Juan tenía 14 años cuando vinieron sus padres a vernos. La convivencia en casa era “un horror” (palabras textuales de sus progenitores) y les hacía la vida imposible a todos.
Con su hermano de 11 años, la situación había llegado a extremos insostenibles. Diego sufría agresiones permanentes por parte de Juan, hasta el extremo de condicionar totalmente su vida.
En el colegio le habían dicho claramente que se tenía que marchar, pues aunque pensaban que era un chico inteligente, su conducta era intolerable. Constantemente se metía con sus compañeros, intentaba ridiculizar a los profesores, se saltaba todas las normas… y se había convertido en una especie de líder al que la mayoría temía, pero contaba con un pequeño séquito de seguidores que trataban de emularle y ganarse su simpatía.
Al iniciar la evaluación del caso, advertimos enseguida que los antecedentes se remontaban a muchos años atrás. De hecho, cuando Juan tenía tres años, de forma inesperada, pero con gran urgencia, les habían llamado de la escuela infantil para decirles que desde hacía dos meses Juan mostraba una agresividad extrema con los niños y constantes llamadas de atención y enfrentamientos con los adultos.
En aquel momento, los padres no le habían dado mayor importancia al tema, pues suponían que con el tiempo la situación se normalizaría, dado que hasta esa fecha el niño siempre había sido muy acaparador y muy protagonista, pero no había mostrado conductas especialmente violentas.
La realidad es que el problema, lejos de solucionarse, se fue volviendo cada vez más patente, y la agresividad de Juan había ido en aumento con el paso de los años.
Como era de esperar en estos casos, los padres diferían mucho en la forma de entender la educación de sus hijos. Mientras que la madre era una persona cariñosa y comprensiva, que les trataba con mucho afecto y con una infinita paciencia, el padre, por el contrario, manifestaba reacciones muy extremas, que podían llevarle, en función de los días, a mostrarse muy tolerante con el comportamiento de Juan o perder el control y empezar a chillar e insultar a todos, pero de forma muy especial a la madre, a quien culpaba de la mala conducta de Juan.
El resultado final era que, cuando la convivencia en casa se volvía insoportable, el padre se terminaba marchando durante unas horas y regresaba cuando los chicos estaban ya durmiendo.
Siguiendo nuestra pauta habitual, primero vimos a los padres, cumplimentamos la historia de Juan, y les pedimos que nos confeccionaran registros (apuntes literales) de la conducta de su hijo. En este caso, cada vez que Juan mostrase una actitud violenta, agresiva, provocadora…, debían escribir textualmente lo que el chico hacía y cómo respondían ellos, Diego… y las personas que en ese momento estuvieran presentes.
Por otra parte, nos pusimos en contacto con su colegio actual, para ver cuál era la realidad del medio escolar. Su tutor nos confirmó que era un alumno insoportable, provocador y, en el fondo, muy desgraciado.
Cuando tratamos de profundizar en este extremo, nos dijo que todos le veían permanentemente insatisfecho, y que los profesores pensaban que su actitud era una “pose” que escondía su malestar y su infelicidad.
Al cabo de unos días, el panorama estuvo clarísimo. En el colegio, trataba de llamar la atención permanentemente con sus provocaciones. Algo parecido ocurría en su casa. No paraba de saltarse las normas, de sobrepasar todos los límites y de exhibir una agresividad que paralizaba al resto de los miembros de la familia.
Su hermano sufría auténticas vejaciones, hasta el extremo de hacerle vivir en un sobresalto permanente.
Como era de esperar, nos costó mucho que sus progenitores unificaran criterios. Constantemente, el padre argumentaba que lo mejor era que el chico fuese el próximo curso interno a un colegio, que él no estaba dispuesto a ver cómo les amargaba la vida a todos, y que la culpa la tenía la madre, que era demasiado paciente.
Decía que si de él dependiese hacía tiempo “que habría terminado con estas tonterías”, pero como “no quería liarla” se marchaba cada vez que las conductas de su hijo se hacían insoportables.
Comprobamos cómo en más de una ocasión el padre había perdido el control y se había involucrado en auténticas peleas físicas con Juan, cuyo resultado era que su hijo cada vez se volvía más violento, intentando provocarle, para decirle después que le iba a denunciar por agresión.
