Nuestra protagonista, Beatriz, había sufrido la mala suerte de tener dos compañeras de trabajo que le estaban amargando la vida. Ella no tenía ninguna duda sobre este particular; a pesar de peinar ya canas, seguía pensando cada instante de cada día en cómo librarse de “este par de víboras, que me están amargando la existencia”.
Beatriz llevaba ya doce años trabajando en la misma empresa. Gozaba de una consideración muy alta por parte de sus jefes; era una persona responsable, eficaz en su trabajo y buena compañera. Además, el trabajo que hacía últimamente le gustaba mucho, pero no conseguía disfrutar; se pasaba el día pendiente de los comentarios de sus dos “víboras”.
Hacía un año que habían trasladado a una de ellas a otro edificio, y la res- tante había sido ubicada en otro departamento. Beatriz creyó entonces que sus problemas terminarían, pero la realidad le había demostrado lo erróneo de su apreciación.
A pesar de que habitualmente ya no las veía y que en muy contadas ocasiones, por el contenido de su trabajo, debía hablar con ellas, la verdad es que seguía pasándolo tan mal como antaño, porque Beatriz seguía pensando que “aprovechan la mínima para ponerme a caer de un burro”.
Cuando creía ver alguna conducta rara en alguien, inmediatamente pensaba que esas personas “han estado hablándole mal de mí”. En definitiva, estaba constantemente alerta, para detectar el mínimo indicio de actuación perniciosa, por parte de sus “enemigas”.
Beatriz solo quería hablar y hablar de estas personas; pensaba que lo nece- sitaba para desahogarse, y ante nuestros intentos de reconvertir las sesiones en algo más productivo, nos decía “¡cómo se nota que no las conoces!”.
Tuvimos que trabajar duro, muy duro, para conseguir que Beatriz no dilapi- dara sus energías y empleara correctamente su inteligencia.
Poco a poco, fueron haciendo su efecto preguntas como las siguientes:
“¿Son dueñas estas personas de tus pensamientos?”.
“¿De verdad crees que no tienes otra opción que darle vueltas a lo que estén diciendo o haciendo?”.
“¿Cuándo vas a decidir que tu vida deje de pertenecerles?”.
“¿El único camino que te queda es el de cambiar de trabajo?; ¿no crees que aunque te vayas de la empresa, o pidas un traslado, seguirán hablando mal de ti?…”.
Para reforzar su racionalidad, también empleábamos otro frente de argumentos:
“¿Qué ocurre con todas las personas a las que les caes bien?; ¿ellas no pintan nada?; ¿acaso solo les das valor a lo que dicen tus dos ‘enemigas’?”.
“¿Cómo puedes darles tanta importancia cuando tú misma dices que intelectualmente son una nulidad?; ¿necesitas que todo el mundo te aplauda para ser feliz?…”.
Una tercera fase consistió en:
“¿Tú crees que eres un desastre trabajando?”.
“¿Piensas que tienen razón cuando dicen que eres una trepa y una mala compañera?”.
“¿Los que te valoran son estúpidos o eres tú la engreída?…”.
Llegó un momento en que Beatriz se dio cuenta de que era imposible, absolutamente imposible, pretender caer bien a todo el mundo, y que su vida sería lamentable si su felicidad dependía del criterio o la opinión que pudieran tener personas como las protagonistas de su historia. No es posible controlar lo que otras personas dicen o piensan de nosotros, pero siempre podemos controlar nuestros pensamientos.
Una de las preguntas clave, que más le ayudaron en el proceso final, fue: “¿Qué es lo máximo que te pueden hacer estas personas?”.
Al final, acordamos que si, dijeran lo que dijeran, ella seguía siendo dueña de sus pensamientos y, en consecuencia, de su bienestar, lo más que podrían hacer era agredirla físicamente y eso no parecía muy probable. Pero, incluso, aunque así fuera, tampoco tendría que significar que su vida era un fracaso, simplemente constataríamos que esas personas eran dos seres irracionales, con poquísimo autocontrol sobre sus conductas, y que ellas solas se descalificaban a sí mismas.
La lección más útil que aprendió Beatriz fue que su vida le pertenecía, y que nada importaba lo que pensaran determinadas personas; si ella conseguía ser dueña de sus pensamientos, solo tendría motivos para sentirse bien en su vida.
En cuanto asimiló en su totalidad estos principios, curiosamente, pero no por casualidad, su vida pareció experimentar un cambio muy notable.
Por fin se decidió a practicar algunas de sus aficiones favoritas. Pronto aumentó y se enriqueció su círculo de amistades; le daba tiempo a hacer sus cosas, físicamente se encontraba mucho mejor y, lo que es más importante, ¡se sentía de maravilla consigo misma!