Habían transcurrido unos pocos minutos desde el inicio de la sesión cuando Enrique rompió a llorar:
“Mi madre va a acabar conmigo, me sobrepasa, le contesto mal y luego me arrepiento y me siento culpable. No sé qué hacer, decidí cuidarla en su propia casa en lugar de ingresarla en una residencia y me pregunto si esto va a ser posible”.
Concretamos qué cosas le costaba controlar. Necesitábamos definirlas bien para hacer un análisis del comportamiento de Enrique y poder entre- narlo en las habilidades necesarias para dar respuestas eficaces.
Se trataba de aprender a cuidar sin desgastarse a nivel físico y psicológico para proporcionar calidad de vida y de relación a su madre. Enrique se separó hace cinco años y desde entonces vive en casa de su madre. Tiene dos hijos y los ve una vez a la semana y un fin de semana alterno. Esto lo llevaba bien hasta que sus hijos, de catorce y doce años, empezaron a chocar con la abuela porque decían que hacía cosas raras, les preguntaba muchas veces lo mismo, colocaba las cosas en lugares que no eran los adecuados y actuaba como si no les conociera.
Ellos se enfadaban y su madre también, y él estaba en medio intentando poner orden, pero terminaba harto y les regañaba con frecuencia. Sus hijos no quieren ir con él los fines de semana y esto le afecta mucho.
A las personas cuidadoras siempre les digo que se informen ampliamente de en qué consiste la enfermedad que padece su ser querido. En el caso de las demencias, en sus inicios tendemos a confundir los síntomas con las intenciones del enfermo, y esto genera dificultades en la comunicación y en la relación.
La expresión típica es “¡Mamá, ya te lo he dicho un montón de veces!”, pen- sando que lo hace a propósito o que no está pendiente de la conversación o, simplemente, que no pone interés. En ese momento, no pensamos que es el efecto del deterioro; contestamos mal y con un tono de voz elevado.
Antes de abordar la relación nietos, Enrique y abuela, con Enrique trabajamos el autocontrol emocional. Necesitaba disminuir la ansiedad y para eso dedicamos varias sesiones a la respiración abdominal y la relajación muscular. Analizamos los pensamientos que le provocaban ansiedad y los transformamos en otros más realistas y positivos.
Enrique se sentó con sus hijos y les explicó el significado del alzhéimer, los síntomas que tenía la abuela y cómo le podían ayudar para que ella, que siempre se había volcado con niños dándoles mucho afecto, sintiese el calor familiar. Poco a poco, colaboraron en este objetivo de estar cerca de ella.
Volvamos a las situaciones difíciles que comentaba Enrique: “Mi madre ha dejado de hacer cosas, y en la medida en que ella hace menos yo tengo que hacer más”. Aunque trabajaba en casa, tomó la decisión de llevar a su madre a un centro de día por las mañanas. Su madre estaría atendida y estimulada y él tendría tiempo para descansar y realizar actividades dentro y fuera de casa. Por las tardes, la ayudaba a desarrollar todas las tareas que podía abordar, pero sin presionarla; de esta manera, ella no se angustiaba.
También le recomendé que le hablara aunque no recibiera respuesta por su parte, [porque] era una oportunidad para expresarle afecto y [decirle] lo bien que hacía las cosas. Enrique notaba cambios en el estado de ánimo de su madre y aprendió a no entrar al trapo cuando le increpaba de manera agresiva. La comunicación serena y positiva la tranquilizaba y de nuevo la relación mejoraba.
La mayor satisfacción para un psicólogo es comprobar que pasado un tiempo, cuando realizamos el seguimiento del caso, la persona sigue aplicando de manera habitual lo entrenado en la terapia.
Enrique fue un buen ejemplo. Cuidó a su madre hasta el final y me comentó que había sido la experiencia más extraordinaria que había tenido hasta ahora. Cuando supo ver a la madre que siempre fue y no a la que transformó su enfermedad, se sintió feliz por dedicarse a cuidarla.