ayudar a los padres de Elisa a ser contundentes en la implementación de las normas fundamentales, las que tenían que ver con esas obligaciones de casa, pocas, pero que no podía ser que hubiera dejado de cumplirlas, incluyendo aquí un tiempo diario de estudio, que le permitiera ponerse al día en las asignaturas pendientes, aunque del rendimiento me encargaría yo cuando viniese a verme.
Hay que concienciarse de que el hecho de que no rindan o no se concentren en el estudio nunca puede ser óbice para que no se pongan a estudiar; todo lo contrario, han de hacerlo como medida básica, para luego trabajar con ellos cómo hacerlo bien, de lo contrario les servirá como excusa y será un círculo vicioso.
Y también, y de manera prioritaria, empezamos a establecer un criterio claro y fijo sobre las consecuencias que tendría el hecho de no cumplir con la vuelta a casa, o con volver bebida o con escaparse cada dos por tres. Establecimos que implacablemente, cuando esto ocurriera, si era un viernes, tanto el sábado como el domingo, los padres se situarían ante la puerta, si era necesario, para que no saliera de casa […].
De ninguna manera era recomendable dejarla un mes sin salir de casa, como a veces suelen querer hacer algunos padres, porque con ello se pospone el problema pero no se soluciona; en este caso, el objetivo fue que ella aprendiera a salir y cumplir las condiciones tanto de vuelta como de control de lo que hacía.
Pero además, de manera inmediata, poder salir se condicionó tanto a mejorar los modos de tratarlos y dirigirse a ellos, como de cumplir con esas obligaciones mencionadas anteriormente.
He de decir que a los padres en estos casos se les deja poco margen para variar lo pactado conmigo y que en este caso particular fueron muy disciplinados, en particular la madre, quien por estar más tiempo con ella se exponía a mayor presión.
A pesar de ello, como digo, una vez pasados esos primeros escollos necesarios, hasta que Elisa comprobara que no había vuelta atrás y que para salir solo había una vía, no se dieron los primeros resultados.
Es necesario señalar que era tanta la necesidad que ella tenía, no tanto de salir muchos días, sino de quedarse hasta más tarde cuando salía, pues gran parte de la gente con la que iba era mayor y lo hacía sin problemas, que estuvo muy dura y durante bastante tiempo fallaba de vez en cuando.
Fue después, cuando yo empecé a trabajar con ella, cuando pudimos averiguar lo que la llevaba a incumplir con este aspecto y pudimos convencerla para que tomase decisiones que le ayudasen y no al revés, a la vez que darle directrices para ir aprendiendo a montárselo bien y a ir mejorando con sus padres y no al revés, como le venía ocurriendo tiempo atrás.
Es especialmente significativo como los adolescentes a través de conductas de este tipo tardan en darse cuenta de que cada vez las cosas se les ponen peor y que aunque aparentemente consiguen en cierta medida lo que quieren, van acumulando dificultades que repercuten directamente en una pérdida progresiva de calidad de sí mismos.
Un asunto sobre el que se actuó de manera radical fue sobre el uso del teléfono móvil y fijo por las tardes y noches en casa.
Dado que pasaba horas utilizándolos e incluso lo hacía hasta altas horas en muchas ocasiones, se pusieron serios y le exigieron que lo colocara, a las once de la noche, sobre una mesa a la vista de todos, como condición indispensable para poder usarlo al día siguiente; si no, se lo quitarían y ese día no lo usaría, sin solución hasta el siguiente.
Igualmente, durante un tiempo hubo de todo, desde encerrarse en la habitación y luego dormir con el móvil debajo de la almohada hasta conseguir otros móviles, no se sabe muy bien cómo, aunque se podía intuir la procedencia, concretamente del chico con el que estaba saliendo.
Durante todo este tiempo conseguimos que los padres, armados de paciencia, y aparentando tranquilidad, ejecutaran un día tras otro lo que le habían dicho. Cuando se convenció, volvió a comprobar que no le salía a cuenta y era mejor acceder a ello, pues disponía de más tiempo para hablar y en mejores condiciones.
Este tipo de medidas generan reticencias iniciales por ambas partes. Para los padres supone ponerse duros en algunos aspectos, lo cual a veces les genera la sensación de estar ejerciendo de policías y les hace temer lo peor por parte de sus hijos, ante la contundencia de las consecuencias impuestas; y por parte de los hijos, no hace falta explicarlo; en cuanto empiezan a ver que no pueden salirse con la suya, empiezan a quejarse y a intentarlo con más ahínco, hasta que entienden que no hay marcha atrás.
