Carlos era un excelente profesional.
Tenía 36 años y de él dependían quince personas. Una constante en Carlos era que intentaba hacer la vida fácil a todos los que trabajaban con él.
Había sufrido recientemente una ruptura amorosa y, en contra de lo que era habitual en su carácter, se sentía muy triste, alicaído, solo y, lo que es peor, sin esperanza ni ilusiones.
En esas condiciones, ni tan siquiera le apetecía hacer deporte, a pesar de que el ejercicio físico siempre había sido su gran refugio y su mejor aliado en los momentos en los que su estado de ánimo estaba bajo.
La gente que estaba a su lado intentaba animarle.
Él sonreía y agradecía el esfuerzo, pero prefería concentrarse en sacar adelante el trabajo y se mostraba resignado en cuanto a las relaciones afectivas.
Un día, sus compañeros más cercanos decidieron darle una sorpresa y le invitaron a una representación musical.
Aunque a Carlos no le apetecía nada, sentía que no podía dejarles colgado y aceptó ir con ellos.
Curiosamente, una de sus colaboradoras más jóvenes, con la que no tenía excesiva relación, fue quien les había sugerido la idea a su círculo de “amigos” y se había encargado de sacar las entradas y reservar un restaurante muy agradable para cenar.
Esta compañera, de paso, se apuntó también al evento y, a partir de aquel día, su cercanía con Carlos se hizo muy patente.
Cuando Carlos vino a vernos, estaba envuelto en un mar de dudas.
No sabía muy bien si lo que aún tenía con Rocío era amistad, agradecimiento, cariño, pasión…
Lo que tenía claro era que se sentía muy humillado por ella, muy engañado.
Había jugado con sus sentimientos sin importarle para nada el dolor que pudiera infringirle, a pesar de que hacía apenas tres meses que ella le había insinuado que se estaba enamorando de él.
Al principio, Carlos le había dicho que le agradecía mucho sus palabras, pero que no se encontraba preparado para empezar una relación, y menos con una compañera de trabajo que, además, era diez años más joven que él.
Rocío, lejos de hacerle caso, siguió buscando por todos los medios las ocasiones para estar a solas con él y quedar a tomar algo fuera del trabajo.
Cuando Carlos volvió a decirle que necesitaba un periodo de calma, ella le tranquilizó comentándole que lo entendía perfectamente, que no se preocupase, que ella se había dado cuenta de que lo que sentía por él era una amistad muy bonita y que sólo pretendía que se animara y no se encerrara tanto en sí mismo.
Y este fue el principio del fin para Carlos.
Ingenuamente, creyó las palabras de Rocío, bajó sus defensas y, cuando quiso darse cuenta, estaban una noche juntos en su casa.
Analizándolo retrospectivamente, incluso en aquel momento, Carlos se sentía muy intranquilo y confuso.
Intentó no llegar a más, pero Rocío estaba lanzadísima y, de nuevo, le dijo que no se preocupase, que se dejase llevar, que le apetecía mucho hacer el amor con él.
Le aseguró que eso no significaba ningún compromiso, que se sentía muy atraída, pero que sólo quería que tuvieran una noche maravillosa.
«Mañana,» concluyó, «seguiremos siendo dos buenos amigos.»
Las semanas siguientes habían sido frenéticas, llenas de encuentros y de pasión.
Rocío era una amante muy experta, que constantemente buscaba innovaciones en sus relaciones y que resultaba irresistible en la cama.
La alarma había surgido hacía un mes, cuando una tarde, al volver al despacho después de una gestión, vio a Rocío en un coche.
Estaba besándose apasionadamente con un joven al que no conocía.
Le costó asumir la escena.
Había decidido dejarse llevar en esta relación, pero era obvio que, en aquel momento, se sentía muy atraído, al menos sexualmente, por Rocío.
Al día siguiente, le preguntó qué tal todo.
Le comentó que no estaba en el trabajo cuando él volvió, y ella, sin inmutarse, con un tono absolutamente tranquilo, le dijo que había venido a buscarla una amiga que lo estaba pasando mal, y se había ido con ella para estar a su lado en esos difíciles momentos.
Carlos no dijo nada.
No salía de su asombro, pero se sintió muy vulnerable y muy dolido por la mentira.
Comprendió que estaba mucho más enganchado a Rocío de lo que había pensado.
En las dos semanas siguientes, Carlos volvió a intentar rehuir a Rocío.
