El caso de Carlos

Niños conflictivos: Agresividad

Carlos tenía diez años cuando sus padres admitieron que necesitaban ayuda psicológica.

En realidad, había sido el colegio el que había dado la voz de alarma y, literalmente, les habían dicho a los padres que si el niño no cambiaba, no podría continuar con ellos el curso siguiente.

En el aspecto académico, presentaba un retraso muy considerable en relación con los niños de la clase, pero eran sobre todo sus conductas las que resultaban inadmisibles para los profesores.

Lo primero que tuvimos que aclarar con los padres es que teníamos que trabajar con ellos antes de ver al niño, pues querían traer a Carlos el primer día de consulta.

Carlos era hijo único. Su madre era una mujer muy laboriosa y sacrificada, que se pasaba el día fuera de casa, trabajando como dependienta en una tienda, y sufriendo el horario “partido” del comercio. Difícilmente llegaba a casa antes de las 21.00 horas. Era una persona encantadora, que había luchado mucho por ser madre. Había tenido varios embarazos que no habían llegado a término y sentía una culpabilidad extrema al estar tan poco tiempo con su hijo.

Su padre era pintor, y aunque llegaba a casa hacia las 19.00 horas, la realidad es que no se ocupaba para nada de su hijo. Mientras él veía la tele y tomaba alguna cerveza, Carlos hacía lo que le daba la gana. Literalmente, el niño se pasaba la tarde enganchado a los juegos de su videoconsola y del ordenador y comiendo golosinas.

Cuando llegaba la madre a casa, todo eran prisas. Tenía que hacer la cena, recoger la casa, preparar lo del día siguiente… y dedicarse un rato al niño para intentar que hiciera los “deberes”. Pero a esas horas su hijo solo quería seguir jugando, y por mucho que lo intentaba su madre, lo único que conseguía eran malas contestaciones, insultos y, en algunos casos, algún que otro empujón. Y todo esto ante la actitud pasiva del padre, que se limitaba a chillar para quejarse de que hacían mucho ruido.

La madre pretendía que Carlos “reaccionara” siempre por las “buenas”, no paraba de intentar hablar a su hijo para convencerle de que no podía seguir así, pero no obtenía otra cosa que burlas, salidas de tono y comentarios despreciativos hacia su figura.

En definitiva, teníamos ante nosotros a un niño confundido, perdido, déspota, manipulador, agresivo y consumista, que no paraba de pedir que le compraran cosas todos los días, y a unos padres sin unidad de criterio y desbordados por la situación.

Los “registros” de conducta eran impactantes. El niño estaba siempre insatisfecho, quejándose por todo, exigiendo constantemente, maltratando a su madre y burlándose de sus buenos propósitos.

El padre “pasaba” literalmente de su hijo; lo único que quería era que no le diese la lata. Para él, los culpables de la situación eran el colegio, que “con lo que les costaba solo sabían quejarse”, y en el que eran incapaces de educar a su hijo –era un colegio concertado de la zona–, y su mujer, a quien veía como una persona muy débil, a la que su hijo tomaba el pelo.

La madre ya no podía más. Se sentía muy desgraciada, veía como su hijo se le escapaba de las manos. Solo recibía quejas de todos los sitios sobre su comportamiento y ya no tenía fuerzas para seguir luchando. La actitud del marido la desbordaba. Si por ella fuese, se habría separado hacía tiempo, pero no quería que su hijo viviera en una familia rota.

En el colegio nos confirmaron que lo habían intentando todo, pero que el chico no reaccionaba. Se mostraba especialmente agresivo con las niñas y muy provocador con los profesores, sobre todo con las profesoras. Habían tenido quejas de varios padres, y cuando le regañaban, su contestación siempre era la misma: “en mi casa me dejan”. Sentían mucha pena por la madre, que era la única que hablaba con ellos y estaba desbordada ante las conductas de su hijo. Al padre no lo conocían, a pesar de que el niño llevaba en el colegio desde los cuatro años. Su diagnóstico era claro, o el niño cambiaba, o debían buscarle nuevo colegio para el curso siguiente.

Fue un caso muy difícil. La actitud del padre no ayudaba, la madre estaba literalmente hundida y el niño llevaba “perdido” muchos años, intentando buscar la seguridad y la estabilidad emocional que no tenía. En el fondo se sentía muy SOLO y muy infeliz.

Dada la actitud que mostraba el padre, pasadas las primeras sesiones, decidimos trabajar directamente con la madre, con el niño y con el colegio. Al padre le dijimos que nuestra única consigna era que no desautorizase a la madre (pedirle más era un imposible). Igualmente, le comentamos que viniera cuando quisiera –no volvió a asistir hasta la fase final del tratamiento.

Afortunadamente, el niño no tardó en abrirse al psicólogo y admitir que se sentía muy desgraciado, que se arrepentía de contestar mal a su madre, pero que no lo podía evitar. Con relación al colegio, nos dijo que él era torpe, muy torpe, que no se enteraba de las explicaciones de los profesores en las clases y que sus compañeros le despreciaban.

