El caso de Francisca

Personas egoistas, que mienten en su propio beneficio

Francisca tenía 79 años.

Siempre había sido una mujer con un carácter fuerte, bastante autoritaria, poco afectiva y exigente con los demás.

A medida que fue cumpliendo años y que físicamente se sintió más vulnerable, se hizo más tirana, más egoísta y más manipuladora.

A su marido le tenía agotado.

No había día que no se levantase protestando, quejándose por todo, lamentándose por su mala salud, aunque después de numerosas pruebas, los médicos habían concluido que estaba muy bien para su edad.

Pero no lo admitía, y un día sí y otro también de nuevo iba a su centro de salud, para que su médico le cambiase el tratamiento que tenía para la artrosis o le mandase nuevas exploraciones.

Tenía dos hijos.

El primero era su preferido y se parecía mucho a ella.

Cada cierto tiempo, a pesar de tener ya 54 años, aparecía por casa de sus padres para pedirles dinero con cualquier excusa.

Se había acostumbrado a vivir por encima de sus posibilidades y, aunque sus mentiras cada vez se hacían más patentes, no tenía el mínimo reparo en inventarse las historias más variopintas.

Quién realmente se preocupaba por los padres era su hija.

Aunque tenía un trabajo muy agotador y dos hijos en edades difíciles, todos los días se acercaba a verles, les llevaba la compra, preparaba incluso la comida del día siguiente y trataba de que estuvieran bien atendidos… pero ya había tirado la toalla: ¡no podía más!

De hecho, fue la hija y el marido de Francisca quienes vinieron a consulta.

Tenían poca esperanza de que ella cambiase, pues la conocían muy bien y sabían que era una persona muy egoísta y manipuladora, pero ¡estaban agotados!

Necesitaban que les ayudásemos para ver cómo podían reconducir la situación.

Cuando analizamos el caso en profundidad, vimos que, salvo con su hijo mayor, con el resto Francisca siempre había sido una persona profundamente egoísta, que se había acostumbrado a “manejar” a casi todos los que tenía a su alrededor.

Su marido era como un cero a la izquierda para Francisca.

No le tenía en cuenta para nada; no le importaba que él tuviera problemas con su corazón.

Lo único importante en su mundo eran ella y su hijo.

Hacia su hija nunca había sentido un afecto especial.

A pesar de que jamás les había dado problemas y de que había conseguido mejores resultados en los estudios que su hermano, siempre pensó que era como su marido: una persona sin carácter y sin valía.

La situación había llegado a unos niveles insostenibles.

Francisca le exigía a su marido que vendiese la herencia que había recibido de su familia (una casa en el pueblo y unas tierras) para que su hijo se comprase un piso más grande y un coche nuevo.

Por otra parte, cada día se mostraba más exigente con su hija, insistiéndole en que ella estaba muy mal y que debía pensar más en sus padres.

La presión había llegado al punto más álgido hacía dos semanas, cuando le había dicho que era una mala hija, que en realidad su marido ganaba dinero suficiente y que, apretándose un poco, ella debería dejar de trabajar para cumplir con su principal obligación: cuidar de sus padres.

La principal preocupación del padre y la hija era cómo traer a consulta a Francisca, pero les insistí en que no se preocupasen, que no era necesario.

La experiencia nos demuestra que una persona egoísta no reacciona ante la lógica y los argumentos racionales, sólo lo hace cuando se producen determinados hechos que van en contra de sus intereses.

En consecuencia, nos propusimos trabajar con ellos, que eran las principales víctimas del egoísmo de Francisca.

De forma disciplinada, escribieron las conductas más significativas que presentaba nuestra protagonista: sus quejas, manipulaciones, extorsiones y mentiras.

Pasadas tres semanas, ya teníamos muy claros cuáles eran sus patrones de mentir.

Era importante que los dos, padre e hija, supieran diferenciar las quejas y mentiras de Francisca sobre su salud, la puesta en escena que hacía, de los síntomas y manifestaciones que podrían indicarnos problemas reales de salud.

Las observaciones no dejaban lugar a dudas.

Nuestra protagonista se pasaba el día quejándose de sus dolores, y lo hacía recurriendo a una especie de lamento muy infantil, con un ruido muy gutural, que acompañaba de un torrente de verbalizaciones y frases en negativo.

No paraba de decir que así no podía seguir, que tenían que encontrar lo que tenía y que cualquier día se iba a morir.

Por el contrario, el día que de verdad se sentía mal, que los dolores o el malestar eran auténticos, su expresión no era de queja, sino de susto.

En esas contadas ocasiones, casi no hablaba, respiraba con ansiedad y el miedo se reflejaba en su rostro.

Una vez que tuvimos claro que la mayoría de sus quejas eran mentiras que encadenaba para que le hicieran caso, para tenerles a todos preocupados y poder manipularles mejor, empezamos con un programa “a medida,” que nos permitiera desactivar la tiranía de Francisca.

El marido estaba agotado y al límite de su resistencia y su salud.

Por otra parte, le preocupaba mucho que el único patrimonio que les quedaba, además de la casa en que vivían, su mujer estuviera empeñada en que lo tenía que vender, sabiendo que lo único que serviría sería para que su hijo lo dilapidase.

Con toda la lógica, argumentaba que esa casa y esas tierras representaban una seguridad, un colchón, con el que poder afrontar en un futuro los gastos extraordinarios que pudieran presentarse.

La hija, además del cansancio infinito que acumulaba, ya no podía soportar más la presión de su madre.

Especialmente desde que a Francisca se le había metido en la cabeza que debería pedirse una excedencia para cuidarles.