Pero, de nuevo, ella daba por hecho que pasarían algunas noches juntos, y ambos se entregaban a unas relaciones muy sexuales y sensuales que parecían no tener fin.
Las alarmas saltaron otra vez cuando Rocío, sin dar explicaciones, de repente desaparecía y no daba señales durante tres o cuatro noches seguidas.
Ambos intentaban ser discretos en la relación, pero le sorprendía cómo pasaba de buscar su mirada cómplice a actuar como si no le viese en el trabajo.
Justo esos días era cuando se marchaba con prisas y sin despedirse.
Carlos estaba muy extrañado, pero prefirió no preguntar nada, recordando que tenían un supuesto pacto por el que eran “amigos” y amantes, pero no pareja.
Una tarde, de repente vio a Rocío bastante decaída y le preguntó si le pasaba algo.
Ella le dijo que se estaba planteando hacer horas extras en la empresa de un amigo porque le apetecía mucho comprarse un coche nuevo, con el que poder ir algunos fines de semana a ver a sus padres (que vivían en otra ciudad).
La razón de las horas extras era que, con su sueldo, no se podía permitir el coche de “capricho” que ella quería.
A Carlos aquello le extrañó, pero pensó que ella bien merecía ese regalo y que, de paso, así no tendría que hacer horas extras en otro sitio.
Además, pensó que podría acompañarla algún fin de semana, pues, extrañamente, nunca había conseguido que estuvieran juntos un sábado o un domingo.
Rocío siempre le decía que tenía que ir a ver a sus padres o que había quedado con la célebre amiga que lo estaba pasando tan mal.
Después del coche, Rocío se acostumbró a querer salir a cenar a sitios caros.
Quería que Carlos le acompañase a comprarse ropa un día sí y otro también (ropa que siempre pagaba él).
Sin embargo, seguía poniendo excusas para no quedar los fines de semana, aunque, eso sí, de vez en cuando le pedía que le comprase dos entradas para alguna actuación a la que quería ir con su «amiga.»
Un día, uno de sus mejores amigos en el trabajo le dijo que había visto a Rocío y su novio a la salida del teatro (del teatro al que Carlos había pagado las entradas).
Carlos se quedó perplejo y, con un gesto muy forzado, intentando aparentar la calma que no tenía, le dijo que no podía ser, que él no creía que Rocío tuviese novio.
Su amigo le miró incrédulo y le dijo:
«Pues para no ser su novio, no paraban de morrearse. De hecho, estaban tan embelesados que preferí no saludarla para no cortarles el rollo.»
Aquel día, Carlos no pudo resistir más y le confesó a su amigo la relación tan extraña que tenía con Rocío.
Este se sintió muy incómodo y, con cara de disgusto, le dijo:
«Carlos, ¿no serás tú quien le ha comprado ese coche tan espectacular?»
Carlos admitió que Rocío resultaba insaciable con sus caprichos: el coche, la ropa, los restaurantes caros, las entradas exclusivas a los sitios y eventos de moda…
Con un gesto muy serio, su amigo le preguntó:
«Carlos, ¿no te habrá pedido que le des el puesto de responsable de…?»
En ese momento, Carlos comprendió que Rocío había jugado con él.
Claro que le había insinuado que le gustaría mucho tener ese puesto (que significaba un aumento importante de salario).
De hecho, Carlos llevaba una semana pensando qué hacer y cómo decirle a Rocío que no podía acceder a su petición.
Por una parte, le gustaría dárselo para satisfacer su demanda, pero era una persona muy justa en el trabajo, y ya había decidido que otro compañero estaba mejor preparado y se lo merecía más.
En realidad, Rocío conocía muy bien sus reacciones y se había dado cuenta de que Carlos no era partidario de acceder a su petición.
Por ello, llevaba varios días castigándole sin quedarse ninguna noche con él.
Ese día, Carlos se pasó la noche en blanco, analizando y descubriendo el engaño que había sufrido.
Se sintió muy mal consigo mismo: ¡había actuado con una ingenuidad asombrosa!
A la mañana siguiente, ya había decidido que necesitaba ayuda psicológica.
