David, a sus 38 años, cuando le conocimos, sentía que su vida no le per- tenecía. Desarrollaba su actividad profesional en una empresa de consultoría. Su trabajo le gustaba, pero se sentía terriblemente cansado y desbordado.
La relación con su pareja se encontraba en crisis desde hacía años; entre otras razones, por su horario tan amplio y sus continuos viajes. Tenía un niño de tres años por el que sentía devoción, pero al que apenas veía, y que lloraba desconsoladamente cada vez que su padre se marchaba de viaje. Últimamente, había tenido varias crisis de ansiedad y estaba con medica- ción desde hacía un año.
Seguramente, lo que le pasaba a David es un calco de lo que les ocurre a mi- llones de personas con mucho empuje, con ganas de abrirse camino, dispuestas a sacrificar una parte importante de su vida y de su tiempo en aras del éxito profesional.
En realidad, al principio David había llevado bastante bien su situación. A pesar de trabajar muchas horas, pensaba que era un precio justo que tenía que pagar por todo lo que estaba aprendiendo, y por la experiencia que estaba adquiriendo.
Su pareja no opinaba lo mismo, pero David creía que ella no era consciente de su situación, pues Ángela era menos ambiciosa y no le daba tanta importancia al trabajo.
Las circunstancias habían empezado a cambiar en los últimos años. Estando Ángela embarazada él tuvo su primera crisis de ansiedad. En aquel momento pensó que se debía al cansancio tan atroz que arrastraba. Pasado el primer susto, se tranquilizó. Todo había seguido normal hasta que su hijo nació; fue entonces cuando cambió la escala de valores y de prioridades de David.
Siempre le había apetecido ser padre. A su pareja también le gustaban mucho los niños, pero él había ido retrasando el momento hasta que tuviera menos carga de trabajo y, sobre todo, viajase menos.
Por fin, se dio cuenta de que no podían aplazar indefinidamente la decisión y tuvieron a su hijo. El primer viaje que hizo después de haber nacido el bebé fue para él muy clarificador. Notó que le costaba mucho no ver al niño, le dolía estar lejos y se le hacía eterno el momento de volver. Planteó en su trabajo que le gustaría viajar menos. Su jefe y socio le dijo que le comprendía, pero que no podía dejar plantados a una serie de clientes, para los que él era la principal referencia.
Como había periodos en los que David tenía que estar fuera bastantes días, acordaron que volvería siempre el viernes por la noche. Pero la realidad se impuso: la mayoría de las veces le resultaba complicado regresar antes del sábado. Cada vez se le hacía más cuesta arriba marcharse. Lo pasaba fatal, le daba mucha pena dejar a su hijo tantos días sin verle. De repente, era como si el cansancio acumulado durante años le estallase encima.
Empezó a tener nuevas crisis de ansiedad, que le sobrevenían sobre todo por las noches, cuando estaba solo en el hotel; no obstante, en alguna ocasión también le empezaron a dar durante en el trabajo. Contra su voluntad, no tuvo más remedio que ir al médico. Desde hacía un año estaba con medicación, pero las crisis no terminaban de desaparecer y cada vez se encontraba más inseguro. Cuando recibimos a David, estaba hundido. Vino con la firme determinación de dejar su trabajo. Su mujer estaba muy desorientada. Veía que David no desconectaba durante el fin de semana. “Está totalmente obsesionado –nos dijo–. Quiere dejar de trabajar, intenta convencerme de que podemos vivir un tiempo sin su sueldo; dice que ya encontrará algo, pero que no aguanta más. Estoy muy preocupada. Nunca le vi así. En más de una ocasión le he sorprendido llorando en la habitación del niño, contemplándole mientras duerme”.
En las siguientes sesiones David gastó toda su energía en intentar convencernos de que diéramos luz verde a su idea de dejar el trabajo. No podíamos acceder a su petición. En las condiciones en que se encontraba aún se hubiera hundido más. Se negaba a realizar los registros; no quería apuntar qué pasaba cuando se sentía mal […].
Le dije que así no podíamos hacer nada, que fuese honesto, que en realidad él no había venido a nosotros para que le ayudásemos, sino para utilizarnos como coartada para dejar el trabajo. David se quedó literalmente “helado” ante mi afirmación. Sin duda, este fue el momento clave de todo nuestro trabajo. Durante tres largos minutos no dijo nada, cerró los ojos, se cogió la cabeza con sus manos, y, finalmente, reconoció: “No lo había pensado, pero seguramente es cierto. En el fondo, tenía la esperanza de que es- tuvieras de acuerdo conmigo, comprendieras mi situación y me ayudases a convencer a Ángela de que debía dejar de trabajar, por lo menos durante un año o dos. Ahora siento que no tengo salida”. “No te equivoques, David –le dije–. Ahora es cuando podemos encontrar la forma de superar esta situación; antes era imposible. La solución no es dejar de trabajar un tiempo, en estos momentos en que estás al límite. Simplemente te irías de un extremo al otro: de no tener un segundo libre, a tener las 24 horas del día para darle vueltas a tu cabeza y convencerte de que estás machacado, que no puedes más y que necesitas una eternidad para recuperarte. Eso no sería una solución, sería un error del que pronto te arrepentirías. Otra cosa muy distinta es que te vengan bien una o dos semanas de vacaciones para coger fuerzas, para que hagamos un buen análisis de la situación y empecemos a subir esa cuesta que ahora te parece tan empinada”.
