El caso de César

Adolescentes difíciles

César era un chico de catorce años, que tenía una hermana de doce y unos padres de mediana edad, que actualmente tenían graves problemas, ante la impotencia que ambos sentían sobre cómo “encauzar” a su hijo.

Vinieron a consulta a petición del colegio de César, pues este acababa de ser amonestado por segunda vez, y el riesgo de expulsión era inminente. Sus padres nos lo describen como un chico muy agresivo, que lleva cuatro años molestando y agrediendo a todos los miembros de la familia. Además de su hermana, convive también con ellos su abuela.

En numerosas ocasiones había llegado incluso a pegar a sus padres; hace dos días su última hazaña había sido escupir a su padre, pegar a su madre y emborronar todas las láminas de dibujo que debía entregar su hermana al día siguiente. […]

Es un niño con un buen potencial académico, pero actualmente va peor, y, por primera vez, le han quedado dos asignaturas. Las amonestaciones del colegio habían sido por meterse con chicos más pequeños: tanto en la ruta (autocar), como en el recreo.

Nos pusimos en contacto con su tutor y nos lo describió como “un actor profesional”, que se ríe de todos. Parece que los profesores le ven como un chico introvertido, poco claro y nada espontáneo.

Sus compañeros le definen como “un cabronazo, que no hace nada por nadie”.
Con estos antecedentes, les dijimos a los padres que se preparasen para tra- bajar duro; pero no solo porque César “les hubiera comido mucho terreno”, sino también porque les veíamos tremendamente inseguros y asustados. Los registros no dejaban lugar a dudas: ¡la convivencia en casa era una auténtica tortura!

Los padres, la hermana y la abuela se habían convertido en sus rehenes; todo estaba a su servicio y capricho, incluido el uso de “cuarto de baño”. En la casa eran cinco personas y había dos cuartos de baño; desde hacía tres años él utilizaba un cuarto de baño para él solo, y los otros cuatro miembros el otro baño, que por cierto estaba dentro de la habitación de sus padres. César constantemente les molestaba, les tiraba agua por encima, les insultaba, hacía sonar el teléfono a todas horas… y se pasaba el día con el ordenador, bloqueándoles la línea telefónica.

Lógicamente, les dijimos a los padres que había que intervenir de imediato; a partir de ese momento, debería ganarse cada minuto que estuviese con el ordenador, cada céntimo que gastase, cada programa que necesitase… Además, compartiría el cuarto de baño con su abuela y con su hermana, no podría mostrar conductas agresivas o vejatorias hacia el resto de los miembros de la familia y, dado que las humillaciones hacia su hermana y su abuela eran constantes todas las tardes, no iría directo a su casa, después de las clases, sino que iría al trabajo de su padre, y estaría allí, haciendo los deberes, hasta que ambos regresasen a casa.

Al cabo de seis semanas, ¡las cosas no habían cambiado nada! La triste realidad es que sus padres no se habían atrevido a poner en práctica el pro- grama, y no lo habían hecho, como ellos mismos confesaban, ¡por miedo!, ya que ante el primer intento de hacer cumplir las nuevas normas, César había reaccionado poniéndose aún más insoportable, por lo que seguía tan déspota y agresivo como de costumbre.

Su última hazaña había sido zarandear a su abuela y hacerla caer al suelo, y este hecho había conseguido que, por fin, su padre reaccionase.

No fue fácil, Cesar lo siguió intentando, pero cuando comprendió que se había terminado, que sus padres no le iban a permitir ningún margen, empezó a reaccionar.

En este caso, habían pasado muchos años y, desgraciadamente, se tuvieron que dar circunstancias muy penosas para empezar a actuar.

Es cierto que un chico como César “rompe los nervios”, pero precisamente él, más que nadie, necesita esas muestras inequívocas de seguridad por parte de sus padres; necesita su cariño tanto como su firmeza; su comprensión tanto como su resolución; su paciencia tanto como su contundencia; su dedicación tanto como su decisión.

En definitiva, esta clase de adolescentes necesitan tener unos límites claros, unas normas básicas, unas reglas mínimas que les ayuden a “ser personas”, que les hagan sentirse bien no agrediendo, sino cediendo; no imponiendo, sino pactando; no vejando, sino queriendo.

La moraleja final es clara: a pesar de que sean chicos “difíciles”, cuanto antes intervengamos, cuanto menos tardemos, más fácilmente encontraremos todos el equilibrio; ese equilibrio que ellos tanto necesitan y que los adultos a veces hemos perdido.

Procuremos no esperar a que tengan catorce años, para los adultos habrá sido un calvario, pero para ellos ha sido una tragedia.

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