Cuando vino a vernos, su petición fue clara:
«¡No puedo sufrir más! Una compañera de trabajo me tiene loco. Pensé que yo le gustaba, pero me he dado cuenta de que sólo me quiere para ascender y para utilizarme como un cajero automático. ¡Soy un gil…! ¡Qué ingenuo he sido! Pensaba que ella estaba enamorada de mí, y lo único que ha hecho ha sido engancharme como un adolescente. ¡No he podido caer más bajo! Y lo peor de todo es que, a pesar de lo que he descubierto, sé que aún puede hacer conmigo lo que quiera. ¡Por favor, nunca pensé que alguien pudiera mentir de esta forma! Ella sabía muy bien que yo no quería iniciar una relación nueva. He sido como una marioneta en sus manos…»
Carlos había sido víctima de un engaño cruel.
Él no podía sospechar que Rocío fuera capaz de simular un cariño que no sentía y de simultanear, además, la relación con él y con su «novio.»
Se sintió humillado cuando comprendió que sólo le había buscado porque sabía que era un ingenuo:
Un ingenuo con dinero y con poder, del que podía aprovecharse, y al que, con un poco de suerte, podría convencer para que le diera un ascenso que no merecía en su trabajo.
Rocío se había destapado en toda su plenitud.
Carlos comprendió que no había sido capaz de ver en ella a la persona egoísta y ambiciosa que llevaba dentro.
Era una persona diez años más joven, pero muy calculadora, que se había burlado de sus sentimientos y se había aprovechado del estado de desolación y debilidad en el que se encontraba después de su ruptura anterior.
«No quiero venganza, María Jesús.
Sólo quiero recuperar mi dignidad y ser dueño de mis emociones.
Quiero sentirme bien conmigo mismo, quiero actuar de forma justa en el trabajo y quiero cerrar todas las hemorragias que ahora tengo abiertas.»
Afortunadamente, aunque Carlos se sentía muy débil, sí que tenía las ideas claras de lo que quería conseguir.
Por lo que, a pesar de la dificultad del caso, me mostré optimista.
Los psicólogos sabemos que ese es un requisito crucial –tener las ideas claras–, y un buen punto de partida para superar estas situaciones donde hemos sido víctimas de un entramado de mentiras, perfectamente orquestado, para adueñarse de nuestras emociones.
Pero, como muy bien reconocía nuestro protagonista, aún estaba muy débil.
Ante una persona sin escrúpulos y con la ambición de Rocío, esta debilidad podía ser muy peligrosa, hasta que consiguiéramos que Carlos recuperase el control pleno de sus emociones.
En este punto, después de tres sesiones de evaluación, el programa a seguir constaría de dos fases:
En la primera y más urgente, trabajaríamos la recuperación del equilibrio emocional de Carlos, la mejoría de su estado de ánimo actual, aceptarse de nuevo a sí mismo, recuperar su confianza y, lo que él llamaba, su “dignidad.”
En la segunda fase, ya podría enfrentarse a Rocío con garantías de éxito.
De todas formas, para no correr ningún riesgo, le entrenaríamos previamente en el desarrollo de diferentes técnicas de asertividad (autoafirmación), y en la detección y afrontamiento de las mentiras e imposturas que aún intentaría Rocío.
La dificultad máxima era que la persona que le había manipulado era una compañera de trabajo.
Ya nos había demostrado claramente hasta dónde era capaz de llegar para conseguir sus objetivos.
Por el perfil que presentaba, no se iba a quedar quieta; teníamos que adelantarnos a los posibles pasos y acciones que ella podría intentar.
Necesitábamos ayuda mientras durase la primera fase.
Carlos no se podía encontrar solo ante situaciones aún difíciles para él, como que Rocío se presentase por la noche en su casa para ablandarle, seducirle, chantajearle o intentar amenazarle.
En este punto, aunque a Carlos le costaba pedir favores personales, vimos que le vendría muy bien que su mejor amigo, que a estas alturas conocía perfectamente toda la historia, se quedase algunas noches con él en su casa.
Afortunadamente, se daba la circunstancia de que este amigo no vivía con su novia.
Aunque se quedó extrañado por la petición de Carlos, accedió sin problemas a acompañarle.
Oficialmente, Carlos comentaría públicamente en la oficina que a su mejor amigo le estaban haciendo obras en su apartamento y que, mientras durasen las mismas, se quedaría en su casa.
En paralelo, teníamos que cerrar cuanto antes los frentes que aún estaban abiertos, adelantándonos a posibles actuaciones por parte de Rocío.
En este sentido, la siguiente acción fue elegir y hacer público el ascenso del compañero que ocuparía el puesto vacante que tenía en su equipo.
Pero, antes de hacer público el nombramiento, Carlos hizo algo que le costó un mundo:
Se adelantó y comunicó al Director General que podía haber algún problema con este nombramiento.