El chantaje emocional era evidente.

Su madre le decía que si no lo hacía, toda su vida se arrepentiría de haberles abandonado en sus últimos años.

La estrategia a seguir era muy clara.

Acordamos que tenían que mandar señales inequívocas a Francisca de que estaban muy seguros y tranquilos con sus propias conciencias y que, además, estaban convencidos de que ella no tenía nada grave.

En consecuencia, actuarían desde la lógica y no bajo la manipulación.

Como el marido tenía un problema de corazón, lo último que le convenía eran disgustos y tensiones.

Además, él se sentía muy feliz cuando iban a su pueblo, donde aún vivía un hermano suyo y varios primos, pero hacía dos años que no habían ido porque Francisca tenía miedo de que, si ella se ponía enferma, allí no tendría a su médico cerca.

En consecuencia, decidimos que había llegado el momento de que él se tomara unas vacaciones.

Se iría unas semanas a su pueblo, a disfrutar de la paz del lugar y de la familia que aún le quedaba.

Pero esta vez, padre e hija se adelantaron a las posibles manipulaciones de Francisca.

En lugar de avisar con tiempo del viaje (ella siempre se las apañaba para ponerse “enferma” el día anterior), la sorprendieron.

Cuando volvió un día del ambulatorio, donde como siempre había ido a ver a su médico, se encontró con una nota donde su marido le decía que se iba unas semanas al pueblo.

Le explicaba que quería estar con su familia y que dejaba el móvil en casa, pues allí prácticamente no había cobertura y necesitaba descansar.

(Obviamente, su hija tenía el teléfono fijo de su tío, por si necesitaba localizarle en caso de emergencia).

Francisca no se lo podía creer y, cuando por fin reaccionó, llamó en repetidas ocasiones a su cuñado, pero no consiguió hablar con su marido.

Al cabo de una semana, desistió de seguir llamando.

En relación a su hija, decidimos que ya no iría todos los días a la casa de sus padres.

Eso sí, hablaría por teléfono todas las mañanas con su madre, pero sólo acudiría a verla cuando esta no se quejase.

Tal y como esperábamos, Francisca intentó todas las tretas posibles.

Llamaba a su hija exigiéndole que fuese a verla, pero en cuanto empezaba a alzar la voz, su hija colgaba el teléfono.

Su desesperación llegó al extremo de llamar a su hijo para pedirle que fuese a verla, que estaba fatal (algo que nunca hacía), que se lo dijese a su hermana, que la iban a encontrar muerta cualquier día.

Por supuesto, su hijo no fue a verla (nunca lo hacía, salvo para conseguir algo).

Le dijo a su madre que estaba muy ocupado, pero llamó inmediatamente a su hermana recriminándole que tuviera abandonada a su madre.

Lógicamente, habíamos previsto esa llamada.

En cuanto se produjo, su hermana le dijo que, si estaba preocupado, que fuese él a ver a su madre.

Le recordó que ella llevaba muchos años haciéndolo y, en cuanto este empezó a protestar, le dijo que ya era mayorcita para aguantar sus egoísmos y colgó el teléfono.

A la hija de Francisca le costó un mundo mantenerse firme, pero se dio cuenta de que era lo mejor que podía hacer: por ella, por su familia, su marido y sus hijos, por su padre y por su madre.

Francisca comprobó cómo su marido cada vez pasaba más tiempo en el pueblo que en su casa de Madrid.

Además, él insistía en que no hacía falta que le acompañase, que entendía que estaba más tranquila cerca de su médico y su ambulatorio.

Su hija comprendió que tenía derecho a tener vida propia y que, en realidad, su madre estaba bien y lo último que necesitaba era que fomentasen sus manipulaciones.

Las mentiras de Francisca se redujeron, y lo hicieron cuando comprendió que, cuanto más mentía, más sola la dejaban y menos caso le hacían.

Por fin, padre e hija lograron liberarse de la tiranía a la que les tenía sometidos el egoísmo de nuestra protagonista.

Esta, cuando constató que había perdido gran parte de su poder de influencia y que se pasaba el día sola, accedió a algo que hacía años su hija le había propuesto y ella siempre había rechazado:

Se apuntó a una clase de manualidades y otra de gimnasia para personas de la tercera edad.

Curiosamente, Francisca se dio cuenta de que estaba mejor de salud desde que estaba más entretenida, desde que salía más de casa, quedaba a caminar con dos vecinas y asistía a las clases de gimnasia.

Otro efecto añadido fue que, tal y como habíamos previsto, en la medida en que Francisca vio que su marido y su hija eran menos manipulables, empezó a valorarlos más y a quejarse menos.

El caso terminó bien.

Francisca se volvió más “humana,” empezó a mentir menos y ya no hacía tanto teatro.

Pero no nos confundamos, es muy difícil convivir y tratar con personas egoístas.

Estas, además de pensar únicamente en ellas, suelen presentar una insatisfacción permanente.

No valoran lo que tienen y desean lo que les falta o lo que ven en otras personas.

Una faceta muy peligrosa de las personas egoístas es que son capaces de hacer daño a otros, incluso a personas cercanas que les quieren, con tal de conseguir sus fines.

La persona egoísta difícilmente se siente mal consigo misma.

Su vida es una demanda continua, una exigencia permanente, que contrasta con su falta de generosidad.

Situado en Madrid, somos uno de los Centros de Psicología más grandes de España formado por un equipo multidisciplinar de Psicólogos, Psiquiatras, Logopedas y Neuropsicólogos, que nos permite trabajar con todos los rangos de edad y tipos de terapia.