El caso de Federico

Problemas de conducta tanto en casa como en el colegio

Federico es un niño de diez años; tiene una hermana pequeña que acaba de hacer dos años y sus padres son bastante jóvenes. El niño muestra muchos Problemas de conducta, tanto en el colegio como en casa; los padres se sienten incapaces de controlar la situación, están muy abrumados.

Ambos llegan a casa a partir de las 20.00 horas, cuando muchas veces la pequeña está ya cenando para irse a la cama. Por el contrario, Federico suele recibirlos con todo pendiente: no ha hecho los deberes, ni se ha bañado, ni ha completado las láminas de un trabajo y, además, suele presentar alguna que otra muestra de las difíciles relaciones que establece en el colegio con los niños: rasguños, heridas, señales evidentes de violencia…

Cuando vimos a sus padres, sus caras eran patéticas. Los primeros registros evidenciaron claramente la génesis del problema. Federico mostraba conductas descontroladas y agresivas, que pedían una intervención inmediata, pero nuestros primeros esfuerzos no se centraron en el niño, sino en sus padres. En efecto, ambos se sentían extraordinariamente culpables por salir tan tarde de sus trabajos, y cuando llegaban a casa se mostraban temerosos ante lo que se pudieran encontrar; entraban con el “corazón encogido”, rápidamente les invadía un sentimiento de impotencia y culpabilidad, que les hacía actuar de forma errática, dispersa, impulsiva e incoherente.

Cuando alguno de los dos no podía más y regañaba a Federico, el otro le re- criminaba inmediatamente y se ponía de parte del niño, quien los observaba entre atónito y perplejo, sin acertar a comprender la actuación de sus padres. La situación había llegado a tal extremo que la pareja presentaba muchos problemas de relación, frecuentemente se mostraban agresivos entre ellos y se sentían incapaces de salir del pozo en el que se habían metido. Ambos tenían dificultades para conciliar el sueño y cada día estaban más crispados, aunque se esforzaban tremendamente con los niños, especialmente con Federico, intentando ser pacientes y cercanos.

Convencimos a los padres de que el problema fundamental no eran sus hijos, ni su ritmo de vida, ni la tensión que experimentaban en el trabajo. El gran drama que les atenazaba y condicionaba la vida de toda la familia era su sentimiento de culpabilidad.

Admitieron que no sabían como evitarlo; ambos se sentían un fraude ante sus hijos, presionados por el escaso tiempo que pasaban con ellos y, a la par, sin posibilidad de elección; el tipo de trabajo que tenían conllevaba ese horario; la única opción es que uno de los dos dejase de trabajar, pero el pago del piso y los gastos corrientes hacían inviable esa solución.

Nuestro planteamiento fue claro: si no tenemos otra opción, ¡trabajemos en esta de la mejor forma posible! Elaboramos un amplio programa de actuación, que empezaría por un trabajo individual con ambos, hasta que consiguiéramos aumentar su capacidad de relajación, de autocontrol, de autoestima…, hasta que lográsemos mejorar su seguridad en sí mismos y su confianza recíproca; en definitiva, hasta que empezaran de nuevo a sonreír, a encontrarse bien, a recuperar su energía, a sentirse capaces de superar la actual situación.

Cuando habían logrado levantar su estado anímico, cuando ya conseguían dormir bien por las noches, cuando se levantaban relajados y llegaban a casa con fuerzas y sin temores, empezamos el entrenamiento en las pautas a adoptar con los niños. El resultado fue mucho más rápido de lo que ellos esperaban. Federico, de hecho, según había ido observando la evolución de sus padres, ya había empezado a mostrarse más tranquilo, más relajado, y en cuanto vio a sus padres seguros, con buen humor, tiernos y comprensivos, pero a la vez firmes y resolutivos, reaccionó con prontitud.

Ellos mismos facilitaron al niño un entrenamiento sencillo en autocontrol; rápidamente, Federico mejoró su relación con los otros niños, a la par que aumentó su rendimiento escolar. Igualmente, se fijaron unas normas y pautas de actuación en casa; normas que fueron seguidas no solo por los niños, sino también por los tres adultos de la casa (los padres y la persona que les cuidaba hasta que ellos llegaban).

El acuerdo final fue: “si no podemos aumentar la cantidad de horas que estamos con los niños, compensaremos este déficit con la calidad de nuestro tiempo”.

Los niños recuperaron el buen humor de sus padres. Por fin les sintieron seguros, alegres y con las ideas clarísimas. Ellos, por su parte, pusieron su buena intención, sus ganas y su entusiasmo infantil en la misma balanza.

Todos juntos, finalmente, consiguieron que las cosas cambiaran, y lo lograron cuando los padres dejaron de sentirse culpables.

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