Le explicó que, aunque no tenía dudas de que la persona que proponía era el profesional más preparado, cualificado y que más merecía la promoción, quería comentarle que quizás podría recibir alguna queja por parte de una persona de su equipo: Rocío.
Le comentó que Rocío se había postulado con gran empeño para este puesto.
El director le dijo que estuviera tranquilo, que no entendía su preocupación.
Le aseguró que nadie cuestionaría este nombramiento, y menos Rocío, que era muy joven y poco preparada para este cargo.
Además, añadió que coincidiría con Carlos en que la persona designada era la idónea.
Ahí fue cuando Carlos, tragando saliva, le comentó que se veía en la obligación de hablarle de un tema muy personal.
Le confesó que desde hacía pocos meses había mantenido relaciones estrechas con Rocío, y temía que ella encajara mal este nombramiento e intentase alguna maniobra de desprestigio.
Esto podía ir dirigido bien hacia el compañero recién ascendido o hacia él mismo.
El director reaccionó con ostensible incomodidad.
Le dijo que no le gustaban nada estos temas, que ya sabía que él no era partidario de que los problemas de relaciones personales se trasladaran a la empresa.
Le sorprendió que Carlos, que siempre había sido exquisito en este ámbito, estuviera ahora inmerso en algo tan delicado, donde una compañera podría haberse sentido utilizada por él.
A Carlos le hubiera encantado decir que, en todo caso, el engañado había sido él, pero aguantó el chaparrón.
Le dijo al director que estuviera tranquilo, que él nunca había utilizado ni utilizaría su puesto en la compañía para favorecer determinadas relaciones.
Sin embargo, admitió que no estaba seguro de cómo reaccionaría Rocío y por eso había querido ser sincero, adelantarle el tema y prevenirle.
Carlos lo pasó tan mal en esa reunión con el Director General que, en la siguiente sesión que tuvimos, dijo que quizás había sido un error comentar esta información.
Argumentó que, realmente, nadie en la compañía podía pensar que Rocío merecía este puesto.
Su reacción era lógica.
Para él había sido muy humillante exponer esa información al Director General y se había sentido molesto con la posibilidad de que este pensara que tal vez Carlos se hubiera podido servir de su posición para facilitar una relación con una colaboradora diez años más joven.
Le comenté que entendía su frustración y que ojalá no pasara nada, pero que, como psicóloga con mucha experiencia, me sorprendería que Rocío no intentase alguna maniobra.
Le aseguré que, en cualquier caso, pronto saldríamos de dudas, pues al día siguiente se haría público el nombramiento.
Curiosamente, esa misma noche, al ver que Carlos estaba muy distante con ella, Rocío se acercó a su casa.
Se quedó muy sorprendida al ver que quien le abría la puerta era el amigo de Carlos.
Lejos de cortarse, rápidamente hizo gala de sus habilidades.
Cuando Carlos, en tono serio y tajante, le dijo que le agradecería que no se presentase en su casa sin llamar, intentó coquetear directamente con su amigo.
Le dijo:
«¿Tú vas a consentir que no inviten a cenar a una chica joven y agradable, que se ha dado la paliza para venir a alegrarles la noche?»
El amigo sonrió y dijo:
«Esta es la casa de Carlos, y parece que no quiere que estés.»
En ese momento, Carlos se levantó, se dirigió a la puerta y, con voz firme, señalando la salida, dijo:
«Rocío, ¡no vuelvas a venir!»
(Prueba de fuego superada, pensó Carlos).
Pero al día siguiente, por la tarde, recibí una llamada de Carlos:
«No me lo puedo creer –comentó–. No había pasado ni cinco minutos desde que se hizo público el nombramiento, cuando Rocío entró en mi despacho sin llamar.
Sabía que estaba reunido con gente y, sin importarle lo más mínimo quién estaba presente, dijo en voz alta:
‘¿Cómo es posible que me prometieras el puesto y ahora te escondas para no dar la cara? ¡Pero esto no va a quedar así!’ –amenazó–.»
Inmediatamente, Carlos recibió una llamada del Director General, quien le comentó que su secretaria le había informado que Rocío quería verle, y que a él le molestaban profundamente estas historias en las que se mezclaba lo personal y lo profesional.
Carlos se disculpó, le dijo que lo entendía muy bien y que a él, Rocío acababa de montarle un numerito en el despacho.
«Esto te pasa –sentenció el director– por no separar el trabajo de tu vida afectiva.»