Aquí logramos por fin establecer ese “pacto” tan crucial para nosotros: trabajaríamos codo con codo, hasta que consiguiésemos que David se sintiese bien. Sentirse bien significaba controlar todas sus crisis de ansiedad y tener un buen equilibrio emocional. Después, nos plantearíamos qué hacer con el trabajo y cómo conseguir tener vida propia.
Durante cuatro meses trabajamos de forma muy intensa. Por fin, alcanzamos un punto donde ya estaba en condiciones de poder decidir qué rumbo quería que tomase su vida. Analizamos las diferentes opciones y acordamos varias líneas de acción. En el ámbito profesional, llevaría a efecto el siguiente programa:
• Hablaría con su socio, y le comentaría abiertamente su petición de reducir al mínimo los viajes.
• Intentaría pactar un horario flexible.
• Simultáneamente, empezaría a mover sus “relaciones y contactos”, para buscar otras opciones de trabajo.
• Previamente, habíamos determinado el sector donde más le gustaría trabajar y las mejores empresas.
• Dedicaría todos los días veinte minutos a esa búsqueda proactiva de un nuevo trabajo.
A nivel familiar, nos propusimos los objetivos siguientes:
• Al llegar a casa por las tardes sustituiría a su mujer en el cuidado del niño. De esta forma, disfrutaría de él y se sumergiría en una dinámica muy agradable con su hijo, que daría contenido a ese tiempo extra que estábamos consiguiendo arañar en su trabajo.
• Cenarían juntos él y Ángela –costumbre que desde hacía tiempo habían perdido–, y aprovecharían ese rato para charlar entre ellos, sin televisión por medio.
• Intentarían tener todas las noches treinta minutos libres cada uno. Entonces harían lo que más les apeteciese: leer, oír música, hacer un poco de gimnasia…
• Los fines de semana realizarían actividades con el niño: ¡nada de quedarse en casa los dos días!
• Una vez cada dos meses harían un viaje los tres. Cuando no fuese posible, efectuarían excursiones por los alrededores.
• Cada seis meses, la pareja se iría un fin de semana fuera, sin el niño, para recargar pilas y potenciar su relación.
David siguió puntualmente paso a paso todo el plan. Su socio se quedó muy sorprendido de su determinación, y, aunque al principio volvió a insistir en que necesitaba que siguiese viajando al mismo ritmo, pronto se dio cuenta de que eso ya no era posible, y que terminaría perdiendo a David en pocos meses. Mejoró mucho su gestión del tiempo, y la mayoría de los días conseguía terminar su trabajo hacia las 19.30 horas.
En los meses siguientes tuvo dos buenas opciones de trabajo. Una de ellas significaba, además, un aumento importante de categoría, pero él no aceptó, pues implicaba más responsabilidad, muchos viajes y muchas horas de trabajo. En su empresa se dieron cuenta de que había desarrollado excelentes capacidades de negociación. Cumplía muy bien sus objetivos y había conseguido un clima laboral envidiable, pero David quería más, quería libertad en la gestión de su tiempo y de su equipo.
Pasado año y medio, estuvo a punto de marcharse a otra empresa, pero en la suya igualaron las condiciones que le ofrecían.
Al año siguiente esa empresa le volvió a llamar y le preguntaron qué podían ofrecerle para irse con ellos. David lo tuvo claro: quería dos cosas, y ambas eran irrenunciables: quería más autonomía y más libertad en la gestión de su tiempo y de su equipo. Les costó aceptarlo, pero finalmente le dieron lo que pedía.
Al comunicarlo en su empresa de nuevo quisieron retenerle, pero un grupo de socios se negó. Decidieron no aceptar sus condiciones; sin embargo, le ofrecieron un aumento de sueldo importante, convencidos de que no se iría.
Para gran sorpresa de los socios, David se marchó. Se convenció de que esa gente no merecía su esfuerzo. En el fondo, pensó que era mejor, pues le parecía más fácil implantar su método de trabajar en otra empresa que promover más cambios en la suya.
En los meses siguientes, los mejores profesionales de su equipo se fueron con él. David demostró que los horarios extensos de trabajo no garantizan aumentos en la productividad. Por el contrario generan cansancio, desmotivación, y provocan el abandono de los mejores profesionales.