Un día nos comentó: “No puedo admitir que soy tonto, por eso contesto a los profesores y como los chicos no me hacen caso, al menos me vengo metiéndome con las chicas”.

Hacia su progenitor sentía un desprecio enorme. Era consciente de que él no le importaba nada y no entendía cómo su madre no se separaba de su padre.
Un día nos dijo, “no entiendo a mi madre, pero si es un vago asqueroso que siempre la trata mal”.

Le hicimos un estudio pormenorizado para evaluar todo lo concerniente a aprendizajes y vimos que presentaba muchos errores disléxicos, con un nivel muy deficitario en un área tan clave como lenguaje; además, tenía déficit de atención.

Elaboramos un programa conjuntamente con el colegio. Entre otras medidas, acordamos que acudiría a clases de apoyo (Carlos siempre se había negado, pero ahora se mostró conforme), y establecimos una serie de pautas y normas de conducta que él respetaría. Los profesores harían un seguimiento y apuntarían en su cuaderno, cada mañana y cada tarde, cómo habían sido su conducta y su actitud.

Por nuestra parte, trabajamos al máximo su autoestima, su autocontrol emocional, la recuperación de la confianza en sí mismo, el refuerzo de sus pequeños logros y el establecimiento de una serie de hábitos, rutinas y normas, que contribuyeran a proporcionarle seguridad y estabilidad emocional.

La madre, como cabía esperar, reaccionó muy bien desde el principio y se volcó en el programa que habíamos diseñado. Aunque hubo muchos altibajos, y algunas situaciones críticas que le producían mucho dolor, poco a poco descubrió que su hijo podía ser un niño cariñoso, que realmente la quería y que estaba deseando que le ayudásemos a salir del hoyo en que se encontraba.

El padre se mantuvo distante al principio y, después, adoptó una actitud de mucha incredulidad, dudando de cada avance que Carlos lograba. Finalmente, se dio cuenta de que su mujer y su hijo habían hecho un frente común y que cada vez se sentían más distantes de él.

Por fin, vino un día a consulta y nos dijo: “Ustedes han conseguido que yo no pinte nada en mi casa; mi hijo pasa de mí, no me dirige la palabra y para mi mujer es como si yo no existiera”.

Ante nuestro silencio, al final estalló y añadió: “Tengo que reconocer que mi hijo ahora está mejor, que trabaja y es más responsable, pero no me siento cómodo con mi mujer, es como si fuera más independiente, como si ya no le importaran mis opiniones”.

“Quizá –le respondimos–, si lo piensa detenidamente, su mujer es ahora una persona más fuerte, más segura, con más autoestima, que se siente bien con ella misma y con la respuesta de Carlos. En la relación de ustedes como pareja hay un largo camino aún por recorrer, pero ella ya hizo su parte; ahora le toca a usted. Si quiere que le ayudemos, ahí nos tendrá, pero no nos pida que su mujer vuelva a ser la persona desgraciada que era”.

Carlos tuvo muchos momentos de crisis, en los que parecía haber retrocedido casi al principio, pero la perseverancia de su madre, la ayuda del colegio y su propia actitud consiguieron que a cada crisis la siguiera un nuevo impulso.

Finalmente, aunque experimentó un gran avance en su colegio, acordamos que era mejor cambiarlo a un centro más pequeño, con un seguimiento más pormenorizado y un nivel de exigencias un poco más bajo. De esta forma, tendría una nueva oportunidad de ser un alumno más.

Carlos lo pasó mal durante el período de adaptación. De nuevo, afloraron sus miedos y sus inseguridades, pero se dejó ayudar y al final del primer trimestre tenía amigos en su nuevo colegio, algo inédito para él.

El niño sustituyó la frase de “en mi casa me dejan” por otra llena de esperanza: “con esfuerzo, puedo lograrlo”.

A la madre le costó ganarle algunos “pulsos” a su hijo, pero se dio cuenta de que él necesita su seguridad y su firmeza, no sus dudas, ni su claudicación.

Los padres siguieron juntos. Seguramente, no son la representación de la felicidad, pero ambos cambiaron. El padre terminó reaccionando cuando sintió que se quedaba aislado, cuando vio que su mujer era más fuerte, más independiente y más segura de sí misma.

La relación con su hijo también mejoró y, poco a poco, empezaron a compartir alguna afición. A los dos les encantaba el fútbol. Carlos dejó de ser su enemigo para convertirse en un hijo menos huraño y más amigable.

En su casa ya “no le dejaban” hacer todo lo que él quería y eso le dio la tranquilidad y la paz que tanto necesitaba.

La última vez que les vimos, el padre nos dijo: “¡Cómo nos íbamos a imaginar que el niño lo que necesitaba es que fuésemos más duros con él!”.

“Más duros no –respondió la madre–, lo que Carlos nos pedía es que fuésemos más justos y le dijésemos NO cuando lo merecía”.

No se trata de que hagan todo lo que quieren, sin ningún tipo de límites, pero ¡cuidado!, no nos vayamos al extremo contrario, al de la inflexibilidad.

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