Carlos le comentó que había aprendido la lección, que no volvería a suceder y que sentía enormemente la situación.
El Director General, que de ingenuo tenía poco, le dijo a su secretaria que comunicase a Rocío que no la podía recibir y que cualquier cosa que tuviera que decirle, lo hiciera a través de su director. Es decir, de Carlos.
«Bueno –comentó Carlos–, al menos el Director General no la ha recibido, pero seguro que ahora volverá de nuevo.»
«Tranquilo, Carlos –le dije–, claro que volverá a verte.
Tienes que estar preparado, pues utilizará todos sus recursos. Podrá mostrarse enfadada, dolida, hacerse la víctima…
Y si ve que por ahí no consigue nada, intentará de nuevo darte lástima, ponerse cariñosa, seducirte…
Lo que tienes que tener claro es que, en ningún momento, ni en la oficina, ni fuera, estarás a solas con ella.
Si llama a tu despacho, no la veas a solas. Haz como el Director General: dile que pida hora a tu secretaria y que, si es algo urgente, se lo comunique a su responsable (el mando intermedio entre Carlos y Rocío).
Pero, en ningún momento, la recibas a solas.»
Como habíamos previsto, Rocío intentó chantajearle en las semanas siguientes.
Pero, al ver que Carlos estaba muy firme y cortante, sus intentos comenzaron a fracasar.
Un día, Rocío irrumpió bruscamente en el despacho de Carlos, pero él, inmediatamente, salió y fue a buscar al compañero-amigo que había visto a Rocío con su novio.
Cuando volvió al despacho con él, Carlos, con voz firme, le dijo a Rocío:
«Déjanos a solas; necesitamos trabajar.»
A partir de ahí, Rocío se dio cuenta de que poco podía hacer ya.
El tema murió definitivamente cuando ella le mandó un mensaje diciendo que le iba a denunciar por acoso.
Ese mismo día, Rocío recibió una llamada del abogado de Carlos.
En tono muy grave, le informó que su cliente le había comunicado el chantaje que intentaban hacerle y que, inmediatamente, tomarían medidas legales.
«Por cierto –añadió el abogado–, mi cliente tiene las facturas de todo lo que le ha pagado en los últimos meses, incluyendo un coche de alta gama. Desde luego, cualquier juez verá en dos minutos lo que aquí ha sucedido.»
Rocío, aunque mentirosa y manipuladora, no era tonta.
Entendió que su intento de chantaje se podía volver en su contra.
Al día siguiente, llamó al abogado de Carlos para decirle que quería llegar a un acuerdo.
Comentó que entendía que Carlos tenía una posición dominante y que no quería perder su trabajo, pero, si en algún momento él intentaba algo contra ella, que supiera que tenía grabaciones muy comprometidas de sus relaciones íntimas.
«Bien –respondió el abogado–, por cierto, sepa usted que en esta oficina grabamos las conversaciones.»
A partir de ahí, el caso comenzó a cerrarse.
Nos dedicamos a que Carlos aprendiera todo lo que esta experiencia le había dejado como enseñanza, para no cometer errores similares en el futuro.
Simultáneamente, trabajamos para que se reconciliara consigo mismo y volviera a creer que hay buenas personas, aunque muchas, muchísimas, sean capaces de mentir para conseguir sus objetivos.
Al analizar detalladamente el caso, vimos que las principales señales de que Rocío mentía eran su comportamiento histriónico, sus risas, sus gestos y sus miradas.
Todo en ella era una impostura, una puesta en escena que las personas sinceras no realizan y que dejaba al descubierto sus mentiras.
«¡Como actriz no tenía precio! –comentó Carlos el último día que nos vimos.»
«No te creas –le respondí–. Las actrices tienen que trabajar mucho, y entre otras competencias y habilidades, necesitan mucha resistencia a la frustración, pues es una carrera profesional muy compleja, donde puedes pasarte muchos años en papeles secundarios… Y no parece que Rocío tenga ese perfil.»
En definitiva, tengamos cuidado.
Las personas con tendencia a mentir también lo harán en el entorno personal y laboral.
Y, precisamente ahí, con frecuencia las consecuencias pueden ser muy duras e injustas.
Las personas mentirosas, que no tienen límites ni valores pero que son hábiles y listas, elegirán muy bien a sus víctimas.
Intentarán extorsionarlas y manipularlas para jugar con ventaja y conseguir sus objetivos.
Y lo harán no a través del esfuerzo, sino por medio del engaño.