Cuando vimos en la consulta a Juan nuestras hipótesis se confirmaron. Era un adolescente muy insatisfecho, lleno de inseguridades y complejos, enfrentado al mundo, y con una “máscara” de agresividad hacia el exterior, con la que trataba de esconder al ser profundamente infeliz y desgraciado que era.
El nacimiento de su hermano había marcado un punto de inflexión en su vida. Los datos eran muy concluyentes. Las primeras conductas agresivas las había mostrado a los tres años, justo unas semanas después de la llegada de Diego.
Juan vivió aquella situación como un drama insuperable. De repente, él, que hasta esa fecha había sido el centro del mundo, tenía que compartir la atención de los adultos con su hermano.
Seguramente, en una primera fase intentó recuperar su posición por otros medios carentes de la agresividad que mostraba ahora. En este sentido, sus padres recordaron de pronto que, al poco tiempo de nacer Diego, Juan había atravesado una etapa en la que parecía estar siempre enfermo. De hecho, su pediatra no paraba de hacerle pruebas, intentando encontrar la causa de su malestar físico.
Se había vuelto inapetente, débil; se cansaba ante cualquier esfuerzo físico y no paraba de llorar. Incluso, en un par de ocasiones le habían llevado a urgencias, pues el niño decía que estaba muy “malito” y que le dolía muchísimo la tripa.
Poco a poco, Juan encontró la forma de llamar la atención, y no fue otra que mostrar una actitud violenta hacia todos, pero de forma muy especial hacia Diego.
Pronto nos dimos cuenta de que Juan no había encontrado “su sitio” desde hacía muchos años. En la actualidad, era un chico que, aunque podríamos catalogarlo como guapo, presentaba un sobrepeso considerable. Su rostro estaba lleno de granos y de marcas debidas a que solía hurgar en ellos para quitárselos, y mostraba signos evidentes de tener las hormonas muy revolucionadas.
Al principio, fue muy poco colaborador, pues pensaba que su suerte estaba echada, y que su padre ya había decidido mandarle interno a muchos kilómetros de distancia. Pero rápidamente se percató de que le queríamos ayudar y de que la decisión sobre dónde estudiaría el próximo curso, en gran medida, dependía de cómo respondiera al programa que estábamos llevando a efecto con él y su familia.
A las pocas semanas, teníamos al descubierto al auténtico Juan, un adolescente que odiaba su aspecto físico actual, que se sentía muy inseguro con las chicas, que pensaba que la niña que más le gustaba nunca se fijaría en él por su gordura y sus granos, que reconocía que podía ser odioso y cruel…, pero que no sabía comportarse de otra manera.
Juan sentía auténtica debilidad por su madre. Sabía que ella le quería por encima de todo, pero no podía soportar verla tan sumisa con su padre, aguantando sus desplantes, su agresividad y sus descalificaciones.
“Me dan ganas de matarle cuando le veo agresivo con mi madre” –nos dijo un día–.
Hicimos un “pacto”, un “acuerdo” con él y con su familia. Nosotros le enseñaríamos a Juan a controlar esos impulsos y esas conductas tan agresivas, pero también su padre controlaría su agresividad. Los límites estaban muy claros para todos; los especificamos pormenorizadamente, para que no hubiera lugar a dudas o malas interpretaciones, y las consecuencias también quedaron perfectamente establecidas.
Juan reconoció que era inhumano lo que hacía con Diego y que sus insatisfacciones no se solucionaban gritando, agrediendo o comiendo sin parar comida basura cuando se sentía frustrado o molesto por algo.
Vimos, además, que, en el fondo, nuestro adolescente tenía aptitudes para algunos deportes, como la natación.
Como parte del programa que seguimos con la familia, también procuramos instaurar en Juan “hábitos saludables”, tanto en la alimentación como en el descanso y el ejercicio físico.
Pronto perdió los kilos que le sobraban, y su figura se hizo más estilizada. Empezó a llamar la atención por sus éxitos en el deporte y en el estudio (siempre había tenido facilidad para los estudios, pero no lo había demostrado). Comenzó a darse cuenta de que gustaba a las chicas, y, lo más importante, descubrió que se sentía bien controlando sus conductas agresivas, sus provocaciones y sus insultos.