Cuando acudieron los papás de Ana a consulta, nos contaron que venían remitidos desde el colegio, porque Ana no obedecía en clase, le costaba seguir los trabajos que le solicitaban, no leía al ritmo de sus compañeros e incluso no jugaba con ellos en los recreos.
Al recopilar la información de la historia clínica, vimos que Ana era una niña muy deseada, que sus padres la habían engendrado siendo ya mayores –hija única–, y que les había costado mucho tenerla, por lo que habían recurrido a técnicas de reproducción asistida. Ana era una “niña milagro”.
Comenzamos por pedirles a sus padres que hicieran registros de conducta para detectar qué es lo que estaba ocurriendo y ver si las pautas educativas y su modo de actuar eran correctos.
Como se hace siempre en los casos en los que hay dificultades escolares, se efectuó una evaluación en profundidad de todos los aspectos cognitivos y madurativos de la niña, y se contactó con el profesor del colegio.
Durante la evaluación de la pequeña, se observó que le costaba mucho trabajar y centrarse, y que encontraba excusas para no hacer lo que le suponía un mayor esfuerzo: “Es que yo soy una niña especial; no me podéis mandar igual que a los demás”.
No obstante, cuando la evaluadora se ponía firme con ella, Ana era capaz de cumplimentar las tareas y de enfrentarse a ellas con unos resultados óptimos para su edad.
Los resultados de la evaluación no evidenciaron problemas significativos en las áreas evaluadas; su potencial intelectual era correcto, y tanto su atención sostenida (cantidad de tiempo que podría estar atendiendo a una tarea), como su calidad atencional (cómo de bien podía atender) eran adecuadas para su edad, pero necesitaba que un adulto la controlara y que no le diera la opción de “escaquearse” del trabajo.
El problema de Ana era que se había aferrado a su etiqueta de “niña especial” y pretendía que todos la trataran de forma diferente, que no la indujeran a esforzarse o a hacer cosas que no le apetecían. Esto le estaba ocasionando un problema escolar, porque no seguía el ritmo de trabajo de la clase, y también social, dado que no jugaba con los niños si no hacían lo que ella quería.
No es que Ana no tuviera intención de relacionarse con los demás niños, sino que prefería jugar ella sola antes de ceder y jugar a lo que no le gustaba, por lo que su estrategia era buscar en el recreo a niños más pequeños a los que poder dirigir.
El caso de Ana se recondujo muy bien trabajando con sus padres, de manera que estos aprendieran a ponerle normas y límites.
Ana tenía que entender que para sus padres era la niña más especial del mundo, y que la querían un montón, y le harían mucho caso y muchos mimos…, pero que ella también tenía que poner algo de su parte y obedecer aunque no le gustara lo que le mandaran, tanto en casa (donde Ana tenía libertad absoluta, ni siquiera hacía los deberes del cole porque no quería) como en el colegio.
Ana aprendió que “ser especial” no la eximía de cumplir con las obligaciones propias de su edad (trabajar en el colegio, esforzarse, obedecer a papá y a mamá y al profe, no tener rabietas…).