Pero, a la vez, estas actuaciones los ponen a cada uno en su sitio. A los padres los refuerzan bastante, devolviéndoles la capacidad de ejercer el control sobre determinados aspectos sobre los que lo habían perdido. A los hijos los regula, los tranquiliza y les elimina la sensación de tener que estar saltándose la norma para poder llevar a cabo sus planes.
A partir de este momento empecé a ver a Elisa, una adolescente que, como la mayoría, no quiere venir al “loquero”, como dicen algunos, pero que asumía que no le quedaba más remedio porque sus padres, ahora, le habían transmitido que era el momento de hacerla participar activamente, para la mejora de la familia, y esto no es opcional.
Elisa es introvertida, con un físico que aparenta mayor edad que la que tiene realmente, y una primera disposición a escuchar, más que a hablar. Los objetivos con Elisa eran claros: por un lado, hacerla reflexionar sobre cómo estaban las cosas, sobre cómo actuaban ya sus padres y sobre cómo solo había un camino inteligente, que ella ya había comenzado a explorar, que era dar pasos firmes en pro de regular esas actuaciones que no terminaban de permitirle, por ejemplo, llegar a la hora cuando salía por las noches. Había cuestiones como las tareas de la casa, que las hacía muy bien y hasta le gustaban y se sentía bien por el hecho de ser sus cometidos.
Sobre lo de volver puntual cuando salía por ahí, le costaba enormemente, pues la gran mayoría del grupo con el que iba, lo podían hacer sin problemas y ella se dejaba llevar. Aquí, con la seguridad de los padres fue suficiente para que la mayoría de las veces cumpliera de manera adecuada.
La cuestión del alcohol y otras sustancias la abordamos durante cada sesión, trabajando con claridad la implicación de su consumo y estrategias para el control del impulso, que en ocasiones podía llevarla a su consumo.
Asimismo, la ayudé a mejorar su comunicación en casa, tanto en lo que se refiere a evitar contestaciones extremas, como a aumentar la comunicación positiva, y también la referida a las conductas de riesgo, donde la clave de mejora tenía que ver con hablar más de ello y que sus padres pudieran conocer más sobre su parecer ante determinadas áreas de preocupación.
Si quería más libertad y más intimidad en ciertos temas, era necesario que entendiera que los padres necesitan algo de información; no toda, lógicamente, pero sí algo, pues, en caso contrario, como aquí, dado que ella era bastante reservada y callada, podrían acabar imaginándose cosas y siempre, como padres que son, suponiendo lo peor.
La información que no se tiene se complementa con la imaginación haciendo un cálculo de probabilidades, que en el caso de preocupaciones tiende a acercarse al extremo de lo peor; por ejemplo, si un día había bebido y se notaba de manera evidente, aunque ella no bebiera habitualmente, podían pensar que lo hacía muy a menudo, porque si no cumplía inexplicablemente con la hora de vuelta podría ser que estuviera tan mal que ni siquiera fuera consciente de que tenía que volver a casa.
Estos pensamientos los tenían los padres realmente, cuando nada más lejos de lo que ocurría realmente.
Elisa, según decían sus padres, había cambiado de la noche a la mañana. Ciertamente no era así, pero llevaban tanto tiempo sufriendo que todo lo que se habían trabajado tenazmente lo percibían como algo minúsculo en comparación.
A Elisa seguía gustándole mucho salir, pero cumplía con regularidad, se había vuelto a motivar por estudiar y se sentía bastante bien en general. Aquí fue significativo que ella misma pidiera para el siguiente año un cambio de colegio alejado de su ambiente, esto no es ni con mucho habitual, pero indicaba que ella sabía que necesitaba un control externo que allí no se produciría.
En estos casos, todos los logros alcanzados han de mantenerse en el punto de mira durante bastante tiempo, hasta que el cambio de rumbo se considere estable, y esto, con los adolescentes, no ocurre de la noche a la mañana.
Aunque ella experimente y manifieste las presiones propias de la edad, los padres tienen bastante claro su cometido durante el tiempo que haga falta. Son cambios sin vuelta atrás.
La actitud ante el alcohol y otras sustancias afines debe ser mantenida y formar parte de las conversaciones habituales y de los planteamientos a largo plazo, pues el riesgo a que están expuestos no solo comienza antes, a una edad más temprana, lo cual ya es preocupante pues les expone a ello con unos niveles de maduración escasos, sino que lo corren casi constantemente en cualquier entorno juvenil y durante unos años.